En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 58.
Se cumple, en noviembre, el centenario de la muerte de uno de los hombres imprescindibles de la revolución mexicana: Ricardo Flores Magón. En tiempos en los que el anarquismo era perseguido, así como el socialismo y el comunismo –su muerte en una cárcel de Estados Unidos es su mejor ejemplo–, Flores Magón tuvo la valentía de llevar al extremo su ideario de libertad contra la desigualdad. Tanta radicalidad le significó la pérdida de amigos y correligionarios –de hecho, lo convirtió en un peligro en México donde también sufrió la cárcel–, pero sus ideas, enarboladas en textos y discursos, terminaron por convertirse en la razón intelectual de quienes se alzaron en armas para acabar con el régimen porfirista. Y si bien lo suyo fue agitar, como señala Guadalupe Villa, y nunca empuñar el fusil –aunque parezca una contradicción para un anarco-comunista, como él se definía–, llevó la congruencia hasta sus días finales, cuando rechazó el intento de los legisladores de entregarle un apoyo económico para paliar su reclusión en la penitenciaría de Leavenworth, Kansas. No podía traicionar su concepción del Estado, hizo saber, “esa institución creada por el capitalismo para garantizar la explotación y subyugación de las masas”.
¿Cómo se vivió el 21 de noviembre de 1922 el anunció de la muerte de Flores Magón? Les presentamos en esta efeméride de BiCentenario el retrato apasionado, fraternal y polémico del abogado potosino Antonio Díaz Soto y Gama, en su discurso ante la Cámara de Diputados al día siguiente. Allí, lo exalta como un líder intelectual por encima de Madero y Carranza, y retoma algunas frases para describir a un ideólogo rebelde, quien, como dice, “tuvo la fortuna, la dicha inmensa de jamás ser vencedor”.
En las antípodas de Flores Magón, nada más que por origen y formación, traemos de aquellos años una crónica sobre un Francisco Villa extraño, diferente al de los relatos incluso más sugerentes. Quizá único. El Villa que vive con su familia y quienes los siguieron hasta el final de la lucha revolucionaria, en la hacienda de Canutillo, Durango, donde se retiró en 1921. Es un Villa de carne y hueso, que lo mismo presta su cama a la entrevistadora, la escritora estadunidense Sophie Treadwell, se preocupa por la educación de sus hijos, habla de su amor por los gallos, asume un dolor físico permanente por las heridas de bala o que enarbola la paz tras el asesinato de Carranza y relata con timidez la última cabalgata entre Chihuahua y Múzquiz, sin alimentos ni agua para atravesar el desierto. Una lectura imprescindible para ver otro rostro de Francisco Villa.
De estos personajes de epopeya pasamos a un grupo de hombres valerosos y obstinados del siglo XIX. Reconstruimos el viaje expedicionario de Manuel de Mier y Terán quien, en noviembre de 1827, partía por órdenes del presidente Guadalupe Victoria hacia la desconocida Texas. Un viaje a caballo y a pie de más de dos meses. Del territorio prácticamente abandonado desde el virreinato, debía recoger información sobre su población, geografía, economía, pero también acercarse a los colonos angloamericanos que la poblaban, ver sus intereses y comenzar a tejer relaciones de confianza. Como se señala en el texto de Fátima Olivares, los hallazgos no presagiaban un futuro mexicano venturoso para esas tierras.
La historia a veces nos sorprende por su carácter hilarante. Sonreiríamos a gusto si no fuera que nos pusiéramos a ver el porqué de supuestos sinsentidos. Recuperamos aquí el caso de los acólitos de Antonio López de Santa Anna, que estando en el poder en 1842 –bajo su anuencia, claro–, y a propósito de las fiestas de independencia de septiembre, erigieron en el panteón de Santa Paula un mausoleo donde se guardaría la pierna perdida por el caudillo ¡cuatro años atrás! en Veracruz. A “La fiesta de la pata” –preludio de la exhibición del brazo escindido de Álvaro Obregón en 1915–, no asistió el presidente, quien dos años más tarde partiría al exilio, mientras que la pierna era exhumada y arrastrada por las calles.
Las intenciones propagandísticas como la de Santa Anna se nutren de ejemplos reincidentes en la codicia por el poder. Las hacen diferentes sus instrumentos y los avances de la tecnología. Tenemos aquí otros dos casos que pueden disfrutar: por un lado, Maximiliano de Habsburgo, que hace colocar en el Salón de Embajadores del Palacio Nacional los retratos al óleo de Hidalgo, Morelos, Allende, Matamoros, Guerrero e Iturbide, con el fin de dar legitimidad a su frágil autoridad. En segundo lugar, los documentales y películas sobre la Gran Guerra de 1914 a 1918, con la mirada siempre sesgada de cada bando de la contienda.
Se encontrarán con más sorpresas en este nuevo número de BiCentenario, rebosante en historias de pasión, ambiciones, desencuentros, agitación. Como la vida misma. ¿Saben que a principios de la década de 1950 la televisión mexicana tenía en Josefina Velázquez de León su pionera en la presentación de recetas de comidas autóctonas? Sólo es cuestión de curiosear. Hasta la próxima.
Darío Fritz