Sergio Moreno Juárez
Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 56.
El abuso de menores fue la constante de la cárcel de Belem, erigida en el sur de la ciudad de México a mediados del siglo xix con el fin de aplicar métodos modernos para la época de reinserción social. El periodista queretano pudo constatarlo durante dos detenciones y hacerlo público.

El 22 de enero de 1863, a las seis de la mañana, ocurrió un insólito evento en la ciudad de México. Ante la mirada estupefacta de familiares y vecinos, tuvo lugar una procesión de reos procedente de la cárcel nacional de la ex Acordada –en el extremo oeste de la Alameda– con destino a la recién inaugurada cárcel de Belem, ubicada al sur de la capital. El nuevo penal, instituido en el vetusto edificio del colegio de niñas huérfanas de San Miguel de Belem –popularmente denominado Belem de las Mochas–, asumió como fin la enmienda, confirió el encierro a modo de castigo y suprimió las penas corporales. Pese a ello, los diarios capitalinos El Demócrata y El Relámpago denunciaron continuamente el uso excesivo de la fuerza para ejercer el control sobre los presos.
Las autoridades carcelarias intentaron replicar en Belem los principios básicos de los modernos sistemas de rehabilitación implementados en las penitenciarías estadunidenses: reclusión celular y moralización a través de la educación, el rezo y el trabajo. Con ese fin, instauraron departamentos de confinamiento diferenciado –varones, mujeres, jóvenes, encausados, presos “distinguidos”, providencia, separos– y los dotaron de escuelas, patios y talleres, pero resultó imposible recluir a los reos de modo individual porque la cárcel fue proyectada para aislar únicamente a 600 personas. Tan sólo en su primer año de servicio la prisión acogió un total de 7 672 inculpados –4 973 varones y 2 699 mujeres–, de los cuales 6 703 recuperaron su libertad y 969 permanecieron en reclusión.
Ante la imposibilidad de aislar celularmente a los reos, los mandos priorizaron la prevención moral del delito y la erradicación del ocio a través de la educación y el trabajo. El estudio de las primeras letras y los principios rudimentarios de aritmética o el aprendizaje de algún oficio –carpintería, carrocería, hojalatería, sastrería, tejido de mantas y zarapes, zapatería– permitiría a los reos acceder a un modo honesto de vivir al salir de prisión. No obstante, la sobrepoblación obstaculizó la regeneración moral y el pleno desarrollo de sus habilidades. Además, la falta de mobiliario y pertrechos en los talleres y galeras solía acrecentar su aflicción, a excepción de los reos “distinguidos” que tenían acceso a servicios personales y celdas amuebladas de primera y segunda categorías.
La violencia, la insalubridad, la falta de reglamentación interna y la escasa e ínfima calidad de alimentos minaron el proyecto de regeneración social y ampliaron el penar de los presos. La dieta diaria en la cárcel de Belem consistía en un jarro de atole y una pieza de pan en el desayuno, un plato de caldo con un trozo de carne y una pieza de pan en la comida, y un plato de arroz con frijoles y una pieza de pan durante la cena, pero frecuentemente la escasez de fondos dejaba a los reos sin recibir alimento alguno. Asimismo, la falta de enseres obligó a los presos a hacer uso de cualquier objeto –bolsas, sombreros, trapos– para recibir sus alimentos o guarecerse. Esta situación ocasionó incesantes rencillas, que subían de tono al anochecer por la falta de petates y el hacinamiento en las celdas.
El Departamento de Jóvenes
En abril de 1872 entró en vigor el primer cuerpo de leyes del ramo penal que tipificó la imputabilidad del menor a partir de su edad y capacidad de discernimiento. El Código Penal determinó que los menores de nueve años eran incapaces de discernir entre el bien y el mal, razón por la cual recaía sobre sus padres o tutores la responsabilidad jurídica de sus acciones. En cambio, graduó progresivamente la madurez mental de los inculpados mayores de nueve años y menores de dieciocho, diferenciando dos grupos de edad necesitados de vigilancia por considerarlos proclives al delito: los niños de nueve a catorce años y los jóvenes de catorce a 18 años. En ambos casos, la sanción correctiva consistía en aislamiento penal en un departamento diferenciado para prevenir su asociación delictiva con los demás presos.
[…]
Para leer el artículo completo consulte la revista BiCentenario.