El retrato heroico de Vicente Guerrero

El retrato heroico de Vicente Guerrero

Mariela Benítez Ortega
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 58.

Con seis retratos de los héroes arraigados en el imaginario mexicano, Maximiliano de Habsburgo intentó dotar de legitimidad su frágil autoridad. Los lienzos al óleo de Hidalgo, Morelos, Allende, Matamoros, Guerrero e Iturbide fueron colgados en el Salón de Embajadores del Palacio Nacional. El caso de Vicente Guerrero tiene una relevancia particular.

Ramón Sagredo, Vicente Guerrero, óleo sobre tela, ca. 1866. Presidencia de la República, Conservaduría de Palacio Nacional.

A su llegada a México, Maximiliano de Habsburgo encomendó a los alumnos de la entonces Academia Imperial de San Carlos realizar los retratos de los principales caudillos de la guerra de Independencia. Así, entre 1865 y 1866 se creó la Galería Iturbide, conformada por seis lienzos al óleo, que integró en un discurso único las efigies de Miguel Hidalgo, José María Morelos, Ignacio Allende, Mariano Matamoros, Vicente Guerrero y Agustín de Iturbide. Bajo la dirección del pintor Santiago Rebull, los artistas encargados de elaborarlas fueron Petronilo Monroy, José María Obregón, Ramón Pérez, Joaquín Ramírez y Ramón Sagredo. En 1866, el conjunto se instaló en los muros del Salón de Embajadores del Palacio Nacional, sede del gobierno imperial, que se nombró, para la ocasión, Galería Salón de Iturbide.

Los cuadros son de tamaño mayor que el natural, de entre 240 cm de alto y 160 cm de ancho, y muestran una imagen idealizada de los caudillos sin perder el realismo. La composición es semejante en todos ellos: el héroe es la figura protagonista y se sitúa en la parte central. Hidalgo y Morelos se encuentran en el interior de su estudio, Iturbide en un ambiente palaciego, mientras que Allende, Matamoros y Guerrero en un espacio abierto. Los personajes poseen un punto de vista alto para representar su propia superioridad moral y contribuir a dar una sensación de grandeza, por lo que resulta clara la intención de exaltar las virtudes que cada uno encarnó. Por último, aparecen en el instante culminante de su carrera como héroes, en la fase más reveladora de su trayectoria histórica. En consecuencia, sus actitudes, poses y el entorno que los rodea hablan de su actuación en la lucha.

Al tratarse de una producción pictórica desarrollada desde los círculos del poder, las ideas políticas del imperio influyeron en el trabajo de los artistas de la Academia, de suerte que la narrativa visual de la serie no estuvo exenta de una finalidad precisa, descubriéndose en ella las aspiraciones de Maximiliano, interesado en legitimar su papel como emperador y heredero de la independencia. Por esta razón, se asignó a cada prócer un lugar fundamental: a Hidalgo se le reconoció como el “padre de la independencia”; Allende simbolizó la fuerza militar de la revolución; Morelos fue el legislador y la inteligencia; Matamoros representó la constancia y renuncia; Guerrero la abnegación y subordinación, e Iturbide personificó el poder imperial.

Ante la fuerza invasora y extranjera que representó, Maximiliano necesitaba crear un lazo de identidad entre él y el país que gobernaba. Así, en el intento de fundar una memoria visual que vinculara el régimen vigente con el pasado nacional y justificase una monarquía establecida por armas francesas, la configuración de la serie cobró significativa importancia dentro sus proyectos artísticos: en el ejemplo patriótico de los antiguos libertadores y en la celebración de su sacrificio vio una forma de despertar en sus nuevos súbditos un sentimiento de lealtad y pertenencia hacia el segundo imperio. A través de aquellos héroes fuertemente arraigados en el imaginario mexicano, propuso una continuidad histórica entre el imperio y la independencia, con lo que pretendió dotar de legitimidad su frágil autoridad.

El programa artístico de Maximiliano sobre los protagonistas de la independencia se insertó en un amplio proceso de construcción visual que, desde la misma gesta, buscó definir la apariencia física de los héroes. A lo largo del siglo XIX, la gráfica, la pintura y la escultura formaron una tradición figurativa de los caudillos que contribuyó a difundir y popularizar sus retratos entre la población. En el imaginario nacional se fue fabricando un arquetipo de los personajes que comenzaron a identificarse con determinados rasgos, vestimenta u objetos; aunque su imagen no siempre fue igual y sus elementos variaron de acuerdo con los intereses de cada periodo. No obstante, los problemas políticos y económicos a los que se enfrentó el país durante sus primeras décadas independientes impidieron que en la pintura se desarrollaran proyectos destinados a representar en conjunto a los héroes. Esta situación se prolongó hasta la creación de la Galería Iturbide y el posterior impulso de las colecciones de próceres nacionales y locales de la época de la república restaurada y el porfiriato.

De los seis cuadros que integran la serie, se analiza a continuación solamente el retrato de Guerrero, por la relevancia que adquirió dentro del conjunto. Al tratarse del único insurgente que sobrevivió a la guerra, además de concluirla exitosamente, se planteó en el artista un proceso particular de interpretación del momento representando y la tarea de invención y composición del instante a ejecutar. El resultado fue una obra heroica acorde con los requerimientos del imperio, pero lejos de sus imágenes anteriores.

El héroe

Ramón Sagredo (1834-1873) fue uno de los alumnos más destacados de la primera generación de pintores que se educaron bajo las enseñanzas academicistas de Pelegrín Clavé; sin embargo, de su vida se tiene poca información. En los archivos de la Antigua Academia de San Carlos se menciona un premio que recibió en 1852, por lo que debió ingresar a la institución apenas unos años antes. Dos años más tarde obtuvo la pensión en el ramo de pintura para disfrutar dentro del establecimiento. Hasta 1865 su nombre aparece vinculado a la Academia, conociéndose muy poco sobre su obra, que más bien es escasa: El Santo entierro (1855), El precursor mostrando a dos apóstoles al Salvador (1856), Ismael en el desierto (1856), La ida al castillo de Emaús (1857) y La muerte de Sócrates (1858).

Anacleto Escutia, El Exmo. Sr. Gral. de División Benemérito de la Patria, D. Vicente Guerrero, óleo sobre tela, ca. 1850. Museo Nacional de las Intervenciones.

Debido a las cualidades artísticas de Sagredo y su creciente perfeccionamiento en la técnica, que hicieron que se le estimara como un artista distinguido en la Academia de San Carlos, en 1865 Santiago Rebull le encomendó la tarea de ejecutar el retrato del héroe nacional y presidente mexicano Vicente Guerrero, que Maximiliano de Habsburgo solicitó para la Galería Iturbide. En 1866, el lienzo se encontró terminado y colgado en el muro oriente del Salón de Embajadores, con las siguientes medidas: 244 cm de alto por 159 cm de ancho. Aunque no se conoce algún programa iconográfico específico sobre su ubicación dentro del recinto en tiempos del imperio, por la posición del personaje, puede suponerse que estuvo al extremo izquierdo del conjunto, pues su mirada y actitud se dirigen hacia la derecha.

En este retrato, Sagredo representó a Guerrero de cuerpo completo, de pie y en una composición que está claramente dominada por su figura. El héroe se encuentra en un exterior que parece situarlo en la cima de las montañas donde combatió, pues a lo lejos se observan algunas serranías y un paisaje difuso. La zona elevada, en la cual se detiene, dota a la imagen de un punto de vista alto y le confiere un tono heroico, en tanto que el traje de general mexicano y la larga levita le conceden elegancia. Detrás del personaje, la gran roca sobre la que descansa su sombrero de ala ancha, su espada y un documento otorgan solidez a su figura. A la derecha, dos miembros de su ejército, acabados en una técnica más libre, parecen esperarlo. Todos estos elementos constituyeron la imagen visual de uno de los caudillos más relevantes de la gesta de independencia, cuya acertada interpretación e idealización, en su semblante físico como en el momento representado, hicieron de esta pintura el modelo iconográfico para las subsecuentes efigies del prócer.

A diferencia de lo que ocurrió con Miguel Hidalgo, Ignacio Allende o Mariano Matamoros, de Guerrero se realizaron diversas representaciones visuales tomadas en vida. Su destacado papel en la consumación de la independencia y en la política nacional como segundo presidente de la república y miembro activo de la logia masónica yorkina, lo convirtieron en uno de los caudillos más retratados. Por ello, la certeza de su apariencia física quedó de manifiesto desde sus imágenes iniciales, que acentuaron unos rasgos marcadamente mulatos. Las primeras efigies del héroe de las que se tiene noticia son dos bustos en cera que realizó José Francisco Rodríguez en la década de 1820. Se trata de pequeñas figuras enmarcadas dentro de un óvalo, que recogieron del natural el perfil del personaje, con su uniforme de general, nariz grande y cabello rizado. La relevancia del prócer en la política decimonónica también se refleja en el importante número de lienzos al óleo que se resguardan de él. En la actualidad, el Museo Nacional de Historia conserva cinco representaciones del siglo XIX. Entre ellas se distingue, por su composición, el cuadro de Anacleto Escutia, ejecutado en 1850. En la imagen, Guerrero aparece de medio cuerpo, con traje de militar, el brazo descansando en un cañón de bronce y, detrás de él, la bandera mexicana. Las facciones recuerdan a las ceras de Rodríguez, aunque se han modificado y estilizado.

Hacia 1865 Sagredo contó con un amplio repertorio de referencias sobre la imagen visual de Guerrero. A pesar de ello, la representación académica del caudillo contrastó con las que se habían realizado durante la primera mitad del siglo, pues el pintor no sólo encarnó al guerrillero de tez morena y pelo ensortijado que combatió en las montañas del sur, sino a un elegante personaje digno de ser fundador del imperio de Maximiliano que, además, debía ser un ejemplo por imitar por las virtudes bélicas y por los valores de abnegación y subordinación que se le atribuyeron en la época. Como toda obra academicista, esta se caracterizó por una composición equilibrada y bien proporcionada. No obstante, la impresión que produce el lienzo es que no se concluyó, ya que el fondo está esbozado en pinceladas más gruesas y rápidas (acaso el autor determinó de modo intencional un fondo difuso, con el objetivo de acentuar la silueta del protagonista). En relación con la iluminación, se trata de la luz de un atardecer que entra en el cuadro por el margen superior izquierdo, incidiendo en tres puntos fundamentales: el rostro del héroe, la mano apoyada en la cintura y el pliego sobre la roca. Los colores sepias del fondo, que forman un paisaje casi liso, otorgan nitidez a su figura, mientras que los negros y rojos de su vestimenta le conceden un aspecto natural.

Respecto a las características faciales del héroe, la nariz aguileña y el rostro regordete de sus primeras imágenes se han suavizado, por lo que su fisonomía, origen mulato y sangre negra, aquí son menos evidentes. La piel se ha aclarado y el cabello, más que ensortijado es rebelde, aunque conserva las grandes patillas en la cara y los labios carnosos. Durante el siglo xix se realizó un constante esfuerzo por “blanquear” la figura del caudillo, pues la presencia de la población de ascendencia africana fue incómoda para la elite mexicana que insistió en la homogeneidad cultural. Además, existió un desacuerdo acerca de su procedencia étnica y, si para algunos fue mestizo, para otros, en cambio, era indígena o mulato. Por ello, para hacerlo lo más parecido al resto de los políticos de la época se debía dejar a un lado el origen racial de Guerrero y ensalzar su papel como militar, pero no como uno más de los insurgentes que en las montañas del sur lucharon por la independencia, sino como militar de academia, elegantemente vestido. Por esta razón, lleva el uniforme de general de división, de chaqueta oscura con solapa en rojo y bordados dorados, pantalón negro y botas de campaña; mientras que la levita larga estiliza todavía más su figura alta y esbelta.

Finalmente, la zona elevada en la que se halla el prócer concede altitud a la escena, evocando las serranías en las que sostuvo la rebelión insurgente a partir de 1815, tras la aprehensión y ejecución de José María Morelos y hasta 1821, cuando se unió al plan independista de Agustín de Iturbide. Como referencia a sus combates militares en favor de la libertad nacional, Sagredo representó a dos soldados, miembros de su ejército. Sin embargo, no parece estar preparado para la acción. Por el contrario, el pintor prefirió plasmarlo en una pose elegante y con el sable reposando en una piedra a sus espaldas, quizá en señal de abnegación y subordinación, pues Guerrero había sacrificado su autoridad y renombre por la causa nacional, sometiéndose al mando de Iturbide, en un acto memorable de generosidad patriótica. El documento es, por lo tanto, una sugerencia a la unión política del caudillo insurgente con el movimiento independentista del antiguo jefe realista.

Abnegación y subordinación

Como modelos de virtudes, los héroes demandan veneración y respeto y, para ello, requieren ser narrados textual y visualmente. De manera visual, reclaman una fisonomía y un rostro único y reconocible que vincule sus ideas con una imagen concreta de sí mismos. Así, al lado de sus hazañas y acciones más sobresalientes, se va creando una iconografía particular. Además, distinguidos por su inteligencia, lealtad o patriotismo, se les concede una naturaleza ejemplar y una dimensión extraordinaria, idealizando sus cualidades y gestas. Por este motivo, en 1865, Ramón Sagredo dejó de lado la complicada e incómoda actuación que supuso para las elites mexicanas el papel de Vicente Guerrero en la política nacional posterior a 1821 y, en cambio, reafirmó su importancia en la consumación de la independencia. Su presencia en la serie simbolizó entonces la abnegación, subordinación y sacrificio, pues su adhesión al plan iturbidista fue considerado un acto lleno de desprendimiento y nobleza. Al adjudicarle estas virtudes, su imagen debía coincidir con una vida ejemplar, de suerte que sus defectos y limitaciones no tuvieron lugar en su representación, que se encontró exenta de aquellas referencias a sus errores, derrotas o a las disputas por el poder en las que participó.

La mirada profunda y concentrada del personaje se dirige hacia la derecha del espectador, como si se encontrara meditando después de haber estado observando a lo lejos a través del catalejo que sostiene en su mano izquierda, configurando así el momento más significativo en su vida. Por medio de esta acción, el pintor también enalteció su sagacidad y valor militar, méritos que lo reconocieron como uno de los jefes más destacados de la guerra, simbolizando su actuación como el héroe leal y atrevido que recogió la causa de la insurgencia a la muerte de José María Morelos y la mantuvo por largos años en los territorios sureños del virreinato, sobreviviendo a ella para convertirse luego en presidente de la nación. Es, en consecuencia, la fuerza constante y tenaz de la Galería Iturbide.

En esta interpretación, Sagredo otorgó a la representación de Guerrero una elegancia natural y le confirió un aire romántico y un carácter innegablemente heroico y de determinación hacia el movimiento, respondiendo a los intereses de Maximiliano de Habsburgo, quien consideró su participación en la consumación de la independencia y su alianza con Agustín de Iturbide el estandarte de reconciliación y concordia que tanto procuró establecer en su gobierno mexicano. El emperador se vio a sí mismo como su heredero legítimo en valor, constancia y sacrificio, razón por la que buscó transmitir a la posteridad los hechos e imágenes de uno de los caudillos populares más notables de la insurgencia. Además, al tratarse de un héroe popular, en su persona podría identificarse una gran parte de los súbditos del régimen. Por ello, su papel dentro de la Galería Iturbide tendría que destacar como un ejemplo a seguir por su audacia y profunda sagacidad bélicas; pero, en particular, como un modelo de inalterable decisión y completa abnegación.

En conclusión, la imagen construida por Sagredo es un ejemplo de la idealización del personaje, cuya configuración tuvo una relevancia significativa dentro de los proyectos artísticos del segundo imperio, condicionando su encargo a uno de los pintores más prestigiados del momento y, desde luego, su colocación en la sede del gobierno imperial. E incluso, hoy en día, permanece en el mismo sitio, junto a los retratos de los presidentes de la nación. La pintura de Guerrero es, por lo tanto, una obra sobresaliente del arte heroico de finales del siglo XIX en México y un ejemplo de la capacidad de la historia para legitimar el presente y del uso de las imágenes al servicio del poder.

PARA SABER MÁS

  • Acevedo, Esther, “El legado artístico de un imperio efímero. Maximiliano en México, 1864-1867”, Testimonios artísticos de un episodio fugaz (1864-1867), México, Instituto Nacional de Bellas Artes, Museo Nacional de Arte, 1995, pp. 33-193.
  • Hernández Jaimes, Jesús, “Guerrero, Vicente”, en Alfredo Ávila et al., Diccionario de la independencia de México, México, unam, 2010, pp. 62-65, en https://cutt.ly/kCoRqAD.
  • Rodríguez Moya, Inmaculada, El retrato en México: 1781-1867. Héroes, ciudadanos y emperadores para una nación, España, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Universidad de Sevilla, Diputación de Sevilla, 2006. Toro, Alfonso, “Breves apuntes sobre iconografía de algunos héroes de la independencia”, Anales del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, 1913, en https://cutt.ly/RCoRubi.

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