Silvia L. Cuessy
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 21.
Malhaya la tarde en que lo conociste, Nacho. Me di cuenta de inmediato. Ese instante cambió tu suerte. ¿Te acuerdas? Pues claro que te acuerdas. Incluso el todopoderoso de la nación te lo dijo: ese hombre sólo te traerá dolores de cabeza, conozco su estirpe. Pero ya era tarde para enterarte de lo que no querías saber. Cuando te topaste con él, tu línea del destino quedó trazada. No pensaste en otra cosa sino averiguar quién era, y pronto tu gente te lo dijo. Te aturdiste con su galanura y su porte bragado. Un apremio se te metió en la piel, y las ganas de conocerlo te desbordaban los poros. La idea de que fuera rebelde e indomable te avivó una extraña mirada sólo entendida por los que sabían tus secretos. TA? que entonces manipulabas la Cámara a tu antojo; tú que poseías innumerables tierras y eras dueño del destino de tantas personas, tenías que acercártele. Los caballos sirvieron de pretexto. Tú tenías los más finos del país; él era el mejor arrendador de la región.
Hoy sí piensas en Amada, ¿verdad? Estás agonizando en esa cama del Hospital Stern, Nacho, y ahora sí la llamas. Maldito. Ojalá también te acuerdes de lo mucho que la hiciste sufrir. Año tras año la dejaste sola en Navidades y aniversarios, además de los otros 355 días del año, si descontamos los ocho en que quizá la llevaste al teatro o a algún baile porque así te convenía hacerlo. Desdichada. Deambulaba por cualquiera de las casas, ya fueran las de la capital o en alguna de las haciendas. Sola en su hogar, sola en los ajenos. Sus lamentos, zumbidos molestos a tus oídos “Nacho, ya no quiero que me miren con lástima cada vez que llego sin ti a una fiesta. Nacho no soporto los cuchicheos detrás de las copas de cognac o los abanicos” Sola, porque ni un hijo le quisiste dar; ni para cubrir las apariencias o acallar las malas lenguas. Rehuías las miradas de tu esposa suplicando caricias, y el contacto de sus manos sobre las tuyas te revolvía las entrañas. Por las noches escuchaste sus pasos detenerse a la puerta de tu habitación y no abriste ni siquiera para un buenas noches. ¿Qué te costaba sacrificarte un poquito con tal de cumplirle el deseo de la maternidad? Te vas a morir pronto, Nacho, y esa mujer merecía por lo menos el consuelo de un heredero. Ella te dio fidelidad y devoción, y tú le devolviste penas y vergüenza. Ya no tendrá otra opción que cuidar sobrinos y morirse de vieja con los brazos vacíos.
Ni el azúcar producido en todas tus haciendas lograba endulzarte el carácter, bromeaba tu suegro con el resto de la familia. Fuiste siempre tan arrogante. Las fotos no mienten, en ellas pareces estatua de conquistador moderno. Un sportman de revista: mano a la cintura, bigote retorcido a manera de káiser mexicano, chaqueta de tweed, pantalón golf y boina de lana: pura moda inglesa, no hay duda. ¡Ah! Qué diferencia ¿verdad? Y ahora, mírate ahí tan vulnerable con el trasero purulento reventado por las almorranas; alrededor, enfermos que al igual que tú tienen los minutos contados; sin embargo ninguno del mismo mal, ninguno se retuerce tanto en la cama para calmar sus dolores, y ninguno tan arrepentido de sus pecados mientras suplica y llora. Espérate tantito, desgraciado, Amada no tarda, viene en camino desde México. Llevaba meses buscándote; en la capital, en Morelos, bajo las piedras. Seguro dio gracias a Dios y a los santos del cielo cuando le llegó la nota furtiva en la que le avisabas, desde Veracruz, que ya ibas rumbo a Nueva York. Ni ella misma supo cómo había sido la huida. No importa si fue mediante su ayuda o la de otros, no interesa si fue un milagro divino. Vendió las alhajas que le diste en lugar de amor después de que los rebeldes le quitaron a tu familia cuanta pertenencia tenía; esas joyas eran su esperanza de no depender de los parientes y de la supuesta herencia de su padre. Viene a firmar la autorización para que los médicos te sometan a una cirugía. Sorteó obstáculos y lágrimas en medio de tiempos convulsionados. Quiere estar a tu lado y cumplir con su deber de esposa abnegada. Pareces cadáver, quién sabe si aguantes. Por lo menos dale ese único gusto. Espérala vivo, infeliz.
Utilizabas a la gente. La movías a placer para proteger tus intereses. Para eso son el poder y el dinero, decías. Confabulaste con tus colegas diputados para acabar con el gobierno de Madero, mandaste a tu chófer a rentar un auto frente a La Alameda; un coche que llevaría al presidente y al vicepresidente a su encuentro con la traición y la muerte, junto a la penitenciaría de Lecumberri. Pensaste que acabado su gobierno, todo volvería a ser igual y los capitales, tuyos y de tu camarilla, estarían a salvo.
1 comentario
Los comentarios están cerrados.