Mariana Díaz Álvarez / Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
Revista BiCentenario No.5, pág.17Pulque bendito, dulce tormento. / ¿Qué haces ahí afuera? ¡Venga pa’ dentro!
(Brindis popular)
Si pudiéramos imaginar una pulquería del siglo XIX, el resultado se asemejaría a una de las descripciones que hizo el escritor Guillermo Prieto en Memorias de mis tiempos: Un jacalón inmenso con techo de dos aguas formado de tejamanil sostenido por vigones y bases de piedra. Uno de sus lados da al aire libre, otro lo forman tablones gruesos, con mesas corridas y sillas bajas de tule. El suelo es de tierra apisonada y se cubre a veces con un poco de aserrín, óptimo para jugar rayuela sobre él. En la cabecera se hallan las tinas de pulque, que incluyen distintos curados de frutas o carne, cubiertas con largas tablas de madera y pintadas de rojo, verde y azul, y en cuya superficie exterior hay letreros que dicen La Madre Venus, Fierabrés, La Vencedora, La Sultana, La Reina, La Valiente o El de los Fuertes e indican la calidad de la bebida. Encima de las tinas hay repisas con vasos verdes y de pepita, cubos de palo, cajetes, cántaros y vasos cónicos de vidrio, lisos y acanalados, que constituían las diferentes medidas.
Las pulquerías comunes estaban adornadas con papel picado o cadenas de papel de china, cuadros de paisajes y toros, espejos y, en algún rincón, un objeto de la devoción del propietario: durante el siglo XIX solía haber una imagen de la Virgen de la Soledad, que en el siglo XX sería sustituida por la de Guadalupe.
Fuera de la pulquería, los caballos e incluso uno que otro gallo se ataban a los pilares. Las pinturas de las paredes representan distintas figuras, por ejemplo, un moro con un alfanje en una mano y la cabeza de un cristiano en la otra, y arriba un gran rótulo que dice “Pulquería del Moro Valiente”; o al leal escudero de Don Quijote montado en su burro y arriba, con grandes letras, “Pulquería de Sancho Panza”.
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