Villa deja las armas

Guadalupe Villa G.
Instituto Mora

Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 58.

En agosto de 1921, la escritora estadunidense Sophie Treadwell entrevistó, durante dos días, a Francisco Villa en su hacienda de Durango. Fue la única periodista extranjera a quien el líder revolucionario le permitió el acceso a Canutillo. Publicada en el periódico New York Tribune, la crónica se centra en su vida cotidiana tras el retiro de la lucha armada y algunos aspectos de lo que fue la gesta revolucionaria. Reproducimos aquí, con su título original, un extracto de las conversaciones.

Y sus condiciones fueron: poder retirarse en su patria, en paz, junto con sus seguidores. “¡En paz”!, provocaba la risa de medio mundo. ¡“Villa en paz, jaja”! Pidió la hacienda de Canutillo, lejos, en las montañas de Durango. ¿Dónde estaba exactamente Canutillo? Quise ir ahí.

Un hombre viene a caballo, desmonta, se quita su hermoso sombrero. Se acerca. “Señorita, permítame presentarle al general José V. García.” La primera vez que vi a un oficial villista. Su cara delgada e inteligente. Mi mirada se dirige a la encantadora funda y cartuchera labradas y a las hermosas botas de suave piel café, ceñidas como guante al pie, pierna y rodilla; delicadamente articuladas y atadas debajo de la rodilla por broches tallados color marfil. El general García era el único hombre en toda la hacienda, con la excepción del jefe Villa, que vi armado. Pero estaba por conocer a otros oficiales de Villa. Todos me darían la misma impresión: de hombres gastados por las penurias, flacos, de pura fibra, con ojos tristes e invictos. Fue aquí donde por primera vez tuve idea sobre lo que significa, después de todo, ser un villista: seguir el destino de un hombre por diez años a través de luchas, triunfos y derrotas, estar marginados con él en las más lejanas serranías; sin estar seguros durante años y sin bajar la guardia ni siquiera por una hora; el hambre y el peligro compañeros de todos los días. Canutillo, no se ve como una hacienda, parece más bien un pueblo pequeño.

El recibidor de la familia Villa es también una recámara. Una tremenda cama de latón está colocada en una de las esquinas. Las paredes son altas y blancas y el piso es de loseta nativa. Se siente una limpieza escrupulosa en todo el cuarto.

Fuimos recibidos por una joven muchacha; pero apenas nos acabábamos de sentar, se abrieron las puertas que dan al patio, y llegó rápidamente el jefe Villa, cojeando ligeramente. No se ve como en las fotos. Se ve mejor, de algún modo diferente. Bastante pesado, de tremendo pecho, como en las fotos; con una camisa blanca, pantalones de pana, y una gran cartuchera de doble fila y fundas con pistolas; cabeza pequeña con el cabello corto, negro rizado, orejas chicas, una nariz bastante fina, boca grande, bigote negro, dientes fuertes y amarillentos, ojos extraordinarios.

“Señorita, aquí tiene su casa.” Dice tan solo la más simple frase de cotidiana educación en una extraña y resonante voz de timbre pesado. Es difícil describir la voz de Villa. Tiene cualidad de cantante, y parece venir de muy lejos, como si fuera independiente, estridente y poderosa.

Después de hacerme un largo, cercano y silencioso escrutinio, habló:

Aquí me tiene señorita, un simple granjero que no sabe nada de lo que está pasando en el mundo exterior. Uno tan aislado que ni siquiera ve un periódico. De todo lo que usted pueda decir que es de interés para un hombre, yo no tengo idea; pero estoy a su servicio, y es usted bienvenida. Pero me temo que tengo poco aquí que pueda complacerla; sólo una hacienda, señorita, una hacienda que ha sido totalmente destruido y cuya reconstrucción es muy lenta. Tengo todo mi pensamiento en este trabajo y mis hombres están poniendo todo su empeño, pero estamos luchando contra grandes dificultades y es muy lento. Tan pronto como haya descansado, le mostraré complacido lo poco que hay que ver.

Suspiró. Y aquí nace mi siguiente impresión sobre Villa, aquella que crecería fuertemente; la impresión de una enorme y profunda tristeza.

– ¿No está usted contento aquí, mi general?

-No, no lo estoy, pero… –vaciló–, no debería decir esto.

– ¿Se siente solitario aquí?

-No, no ¡eso no! Es en estos lugares solitarios donde encuentro mi vida, señorita.

Su espíritu pareció levantarse un poco. Rio, una encantadora risa de corazón con algo de brillo y quizá con marcas de cinismo en ella.

De hecho, pienso que ningún otro hombre ha sufrido más que yo los engaños de la prensa; he sido tan brutalmente malinterpretado, “Villa, el bandido”, “Villa, el asesino”, “Villa, el enemigo de los americanos”. Señorita, no soy un bandido ni un asesino ni un enemigo de los americanos. Seguramente usted cree eso, de lo contrario no hubiera venido como lo hizo. He matado hombres, pero soy un soldado.

Me miró fijamente por un largo momento y luego:

Debe recordar que he tenido a miles de hombres bajo mi liderazgo, y que a veces quizá por la derrota de nuestras armas o la imposibilidad de conseguir comida, hemos estado en tiempos de total desorganización, sólo los más leales se quedaron conmigo, sujetos directamente a mis órdenes, y el resto se dividió en pequeñas bandas vagando a voluntad por el país. Yo no era responsable de estas pequeñas bandas. No podía serlo. Cuántas depredaciones cometieron en mi nombre antes de que pudiera vengarme de ellos.

Parecía estar reflexionando profundamente sobre todo el asunto. Después prosiguió con más ligereza:

Por supuesto, algunas de las cosas que dicen que hice, sí las hice. Estas no las niego. He tomado comida para mis hombres, tanto de americanos como de mexicanos. Pero no fue vandalismo puro, señorita, sino una necesidad en una amarga pelea y en una revolución empobrecida. Déjenos darle algo de café mientras llega el momento de la cena, donde le presentaré a Villa el trabajador, el organizador, granjero y constructor.

La familia vino a ser presentada. La presente señora Villa es una hermosa mujer mexicana rondando los 30. Vestía un vestido blanco de percal y su cabello estaba gentilmente cepillado hacia atrás amarrado en la nuca con un pequeño nudo. Su voz era excepcionalmente baja, casi un suspiro. Después estaba Agustín, el hijo mayor de Villa. Agustín tiene nueve, después Octavio, como de siete, y dos niñas pequeñas. Cada niño vino y se mostró hermoso, después corrieron hacia Villa, tomaron su mano y la besaron. Acarició a todos, pero se vio claramente desde el primer momento que Agustín tenía la mayor parte del afecto de su padre.

“Este niño, señorita”, dijo el jefe, “puede montar cualquier caballo en la hacienda ¡y disparar!, enséñale tu rifle a la señorita, mijo”. Agustín sacó de atrás del piano un enorme rifle. Era más grande que él. Tan grande que difícilmente podía manejarlo solo. Lo puso sobre las rodillas de su padre y lo jaló para sacarlo de su estuche.

“¡Pero ese no es un 22!” “Claro que no lo es”, dijo con desdén Agustín, de nueve años. “Es un 30-30”. “Somos ‘puros hombres’ aquí, señorita.” Y después dijo Villa: “Mañana mijo, puedes invitar a la señorita al tiro al blanco en el huerto, a ver quién gana.” Invitación aceptada. Los niños fueron enviados a jugar, y pasamos por el soleado patio hasta el comedor. Nos sirvió un viejo ranchero, llamado Pepe, café con leche y pan dulce y mantequilla, hecha en casa de la crema de los Jerseys.

Nos preguntó sobre Estados Unidos. ¿Qué clase de hombre era [Warren G.] Harding? ¿Qué tipo de hombre era este otro, [Charles Evans] Hughes? ¿Cuáles eran sus intenciones para con México? ¿Qué de los petroleros? Este asunto del petróleo debería ser establecido. Eso es lo que le ha dicho a los que están en el poder en la capital. “La cuestión del petróleo debe ser establecida primero y con justicia. México debe tener amistad con Estados Unidos.”

Todos nos quedamos inmóviles. Una repentina tristeza, una desesperanza pareció invadirlo todo. La personalidad del jefe es tan poderosa que imprime su humor abrumadoramente a los que lo rodean. Dirigió sus ojos hacia nosotros, fijándonos con su mirada. “Una democracia es inservible a menos que su gente esté culturizada”, sí, él llegó a esta conclusión. “Más que inservible, ¡peligrosa!” La única esperanza de México era educar a la gente pobre. Y de esto ellos podrían aprender mucho de Estados Unidos.

“Y ahora sí ya se han refrescado bastante.”

Villa nos llevó a través del patio, al arco de la entrada. A la izquierda, la oficina, con un escritorio rodante de roble. “Una verdadera oficina”, dijo Villa con orgullo. A la derecha, el cuarto de los gallos; hilera tras hilera de jaulas apiladas de gallos de pelea. “Me gustan los gallos de pelea”, dijo el jefe, “soy un hombre sin vicios, no bebo, no juego, fumo poco; pero me gustan los gallos.”

Dejamos a los gallos, y nos fuimos enfrente, pasando la iglesia, a un edificio en construcción. Los hombres estaban ahí muy ocupados.

Esta es la escuela, señorita. Pronto estará terminada. Ahora los niños van todos los días a una casita común, y una joven les da clases. Pero en unos meses todo será instalado aquí. Tendremos escritorios, libros, maestros; todo lo necesario. El edificio está de acuerdo con mis ideas. Este es [el cuarto] para los principiantes, verá, las ventanas están altas, esa es mi idea. Que ningún niño pueda mirar hacia fuera y distraerse de sus estudios. Aquí todo debe ser serio. Aquí los niños deben aprender. Me encargaré de eso.

Otra vez el suspiro.

“Yo mismo no pasé un solo día en la escuela… ni uno solo. Soy muy ignorante. Puedo leer y escribir un poco, eso es todo, y lo aprendí después, cuando era ya un hombre. Como sea.” Luego la risa. “Sé firmar mi nombre”. Serio de nuevo. “Pero mis hijos deberán ser instruidos. Primero aquí, en Canutillo, donde aprenderán en la escuela de los libros y, en la vida de la hacienda, de las cosas naturales. Esto es lo más importante para un hombre, lo más importante de todo.”

Después vimos las bodegas llenas de trigo. Vimos las podadoras, los contenedores, los arados, las carretillas, todo de manufactura estadunidense. Vimos la carpintería, la herrería, vimos los nuevos establos con cajas de concreto alimentadoras para los caballos. Vimos al caballo favorito del jefe, el pony de Agustín y muchos otros.

Un camino ancho estaba bajo los árboles. Las sombras eran largas. Era hermoso. Ahí había muchos hombres descansando del trabajo. Se hicieron a un lado mientras pasamos y saludaron al jefe. Estaban trabajando entre las papas y los tomates, las cebollas y los ajos plantados entre los árboles.

De vuelta a la sala. Villa pidió agua para lavarse las manos. Una mujer joven le trajo el pequeño gabinete con el recipiente y la jarra. Le sirvió el agua y le pasó el jabón. Después le vertió agua limpia. Hecho esto, le pasó la toalla. El pequeño dispositivo de higiene fue puesto ante nosotros y la misma ceremonia general nos recorrió a todos. El jefe, al parecer, nunca cena, pero se sentó con nosotros a la mesa.

Más tarde, afuera en el patio, en el fresco ¡Qué profunda calma! ¡Qué avasallador sentido de aislamiento! ¡Tantas y tantas estrellas!

“Dime amigo”, dijo de pronto el jefe a don Eduardo, “¿tú crees que hay un Dios?”

“Sí, creo. ¿Usted no, don Francisco?” “No sé, me pregunto. A veces me pregunto demasiado. Y después veo las estrellas, tantas y tan misteriosas. Y me digo a mí mismo que todas estas preguntas son demasiado grandes como para ser respondidas por las pequeñas mentes de los hombres.” Más silencio, más meditación: “¿Pero de qué le sirven las iglesias a Dios o a los hombres? Hemos convertido nuestra iglesia en una bodega y así estamos mucho mejor, porque incluso los santos en las paredes han engordado, ya lo verán mañana, sobre todo los que están del lado de las papas. Le digo, entre las ratas y los santos es difícil para un hombre hacer su vida aquí.”

– ¿Hay muchas ratas ahí, don Francisco?

-Ejércitos completos. Las hemos combatido día y noche. Hasta hoy que sólo quedan unas cuantas. Pero sigue habiendo pulgas. ¿Qué utilidad tienen las pulgas, amigo? Si hay un dios ¿por qué tuvo que haber creado algo como las pulgas? ¿Cómo puede un dios pensar en las pulgas? Eso no lo entiendo ¿cuál es el propósito de una pulga?, nacidas sólo para estar de holgazanas, comer y luego pasear. Muy paseadoras las pulgas. Nunca duermen ni dejan dormir. ¿No podría usted, amigo, enviarme algunos polvos para combatir a estas últimas? Sí, seguro, don Francisco, le enviaré algún polvo para pulgas ¿cuánto le gustaría? Como 50 kilos. Pero eso es suficiente para matar a todas las pulgas del mundo. Bueno, es que aquí tenemos todas las pulgas del mundo.

Desafortunadamente, hora de dormir. Después de las nueve. La familia de Villa, como la mayoría de las familias mexicanas, se retiran temprano. Los niños ya se han ido hace rato. Parece que es hora de volver a la gran cama de latón. El jefe y su señora no aceptaron otro arreglo, declarando que estarán muy cómodos con los niños en el cuarto de al lado.

La joven trajo agua fresca. La señora trajo los cobertores. Villa trajo una silla y colocó la lámpara sobre ella. “Duerma bien señorita, hasta mañana.” Me desvestí y me tapé con las inmaculadamente limpias sábanas. Sobre mí estaba una colcha blanca bordada. Mi cabeza cansada y polvosa sobre una exquisita almohada hecha a mano. Así que esta era la cama de Villa. Apagué la lámpara de un soplo.

Amanecer, siete de la mañana. La señora estaba esperando para desayunar. El jefe ya llevaba mucho tiempo despierto. Era su costumbre levantarse a las cuatro, había mucho que revisar. Pasamos la mañana paseando por la hacienda. ¡Qué infinita era! No era una hacienda. No era un pequeño pueblo. Era un estado separado. Y, sobre todo, sin dejar por un segundo ese sentimiento de silencioso aislamiento. Mucha actividad, hombres a caballo, troncos de mulas, cargamentos de trigo, escarbadores, pero todo el trabajo transcurriendo tranquilamente, sin ruido. Silencio. “No tenemos bebida aquí señorita. No hay juego. No hay casas de desorden, ni siquiera un baile. Nada más que trabajo, puro trabajo.”

Fuimos a la iglesia, ahora un almacén. Barrida y limpia, llena de cajas y cajas apiladas y sacos. Había un mostrador a mitad del frente y básculas, pero en lo alto de las paredes laterales todavía cuelgan los santos. Y el altar, grande, dorado, estaba sin velas. [Villa] se puso serio. “El problema de todos nosotros, señorita, es que somos buenas personas, pero muy ignorantes. ¿Dónde estará el hombre con el poder de levantar a mi raza?”

Él suspiró. De nuevo esa abrumadora tristeza. Sabía que, una vez, había soñado con ser ese hombre.

En la cena tuvimos otro invitado, era el general Nicolás Fernández. Había llegado cabalgando con su pequeño hijo, desde la hacienda de San Isidro, su zona particular, en el Río Florido, a 18 leguas de distancia. Era otro de esos hombres musculosos, silenciosos y tristes. La charla fue charla de hacienda. La plática fue sobre cultivos y ganado. Villa dijo que quería ir a Juárez a comprar ganado. Pidió consejo al general Fernández, a don Eduardo y, sí, a mí. Otra vez ese increíble afán de ser instruido, enseñado, aconsejado. Y esa expresión tensa y absorta con la que escucha, como un niño inquieto parado al lado del maestro.

A la hora de la siesta, la señora de Villa y yo nos sentamos juntas en la sala. Ella estaba tejiendo en un trozo de delgada seda rosa. ¿Qué está haciendo, señora? Me miró intranquilamente: “Una toallita”. Ella se ruborizó. Hablamos de otras cosas. El problema de la servidumbre. Era difícil conseguir buena ayuda en una hacienda. Tenía dos mujeres en la cocina y dos hombres que no hacían nada más que moler, a mano de metate, todo el maíz para tortillas, trigo para pan, y un hombre para servir la mesa, pero ni la comida ni el servicio de la misma eran como ella lo quería. Y dos chicas para encargarse de las habitaciones. Pero ella, por sí misma, debe ocuparse constantemente de todo. No se podía confiar sólo en ellos, para mantener todo limpio.

Hablamos del jefe.

Él parece muy triste, dije, demasiado triste. “¿Cómo puede ser de otra manera señorita, cuando tanto se ha sufrido?” A veces me cuenta un poco de lo que ha soportado, y sólo el relato es más de lo que puedo soportar. Agustín entró resplandeciente de emoción. “Vamos a tener el concurso de tiro, ¡aquí está el rifle! Finalmente nos vamos Agustín y yo, los concursantes; Villa, la señora, don Eduardo y toda una galería de villistas. El blanco era una botella colocada sobre un tocón a 25 metros. Levanté el rifle: “Un momento señorita, [dijo Agustín] ¿no quiere apoyar el rifle en el árbol?” No, respondí. El muchachito se veía muy infeliz; entonces, después de un momento. “Pero, señorita, es necesario que yo apoye el rifle en el árbol, porque de otra manera no puedo sostenerlo, pesa demasiado.”

Está bien. Descánsalo, Agustín, porque eres pequeño, pero yo tiraré así porque soy grande. Pero no se consolaba. “Por favor, señorita, hágame el favor de apoyarlo en el árbol, y yo también para que estemos iguales en la competencia.” ¿Es una vergüenza –me pregunto–, que una mujer madura sea superada por un niño de nueve años, cuando ese niño resulta ser el primogénito de Francisco Villa? – ¿No nos contará sobre las duras tareas que tuvo que realizar en sus diez años de revolución, mi general?

-Ah, señorita, un hombre no habla de esas cosas.

-Bueno, ¿no me dirá por qué combatió por diez años? ¿Cómo se siente usted por la muerte de Carranza?

Su rostro se oscureció. “¡Una mancha bárbara!, una mancha horrible que mancillará para siempre la historia de mi pobre país.” Otra vez medita, luego: de nuevo esa reflexión.

“Bueno, él está muerto. Y la patria necesita paz. Así que dejé de luchar. Cuando pensé que era mejor para mi gente, no dejé de luchar, y cuando pensé que era lo mejor para mi gente, dejé de pelear.”

– ¿Nunca herido?

-Oh, sí, por supuesto. Tengo una bala aquí, y aquí, y aquí, y aquí. Y en esta pierna, no tan afortunada, tres. Y la última vez en tres lugares diferentes. Cuando lleguemos a la casa le mostraré por qué nunca podré volver a caminar bien otra vez y por qué tengo un dolor sin fin.

– ¿Eso fue cuando vinieron los americanos?

-Sí.

– ¿Podría decirme acerca de su larga estancia en una cueva? He oído hablar de eso.

-No hay mucho qué contar, señorita. Después de la batalla de [Guerrero], donde fui herido, mi pierna, como le dije, rota en tres pedazos, desbandé lo que quedaba de mis fuerzas, para que pudieran escapar sin mi carga. Y con sólo dos hombres, ambos mis primos hermanos, corrí a las colinas más altas a una cueva secreta que conocía. Llegamos justo a tiempo para escondernos, pero sin un momento para conseguir comida. Sólo teníamos con nosotros tres kilos de arroz y kilo y medio de azúcar. Y así estuvimos 33 días, señorita. ¡33 días! ¡Sin comer más que tres kilos de arroz y kilo y medio de azúcar entre tres hombres! Afortunadamente había agua en la cueva, y el agua es lo más esencial. Ahí estábamos mientras nos perseguían 16 000 carrancistas y 12 000 estadunidenses. Durante varios días de la primera semana los escuchamos sacudir la maleza a nuestro alrededor, pero la naturaleza había arreglado tan hábilmente nuestro escondite que nunca –a menos que lo supieran– podrían sospechar de una cueva. Durante la segunda semana sentí que iba a morir e hice jurar a mis primos que harían un gran fuego con madera dura y me quemarían hasta no quedar ni un trozo de hueso. Mi único y gran temor, era que mi cadáver pudiera ser llevado a un país extranjero.

Habíamos llegado a la casa. “Si miran la pierna, amigo, y usted señorita, díganme si creen que alguna vez dejará de doler.” De nuevo esa confianza infantil en nuestros escasos conocimientos. Como un niño pequeño, se levantó la pernera de su pantalón de pana y los calzones de algodón blanco, y miramos las tres feas cicatrices irregulares, y ambos coincidimos, en algo de lo que no sabemos nada, en que con el tiempo dejaría de doler. Luego, después de un momento:

-Ha sido maravilloso, mi general, escuchar sobre la cueva. Su última cabalgata de Chihuahua a Múzquiz [Coahuila], debe de haber sido difícil de soportar.

-La resistencia fue de mis hombres, y lo soportaron por mi orgullo. Por eso cabalgaron 180 leguas cruzando lo que usted llama desierto, 50 leguas sin agua, algunos de ellos perdieron la razón. Estos hombres que ve aquí, por todos lados, hicieron el viaje conmigo.

Una vez más, la hora de cenar. En la noche, el jefe pidió una taza de chocolate para hacernos compañía. Se la trajeron con una mosca dentro. “¡Tira eso!” Pronto le trajeron otra taza. “¡Tira esa también! ¡Tíralo todo! ¿Crees que podemos tomar de él después de tal cosa?”

La señora se angustió. Él se volvió amablemente hacia ella. “No llores, linda, no es tu culpa. Las mujeres son demasiado descuidadas en la cocina. Y ahora que te sientes mejor he de darte una sorpresa. He contratado un hombre para cocinar. Llega mañana, es muy buen cocinero y, sobre todo, muy fino y limpio. Quedarás complacida, linda.”

De nuevo la hora de la tarde en el patio. Otra vez las estrellas tan cerca, el silencio extendiéndose lejos. Desde una puerta lejana un cuadro de luz amarilla yace sobre la oscuridad. Más allá, un ligero fuego rojo muestra tenuemente el rostro de una mujer india, inclinada. Cerca de nosotros los niños, tomados de las manos, cantan suavemente con sus lindas voces. Agustín soltó de pronto las manos de los otros y se acercó a su padre. “Ya no me importa jugar más, papacito.” “Está bien. ¿Qué quieres hacer?” “Deseo dar una vuelta solo en la noche.” “Está bien, ve a dar un paseo en la noche, hijito.” Agustín se adentró en la oscuridad. Sin él, los otros niños perdieron interés en el juego y llegaron a colgarse de las rodillas de la señora, mirándonos con timidez. “Mi hijo es como yo”, dijo el jefe, “le gusta andar solo en la noche.”

Otro sueño en la gran cama de latón. Me pareció que apenas había cerrado los ojos cuando el jefe, sosteniendo una lámpara encendida en alto, se paró en la puerta. “Señorita, disculpe, pero ya es hora”. Tres en punto de la mañana. Hora de levantarse y moverse rápido para alcanzar el tren de las siete en Rosario.

La voz de Villa.

-Mi señora se está levantando para despedirse de usted, pero aún no está lista. Y los sirvientes no están antes de las cuatro. Con su permiso, señorita. Salió suavemente con sus sandalias, cojeando como siempre.

-Adiós, don Francisco, adiós mi general.

-Adiós, señorita, adiós amigo. Recuerde siempre que aquí tiene su casa. ¡Hasta pronto, hasta luego, adiós!

Adiós Canutillo; adieu, Villa.

Sí, creo en Francisco Villa, en la sinceridad de sus sentimientos por su país y por su gente, los pobres, los ignorantes, los desvalidos de México. La historia de su país no ofrece paralelo a su carrera. Hombres ignorantes llegados al poder ha habido muchos. Revolucionarios, muchos, generales, muchos. Pero nunca ha habido uno de estos dispuesto a deponer las armas por el bien de todos, y retirarse en paz a una vida sin gloria, de trabajo duro. San Antonio, la frontera, son semillero de “patriotas” descontentos que se involucran en una especie de complot contra los actuales vencedores. En La Habana, París, Madrid, Nueva York, otros de flaco patriotismo con abultadas carteras, dilapidan las ganancias del antiguo poder. Villa sólo se queda con su tierra. ¡Y la trabaja!

Y, en lo personal, siento que su talento se está desperdiciando. Siento que a pesar de su ignorancia tiene grandes dones, dones extraordinarios que llegan a la genialidad: para la organización, para el orden, para el mando. Esto y un instinto supremo para manejar hombres comunes. Confidencialmente, yo por mi parte, no conozco a ningún hombre a cuya integridad y poder confiaría mi dinero o mi vida.

¡Viva Villa!

Traducción de Guadalupe Villa G.

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Sophie Treadwell: una escritora feminista


Sophie Treadwell nació en Stockton, California, en 1885. Estudió letras francesas en la Universidad de Berkeley y fue allí donde inició sus primeros pasos en la dramaturgia y el periodismo escolar. Al concluir sus estudios se trasladó a Los Ángeles donde, por un breve periodo, trabajó como cantante en un teatro de variedades, despertando su interés por estudiar actuación. Se casó en 1910 con William O. Mcgeehan, con quien habría de tener un matrimonio de “independencia mutua y aceptación de intereses diferentes”. Es probable que el viaje de Treadwell a Durango en ese año tuviera como finalidad presentar a su esposo con su familia paterna, que era mexicana.

Gracias al diario de Caroline Böse, una alemana afincada en la entidad, contamos con el registro de las actividades que Sophie llevó a cabo en México. En abril de 1911 se encontraba en la capital del estado. Durante la Pascua de Resurrección impartió en la iglesia americana catecismo en español. En ese espíritu de Pascua llegaron informes sobre el movimiento revolucionario en el sentido de que la entidad estaba en manos de los rebeldes y que “Durango caería en unos pocos días”.

La labor de Sophie en la escuela americana Instituto McDonnell fue de colaboración para fortificar el edificio y albergar a las familias extranjeras, haciendo acopio de víveres, entre otras cosas. La toma de Durango fue inevitable y le tocó presenciarla. En palabras de Caroline Böse, 1911 fue “un año malo y lleno de preocupaciones”.

No sabemos cuándo volvió Treadwell a Estados Unidos, pero decidió establecerse en Nueva York. Acreditada por el Departamento de Estado, viajó a Francia para cubrir la primera guerra mundial, sin embargo, no tuvo acceso al frente y optó por escribir acerca de los efectos que el conflicto armado estaba teniendo en las mujeres.

De regreso a Nueva York fue contratada por el periódico New York Tribune, donde se especializó en temas sobre las relaciones México-Estados Unidos.

En tan solo cinco años (1915-1920) de incansable labor política en la lucha por el voto femenino al lado de la Liga Sufragista Lucy Stone, como profesional en el periodismo y el teatro, logró notoriedad y éxito. Se dice que fue la primera dramaturga estadunidense en conseguir el pago de regalías. Treadwell destacó por haber sido una escritora cuyos intereses estaban encaminados a producir obras comerciales en Broadway. Tal fue el caso de Gringo, estrenada en diciembre de 1922, drama en tres actos que se desarrolla en un campamento minero en México, “cargado de temas de violencia, romance interracial, familia y asuntos intelectuales”. El guion está basado en la entrevista realizada a Pancho Villa en Canutillo, Durango.

En 1920 Sophie cubrió el final de la revolución mexicana, escribió un artículo de primera plana sobre la huida de Venustiano Carranza, y, posteriormente, sobre su asesinato. Ese año entrevistó a Álvaro Obregón y, en 1921, gracias a sus contactos en México, fue la única periodista extranjera a la que se le permitió entrevistar a Villa. Su trabajo periodístico producido en dos días de convivencia en la hacienda de Canutillo, incrementaron su notoriedad y, como se ha dicho, el material recopilado sirvió de base para escribir su primera obra estrenada en Broadway, y la última novela que produjo: Lucita.

En la hacienda, Sophie Treadwell estuvo acompañada por Eduardo John Wedemeyer, amigo “de confianza” de Villa, quien hizo posible la deseada entrevista, publicada el 28 de agosto de 1921.

1 comentario

Hoy terminé de leer la serie “PANCHO VILLA”” La cual se transmitió vía STAR+.Fabulosa de principio a fin. Y concluyó buscando información Aserca de SOFIA TREADWELL. Me maravillo de la fidelidad de su escrito , cómo es apegado totalmente al guión de la serie televisiva. felicidades por recolectar todos estos escrito que nos llevan a conocer más a nuestros héroes nacionales. ojalá y pueda volver a encontrar algo similar. Soy un apasionado de la lectura y Don Manuel Payno es mi ídolo. El Fistoll del Diablo es mi libro de cabecera. Y espero releer BAJO EL ESTIGMA DEL QUINTO SOL. en una mejor edición. Gracias por recibirme.

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