Fatalidad

Iván López Gallo

Instituto Mora

Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 58.

En una calle dos hombres se trenzan a golpes y bastonazos. Uno quiere justicia por el pasado siniestro del otro. Obediencia jerárquica alega. La impunidad no reconoce rostros.

En otras circunstancias sería divertido ver golpearse en la calle a dos ancianos bien vestidos. O más bien, ver que uno de ellos insulta y tunde al otro a bastonazos con todas sus fuerzas, mientras el agredido, pequeño y delgado, trata de cubrirse como Dios le da a entender.

–¡Carnicero infeliz! –grita el agresor–, ¡te voy a matar!

Y el otro no sabe si correr, arrebatarle el bastón o proteger su cabeza, pues entiende que un golpe contundente podría enviarlo al suelo y dejarlo a merced de su atacante.

–¡Desgraciado! –grita de nuevo el energúmeno, mientras la chusma reunida en torno al inesperado espectáculo sonríe y cuchichea.

–A ver señores… ¡párenle!, ¡ya estuvo bien de perturbar el orden! –ordena el gendarme que se abre paso entre la gente y se interpone entre los dos–. ¡Vamos a la estación!

–Deme el bastón –le ordena otro uniformado al violento y, creyéndose a salvo, el golpeado baja las manos.

Craso error, pues ve el nuevo golpe cuando es demasiado tarde. Va bien colocado y lleva mucha fuerza, por lo que lo tira al suelo y le tumba dos dientes ante la algarabía de los pelados que están a su alrededor.

–¡Imbécil! –exclama un bizco medio zambo, levantándolo del suelo, no te distraigas, que te va a matar.

–¡Entrégueme ese bastón! –vuelve a ordenar el policía.

–No puedo, oficial –responde el agresor con calma–, lo necesito para caminar.

–Bueno, pero no haga tonterías –accede el gendarme.

–Sí, señor, no las haré…

Pero al terminar la frase lanza un nuevo bastonazo que pega en el oído izquierdo de su rival. No es un golpe contundente y por eso no lo mata, pero de nuevo lo manda al piso.

Es vergonzoso. Al levantarse por segunda ocasión, descubre el desprecio de la plebe. A pesar de su ropa fina, su reloj caro y su bien cortada barba, los parroquianos lo miran como si fuera un leproso, como si no valiera nada.

–Bueno, ya, ¡se acabó el espectáculo! –grita el jefe de los policías tomando de un brazo al hombre del bastón, pero este se suelta y le entrega el arma.

–No tienen que ayudarme –le dice–, pues puedo andar bien.

–Entonces camine… a ver, Maclovio, ¡traite al flaquito!

Y el susodicho obedece, ayudando a caminar al vapuleado sujeto.

–¡Pinche don!, le rompieron su madre bien y bonito –dice un pelado muerto de risa.

–Por pendejo –menciona otro–, ves que ni metió las manos.

–Seguro ni sabe –interviene uno más–. Parece rata de biblioteca.

–¡Pelele!

–¡Débil!

–¡Maricón!

Son palabras que los gendarmes y sus detenidos escuchan al pasar entre la gente y aumentan la mortificación del golpeado.

Sí, podría ser divertido… en otras circunstancias, pues yo soy ese anciano: el pelele, el débil, el estúpido, según los desarrapados que vieron la humillación de uno de los militares más importantes que ha tenido este país.

—Soy el general de división Leonardo Márquez Araujo –le digo con voz fuerte al insignificante empleado que nos observa detrás del mostrador en la comandancia de policía.

–¿Ocupación? –me pregunta.

–Estoy retirado.

–Bueno… siéntese ahí, que yo le hablo.

–¿Cómo?

–Que se siente ahí y que yo lo llamo… ¿qué, la tunda lo dejó tonto? –me contesta despóticamente para luego dirigirse a mi agresor–. A ver señor, venga usted acá… ¿Cómo dijo que se llama?

–Juan Antonio Mateos Lozada.

–¿Ocupación?

–Novelista, poeta y periodista.

–¿No escribió usted El Cerro de las Campanas y El libro rojo?

–Bueno, señor secretario…

–Juez –lo interrumpe–, soy el señor juez.

–Señor juez, perdón –corrige Mateos–. El Cerro de las Campanas lo escribí yo, pero en El libro Rojo trabajé con el general Vicente Riva Palacio, Manuel Payno y Rafael Martínez de la Torre. Digamos que este último lo escribimos los cuatro.

–Pues son muy buenos libros –exclama el burócrata con admiración–. Estoy muy honrado por tenerlo en mi juzgado.

–Gracias, señor juez –responde Mateos–. No puedo decir que me siento feliz por estar aquí, pero gusto en conocerlo.

–El gusto es mío –dice el empleaducho–. ¿Me firmaría un libro? En la oficina tengo El Cerro de las Campanas.

–Desde luego, cuando usted quiera.

–¿De una vez?

–Si lo desea.

–¿En serio?

–Sí.

Y sin el menor respeto por mi tiempo, el chupatintas dice “ahorita vuelvo” y nos deja esperando en lo que va por el libro de marras.

–¿Para quién es? –le pregunta Mateos con el libro en las manos.

–¿Le puede poner: “Para mi estimado amigo Arnulfo Pantaleón”?, servidor suyo y de Dios, nuestro señor.

–Claro –responde Mateos firmando el ejemplar.

–¿Nos van a tomar algún tipo de declaración? –pregunto, pues me duele la cabeza y parecen haber olvidado por qué estamos aquí.

–¡Guarde silencio y siéntese! –me ordena el juez molesto y con toda la energía que no puso con Mateos–, ¡usted no va a decirme cómo hacer mi trabajo!

–Es que…

–¡Cállese o lo encierro! –grita.

Así que no me queda más remedio que obedecerlo.

–Sargento, ¿por qué trajo al señor Mateos? –pregunta al fin.

–Estaba golpeando al viejito de acá –le contesta apuntándome con el dedo un gendarme moreno y con la cara picada por las viruelas.

–¿Eso por qué, don Juan?, ¿puedo decirle don Juan o prefiere don Juan Antonio?

–Está bien, como usted quiera. Le pegué porque es un desgraciado y un asesino miserable que no pagó por sus crímenes.

–¿Este viejo insignificante? –pregunta el tipejo como si yo no estuviera presente.

–¡Óigame usted! –me quejo indignado.

–¡Que se calle! –vuelve a gritar–. O verá que yo…

–Sí, señor –lo interrumpe Mateos–. Así como lo ve, este hombre despreciable asesinó a mi hermano a sangre fría.

–Yo no hice sino… –trato de defenderme, pero el empleado vuelve a callarme.

–¡Si no se calla se va a arrepentir! –me amenaza con una mirada de odio–. Siga por favor, don Juan.

–Ha dicho por años que se lo ordenaron, pero sabemos que no fue así.

–¿Qué sucedió? –le pregunta el juez–, ¿puede contarnos?

–Sí. Entre el 10 y el 11 de abril de 1859, durante la guerra de Reforma, derrotó a las tropas constitucionalistas de Santos Degollado en Tacubaya y tomó varios prisioneros, algunos heridos. Miramón le ordenó fusilar a los oficiales, pero este animal mató también a los heridos, sin importarle si podían o no sostenerse en pie. Luego hizo lo mismo con los médicos que los atendían, sin importarle tampoco que curaban a los heridos de los dos bandos. Y también fusiló a dos estudiantes de medicina. Uno de ellos, el poeta Juan Díaz Covarrubias, no murió de inmediato y lo aventaron sobre un montón de cadáveres, donde lo remataron a culatazos. Como si no fuera suficiente, asesinó a mi hermano Manuel, que tenía 24 años y acababa de recibirse como abogado, además de a varios civiles cuyo único crimen fue pasar por ahí cuando este infeliz saciaba su sed de sangre. ¡Truncó 53 vidas en Tacubaya!

–Yo sólo seguí las órdenes de Miramón –dije en voz baja.

–Claro –me espeta Mateos–. Siempre otros tienen la culpa. Usted es una inocente paloma perseguida por la fatalidad.

–Tristemente así es.

–Claro, la fatalidad lo hizo asesinar en Tacubaya a un chico de 15 y a otro de 17 años, que venían a estudiar y nada tenían que ver con la guerra. Y también a un herrero alemán y dos italianos…

–Sí –lo interrumpo convencido–, fue una desgracia que mis hombres confundieran sus órdenes y esas personas estuvieran en el lugar y momento equivocados.

–Seguro, y según usted el asesinato de mi hermano es parte de lo mismo.

–Por desgracia.

–Y supongo que la fatalidad tuvo que ver también con dejar amontonados sus cuerpos en el lugar de la ejecución, con órdenes de no permitir que los enterraran. Y fue también culpa de la fatalidad que dos días después los amontonaran en varias carretas y los tirasen en una barranca, donde los dejaron pudrirse a la intexemperie.

–Ya dije que mis hombres se confundieron.

–Claro, como en el asesinato de Melchor Ocampo.

–Ocampo firmó un tratado con McLane que prácticamente entregaba Tehuantepec a Estados Unidos –explico–. Eso es traición a la patria, por lo que le ordené a Cajica que fuera por él a su hacienda. Pensaba juzgarlo, pero mandé ejecutar a otro prisionero y mis hombres se equivocaron, matándolo en su lugar.

–¿Por un error lo fusilaron y lo colgaron de un árbol?

–Sí, no tengo la culpa de que se extralimitaran. Ya sólo falta que quiera culparme por lo de Degollado.

–No, él murió porque sus hombres lo traicionaron. Pero tiene usted toda la responsabilidad en la muerte del general Leandro Valle.

–Lo cogimos con las armas en las manos y le dimos lo que merecía.

–Igual que a Ocampo…

–¿Cómo?

–Me refiero a que lo fusilaron y lo colgaron, como a Ocampo. Aunque antes lo dejaron en calzones.

–Bueno, yo ordené poner su cuerpo en un lugar público para escarmentar a los traidores, pero mis soldados abusaron al desnudarlo.

–Entiendo –me dice Mateos–. ¿Y también fue culpa de sus hombres la ejecución del asistente de Valle, el francés Aquiles Collin, quien se presentó ante usted para preguntar por la suerte de su jefe?

–Sí. Yo dije: “Quítenlo de mi vista, no quiero volver a verlo” y ellos pensaron que tenían que matarlo.

–Mire usted, ¡qué casualidad! –suelta el juez.

–Le digo que la fatalidad me persigue –respondo convencido.

–Estoy siendo irónico –aclara–. Seguro la fatalidad tenía también uñas muy largas.

–Si está insinuando que tomé dinero para enriquecerme, se equivoca usted. Sólo agarré lo necesario para mantener mis tropas.

–¿Y lo que se robó cerca de Guadalajara?

–Quedó aclarado en el proceso que me siguieron.

–Juicio que nunca falló a su favor.

–¿Y entonces por qué quedé libre? –pregunto molesto.

—No porque fuera inocente –me dice el antipático de Mateos–. Lo suspendieron para que volviera a pelear porque los conservadores no las tenían todas consigo… pero nunca lo absolvieron.

–Clara prueba de que todo fue un montaje.

–¿Montaje? –pregunta el juez–. ¿Montaje de quién?

–De Miramón. Se sentía amenazado y buscó hacerme a un lado.

–¿Amenazado?

–Sí, por mi carisma entre la tropa –respondo harto de tanta pregunta.

–Y también va a decirnos –vuelve a la carga el juez–, que usted nada tuvo que ver con el robo de 660 mil pesos de la legación inglesa.

–¿De qué robo habla usted?

–Del que cometió el 16 de noviembre de 1860 en la calle de Capuchinas.

–Eso fue por órdenes de Miramón.

–Vamos, Márquez –arremete de nuevo el estúpido juez–. No puede negar que al fin de la guerra de Reforma era usted un hombre rico. Incluso tras la caída del imperio, años después, se fue a vivir cómodamente al Caribe pues, a diferencia de Maximiliano, Miramón y Mejía, logró escapar y no pagar por sus crímenes.

–No iba a permitir que el indio Juárez me matara para saciar su sed de venganza.

–¿Por eso abandonó a su emperador en Querétaro? Se suponía que iría a la ciudad de México por refuerzos, pero lo dejó a su suerte.

–No. En eso volvió a intervenir la fatalidad –respondo convencido–, pues al llegar a la capital me enteré de que Díaz y sus hordas amenazaban Puebla, ciudad que no podíamos perder para el imperio, por lo que reuní a todas las fuerzas que pude y salí a enfrentarlo; pero fui derrotado y regresé a la capital para tratar de que no cayera en manos de los juaristas.

–Algo que nada tenía que ver con las órdenes de Maximiliano.

–No, pero tuve que defender la ciudad para que el emperador tuviera dónde ir al escapar de Querétaro.

–No mienta. Sabía que él estaba preso y lo ocultó todo el tiempo que pudo a los habitantes de la capital.

–Claro, no podía permitir que cundiera el desaliento –explico con seguridad–. La ciudad debía resistir para salvar al imperio.

–¡Seguro!, por eso de repente la abandonó a su suerte.

–No, me preparé para dar la vida en su defensa, pero cuando vi que el imperio estaba perdido, comprendí que mi presencia sólo alargaría el sufrimiento de los capitalinos y decidí hacerme a un lado.

–Lo que en otras palabras significa que una noche se quitó el uniforme y, sin decirle nada a nadie, se escondió varios meses en una casa para luego disfrazarse de arriero, ir a Veracruz y partir al destierro.

–No iba a dejar que la chusma se divirtiera a mis costillas. No soy un traidor o un bandido para que me cuelguen del primer árbol que encuentren, sino un soldado que defendió una causa sagrada.

–Lo mismo dijo Leandro Valle y usted lo mató por la espalda, como a un traidor.

–Fue otro error de mis hombres…

–¿Por qué miente tan cínicamente? Varios testigos afirman que usted ordenó que lo fusilaran de esa manera –me dice Mateos.

–No lo recuerdo.

–Porque no le conviene –afirma el juez, a quien si pudiera haría fusilar en este momento–. No por nada le apodaron monstruo, desalmado, sabandija, bruto, ángel de la muerte, bárbaro, leopardo y tigre de Tacubaya. ¿Me faltó alguno?

–Mis enemigos inventaron muchísimas mentiras sobre mi persona –le aclaro perdiendo la paciencia–. Y como no vine aquí a hablar del pasado, sino por la agresión de este caballero, paso a retirarme.

–No puede, debemos terminar este asunto –menciona el chupatintas dándose su taco.

–El agraviado soy yo y no levantaré cargos –digo mirando con desdén a Mateos.

–Pero está el tema de los muertos…

–Véalo con el general Díaz, pues regresé al país amnistiado por él.

–Pero… –trata de retenerme el burocratucho.

–Pero nada, señor. Con permiso.

Y salgo de la oficina con toda la dignidad que puedo reunir, aunque permanezco escuchando detrás de la puerta.

–Bueno, don Juan –suelta el juez cuando cree que me he marchado–. No pudimos hacer más, pero qué bueno que se lo tundió.

–Sí, aunque eso no hace justicia, pues merece la muerte –responde Mateos–. Un colega mío, Roberto Esteva, escribió que Márquez “ha sido doblemente traidor. Traidor a su patria y traidor a la causa imperialista. Si tuviera dos vidas, debería ser ahorcado dos veces: una por los republicanos, otra por los que reconocieron al archiduque como emperador.” Yo agregaría que debería ser ahorcado también por las familias de quienes asesinó impunemente.

–Sí, es un tipo despreciable –agrega el juez–, pero ya lo pagará.

–Ojalá. Sería irónico que quien tanto daño causó termine su vida acostado en su cama.

–Tiene razón, don Juan, esperemos que eso no suceda. Puede usted irse, que no hay cargos en su contra.

–Gracias señor, hasta luego –dice Mateos y yo aprieto el paso. No vaya a ser que, envalentonado por el apoyo del chupatintas, la emprenda de nuevo contra mí a bastonazos.

Al salir de la comisaría camino sin rumbo por la ciudad. Pienso en mi vida y me siento vacío. Sé que aunque a algunos no les guste tengo un lugar en la historia y mi futuro asegurado, pues cuento con dinero para vivir sin apuros el resto de mi existencia; pero me duele no haber formado un hogar ni tener una familia.

Me hubiera encantado que fuera con mi ayudante, el capitán Celestino Araujo, un apuesto joven que me acompañó en muchas de las aventuras que me tocó vivir y fue, sin duda, mi alma gemela.

–Ay, Celesito –suspiro–, no sabes cómo te extraño. Ojalá estuvieras aquí para ayudarme a soportar la vejez, la soledad y el desprecio de estos miserables.

Y pensando en él, como siempre, me pierdo en las calles de una ciudad que considero ajena… aunque volteando mucho hacia atrás. No vaya a ser que los familiares de otras víctimas de las equivocaciones y los abusos de mis soldados sigan el ejemplo de Mateos y se lancen contra mí, que soy sólo una pobre víctima de la fatalidad.

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