Un muro contra el movimiento estudiantil

Un muro contra el movimiento estudiantil

Mario Virgilio Santiago Jiménez
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
Proyecto PAPIIT IA401618

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm.  42.

Las experiencias de organizaciones anticomunistas católicas y conservadoras de Guadalajara y Puebla se trasladaron en los años sesenta a la Ciudad de México para hacer un combate ideológico desde las mismas aulas. Detrás del Movimiento Universitario de Renovadora Orientación (muro) operaban tecos y yunquistas, herederos de la militancia secreta católica nacida a principios del siglo veinte.

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El miércoles 26 de julio de 1961 un grupo de estudiantes católicos interrumpió con gritos y consignas anticomunistas un evento que se realizaba en la Escuela de Economía de la UNAM para celebrar el triunfo de la revolución cubana. Los ánimos se caldearon y llegaron hasta los golpes. Como resultado, Luis Felipe Coello Macías y Guillermo Vélez Pelayo, que eran los líderes del grupo católico, fueron expulsados.

A partir de ese momento, Coello y Vélez encabezaron una campaña al interior de la universidad para denunciar el acto como una arbitrariedad y acusar a las autoridades educativas de estar aliadas con los “rojos”. Así nació el Comité General Pro Defensa de la Libertad de Cátedra y Expresión Universitaria que aglutinó a diversos estudiantes y profesores en esta “cruzada” para reinstaurar a los jóvenes expulsados. El llamado tuvo eco muy rápido entre agrupaciones políticas anticomunistas que operaban fuera de la universidad como el Partido Nacional Anticomunista y el Instituto de Investigaciones Sociales y Económicas A.C. fundado por el empresario Agustín Navarro Vázquez, así como entre columnistas de distintos diarios de circulación nacional, generando una creciente presión sobre el rector Ignacio Chávez, quien decidió declinar la expulsión y dejarla en una mera suspensión.

Tras el éxito, los jóvenes católicos movilizados disolvieron el Comité y se presentaron públicamente en marzo de 1962 como el Movimiento Universitario de Renovadora Orientación (MURO), agrupación que tenía por objetivos “combatir la intromisión comunista en la UNAM, coadyuvar a la dignificación del ambiente universitario y defender los valores trascendentales de nuestra máxima casa de estudios”. Además, se mantendría en contacto con organizaciones similares de otras instituciones educativas para lograr sus fines, como el Frente Universitario Anticomunista (FUA) de Puebla, fundado desde 1955, y con quien se rumoraba que tenía cierto parentesco.

Lo cierto es que ni él MURO ni el FUA surgieron espontáneamente, sino que formaron parte de un plan de expansión ideado y ejecutado por dos agrupaciones católicas secretas llamadas Tecos, creada a mediados de los años treinta en Guadalajara, y El Yunque, fundada en Puebla en 1953. La organización tapatía acumuló experiencia y se la transmitió a su versión poblana, por eso ambas estaban conformadas por una matriz secreta cubierta por diversas caras públicas que servían para operar políticamente en los ambientes estudiantiles, así como para establecer contactos con otros actores que simpatizaran con su agenda y, sobre todo, para reclutar a nuevos militantes. Más aún, ambas agrupaciones siguen existiendo.

Tecos y yunquistas son herederos de una tradición de militancia secreta católica mexicana que se remonta a principios del siglo veinte, pasando por la guerra cristera, de ahí que se pensaran a sí mismos como los verdaderos defensores del catolicismo frente al régimen posrevolucionario que, desde su forma de ver el mundo, era parte de una gran conspiración mundial encabezada por los judíos y ejecutada por comunistas para terminar con la religión católica. Desde el inicio, ambas agrupaciones han recibido apoyo de algunos miembros de la Iglesia católica, especialmente obispos como Octaviano Márquez y Toriz, de Puebla, y Miguel Darío Miranda, de la Ciudad de México, así como de miembros de la Compañía de Jesús que incluso participaron en su fundación y adoctrinamiento. Sin embargo, no todos dentro de la institución han estado de acuerdo con la existencia de estos grupos, por considerarlos una especie de masonería católica y, por tanto, una amenaza para la Iglesia misma. En medio de estas pugnas, yunquistas y tecos lograron expandirse.

Ahí se inscribe la creación del FUA en 1955 que, al tener éxito en la Universidad de Puebla, sirvió de ejemplo para que los dirigentes de El Yunque fundaran otro grupo en la capital del país pues a su juicio que desde ahí podrían expandirse hacia otras entidades, aprovechando que en la UNAM estudiaban muchos jóvenes de provincia. Así, con mucha experiencia a cuestas, se fraguó el plan que permitió presentar en público al Movimiento como algo natural, aunque muy pronto demostró gran capacidad de organización, así como una buena agenda de contactos.

Una vez presentado, el Movimiento tuvo como primeros objetivos consolidar el núcleo inicial, reclutar a nuevos integrantes y comenzar a establecer presencia en más escuelas y facultades, tareas nada sencillas pues los primeros militantes provenían de colegios particulares y pertenecían a sectores socioeconómicos altos, por lo que se les identificó como una agrupación cerrada y lejana al resto de jóvenes universitarios. Para subsanarlo, los dirigentes del MURO lanzaron convocatorias con poco éxito y luego pusieron en práctica diversas tácticas que ya habían desarrollado sus antecesores, como aprovechar las redes de amigos para invitar a nuevos jóvenes -especialmente católicos- a diversas actividades deportivas o círculos musicales. Una vez hecho el primer contacto, se sondeaba al posible recluta mediante preguntas y luego se le invitaba a participar en discusiones o círculos de estudio. Por último, si era considerados apto, se le introducía en actividades políticas sin avisarle que formaba parte de algo organizado.

Con el tiempo, el recluta estrechaba lazos con sus compañeros y se integraba sin darse cuenta del todo; se le ponían pruebas y se evaluaba su compromiso y capacidad. Al final, se le invitaba a formar parte oficial del MURO para lo que debía realizar un juramento de obediencia. Una vez adentro, sin ser informado a detalle, el nuevo militante era asignado a una célula dentro de la organización donde debía cumplir con diversas tareas. Sin saberlo, había entrado en una estructura mayor que lo vigilaba y evaluaba para saber si podría formar parte de los siguientes niveles.

Lo anterior nos permite pensar que simpatizar o tener amigos muristas no equivalía a ser del MURO y que pertenecer al Movimiento tampoco significaba ser de El Yunque. De hecho, varios jóvenes que pertenecieron a la agrupación pública no sabían que formaban parte de algo mayor, aunque otros encontraron cabida dentro del proyecto anticomunista católico. Al respecto, no deja de llamar la atención que, aunque nunca negaron su filia religiosa, los muristas procuraron atemperar este rasgo, probablemente para insertarse mejor en el ambiente de la UNAM.

Al igual que los grupos secretos, las organizaciones públicas recibían apoyo de sacerdotes y obispos, aunque cuando rebasaban ciertos límites establecidos por los jerarcas también eran sancionados a puerta cerrada o mediante condenas públicas como las que emitió el arzobispo Darío Miranda contra el MURO en 1963 y 1964.

Así pues, para mediados de los años sesenta, la organización estudiantil ya había superado el primer problema del reclutamiento y engrosado sus filas, aumentando de paso su presencia en las escuelas de derecho, medicina, ingeniería y filosofía y letras. Además, había comenzado a reclutar en colegios católicos de nivel bachillerato, así como en las prepas de la UNAM, lo que le aseguraría renovación de militantes durante algunos años. A la par del crecimiento, el Movimiento comenzó a publicar y circular un pequeño órgano propagandístico propio llamado Puño ¡Para golpear con la verdad!, cuyo título daba cuenta del talante ofensivo que buscaban imprimir a su activismo. El periódico contenía breves artículos hechos por la dirigencia murista, así como algunos aparentemente retomados de medios internacionales denunciando las “atrocidades” que se cometían en países comunistas. También tenía anuncios y convocatorias, así como caricaturas que reivindicaban el ideario anticomunista. Sumado a esto, los domingos se transmitía un programa de radio en XEN llamado Brecha Universitaria que era conducido por Víctor Manuel Sánchez Steinpreis, militante murista.

El crecimiento de la organización, así como la creación de órganos de difusión acompañaron al aumento en el activismo murista que, acorde con el creciente ambiente de polarización en la universidad, se caracterizó por el ejercicio de la violencia de distintas formas y en diversos niveles. Además de repartir propaganda anticomunista y atacar verbalmente a las autoridades universitarias, los miembros del MURO realizaban pintas y sesiones de formación ideológica, pero muy pronto destacaron en el horizonte de los grupos estudiantiles por su participación en golpizas y peleas campales, actos para los que se preparaban con armas de combate y entrenamientos de defensa personal. También realizaban irrupciones en eventos como proyecciones de cine y obras teatrales u organizaban campañas para rapar a jóvenes que tenían el cabello largo y a quienes consideraban “afeminados”.

Entre las anécdotas más recordadas se encuentra la agresión contra Miguel Ángel Granados Chapa, a la postre, uno de los periodistas más importantes de México. Un día, cuando el joven aún era ayudante de profesor, fue levantado en las afueras de la Ciudad Universitaria por un grupo de sujetos que lo subieron a un auto y lo llevaron hasta las orillas de la ciudad donde lo amarraron a un árbol y lo golpearon con cinturones. Sin duda, el acto había sido una venganza porque semanas antes Granados había publicado una investigación sobre los grupos católicos secretos que estaban detrás del MURO.

Además del carácter violento, el Movimiento se cubrió con un halo de impunidad pues se sabía que sus militantes -cuando menos los dirigentes- tenían contactos poderosos o pertenecían a familias importantes, así que si alguno caía preso era liberado unas cuantas horas después.

Por todo esto, era lógico que el MURO figurara junto a la Porra Universitaria y la Federación Nacional de Estudiantes Técnicos (FNET) en el primer punto del pliego petitorio redactado el domingo 28 de julio de 1968 por los representantes de las asambleas del Instituto Politécnico Nacional (IPN), la UNAM, así como de la Escuela Normal y la Nacional de Agricultura de Chapingo. En otras palabras, se le consideraba un enemigo más del movimiento estudiantil.

Mitin del desagravio

El martes 27 de agosto de 1968, a eso de las 17 horas, comenzó una de las marchas más grandes de ese año. La manifestación estudiantil arrancó en la zona de Chapultepec, recorrió la avenida Reforma y se enfiló hasta el Zócalo de la Ciudad de México donde los manifestantes izaron una bandera rojinegra en la asta central y tocaron las campanas de la catedral metropolitana. Acto seguido, en medio de la efervescencia del momento, la multitud hizo eco del llamado a quedarse en la plaza hasta que se realizara el informe presidencial el 1º de septiembre y se llevara a cabo un diálogo público con el gobierno. Miles de estudiantes se asentaron en la principal plaza del país e iluminaron la noche con antorchas de papel y tela. Horas más tarde, en la madrugada, militares, policías y bomberos los desalojaron de forma violenta.

Para entonces, los muristas ya habían condenado al movimiento estudiantil en repetidas ocasiones por considerarlo parte de una conspiración comunista para desestabilizar a México y, en consecuencia, habían incursionado en diversas escuelas, especialmente preparatorias, con la venia de los cuerpos policiales pues, después de todo, servían como elementos de agitación y disuasión. En esa lógica, luego de los eventos en el zócalo del día 27, numerosos sectores católicos -entre los que se encontraba el MURO- alzaron la voz para señalar que la catedral había sido profanada por los jóvenes “comunistas”. De inmediato, la dirigencia murista convocó a un acto de desagravio que, sin embargo, no fue bien recibido por la jerarquía católica.

Es importante recordar que durante los años sesenta el mundo católico se había convulsionado por el Concilio Vaticano II (1962-1965) cuyo eje principal consistía en la adaptación de la Iglesia católica a los cambios de la modernidad, representada en reformas como el reconocimiento de otras religiones, de los laicos como parte activa e integral y la modificación del ritual tradicional para incorporar en la misa las distintas lenguas y costumbres locales y regionales. Todo esto tuvo especial eco entre las jerarquías latinoamericanas, como quedó de manifiesto en la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) que se realizó precisamente entre agosto y septiembre de 1968 en la ciudad colombiana de Medellín y, por supuesto, el impacto alcanzó a los sectores más conservadores del catolicismo quienes debieron optar por aceptar los cambios sin conceder mayor margen a los radicales -teología de la liberación- o bien, salir de la iglesia y declararse tradicionalistas o sedevacantistas.

Con este complicado escenario internacional, la jerarquía católica mexicana no podía darse el lujo de participar activamente en el conflicto de 1968 y, mucho menos, de confrontarse por cualquier motivo con el gobierno encabezado por Gustavo Díaz Ordaz. De esta forma, aunque en múltiples ocasiones los dirigentes eclesiásticos mostraron su condena al movimiento estudiantil y su respaldo al régimen, decidieron no apoyar la iniciativa de los muristas.

Luego de apresurar los preparativos, se anunció que el domingo 8 de septiembre el MURO y la Coalición de Organizaciones para la Defensa de los Valores Nacionales encabezarían un evento de desagravio de la catedral y la bandera de México en la Plaza de Toros México pues, muy probablemente, las autoridades eclesiásticas se negaron a abrir las puertas del recinto religioso. Durante la semana, los jóvenes se dedicaron a realizar actividades de difusión, mientras la dirigencia yunquista articulaba a distintas agrupaciones de la capital del país y de Puebla, donde tenían alguna presencia.

Por fin, la jornada arrancó temprano el domingo 8 de agosto con pequeños mítines en diversos puntos de la ciudad -táctica utilizada por los estudiantes del movimiento progresista-, destacando los realizados frente al Monumento a los Niños Héroes de Chapultepec y en el atrio de la basílica de Guadalupe. Este último era el más importante por su simbolismo, por eso, desde ahí salieron varios camiones al acto central. En el trayecto, los jóvenes católicos siguieron repartiendo propaganda y mediante altavoces invitaban al “pueblo de México” a repudiar al comunismo y a colocar banderas de México en sus puertas, ventanas y automóviles.

Pasada la una de la tarde, los contingentes arribaron al recinto taurino. Poco a poco, miles de personas -las versiones señalan 2 000, 5 000 y hasta 10 000 asistentes- de distintos estratos sociales de la capital y de Puebla comenzaron a poblar las calles aledañas, para luego entrar a la plaza y ocupar la gradería. Ya para las dos, cientos de mantas poblaban las tribunas con diversas consignas: “Apátridas comunistas fuera de México”, “Viva nuestro presidente”, “¡La patria es primero!”, “El comunismo separa a padres e hijos”, “Viva soldado defensor del suelo mexicano”, etcétera.

En el ruedo, una escolta desfiló con la bandera mexicana, mientras que un camión de volteo fungió como templete por el que desfilaron diversos oradores, quienes arengaron a los asistentes con discursos en el mismo tono: el comunismo se había infiltrado en el movimiento estudiantil con el fin de desestabilizar al país y no podía permitirse; luego entonces, los ahí reunidos debían apoyar al gobierno y a las fuerzas armadas en su actuar. Posteriormente, en un acto muy parecido al realizado por los estudiantes el 13 de agosto en el zócalo cuando prendieron fuego a un muñeco de gorila que llevaba el nombre de “Cueto”, en referencia al jefe de la policía, los muristas quemaron un muñeco que emulaba al guerrillero “Che” Guevara en medio de la algarabía de los asistentes. Finalmente, se cantó el himno nacional.

Este constituyó uno de los actos más grandes para repudiar al movimiento estudiantil capitalino de 1968. De forma paradójica, los jóvenes católicos políticamente activos que participaron reconocían en el régimen de partido hegemónico y sus brazos armados a un enemigo velado del catolicismo, sin embargo, en la coyuntura percibieron que era un mal menor en comparación con lo que se desarrollaba en las calles de la ciudad y las instituciones educativas. Así, en su imaginario, era mucho mejor apoyar al gobierno conservador y al ejército pues compartían rasgos nacionalistas frente a lo que interpretaban como una amenaza externa.

Curiosamente, a partir de entonces y hasta la fecha, numerosos participantes del movimiento estudiantil recuerdan al MURO como parte de una maquinaria represiva, un enemigo común cuya cara visible era Díaz Ordaz, mientras que los yunquistas-muristas migraron su interpretación sobre los sucesos de 1968 de una conspiración comunista internacional a una similar pero gestada al interior de la “familia revolucionaria” que se aprovechó de la ingenuidad de los jóvenes movilizados. En síntesis, lejos de buscar explicaciones históricas que permitan comprender el escenario, la memoria persistente apunta a las conspiraciones como la única explicación.

PARA SABER MÁS

  • Del Castillo Troncoso, Alberto, Ensayo sobre el movimiento estudiantil de 1968. La fotografía y la construcción de un imaginario, México, Instituto Mora / CONACYT / IISUE-UNAM, 2012.
  • Collado Herrera, María Del Carmen, Las derechas en el México contemporáneo, México, Instituto Mora, 2015.
  • González Ruiz, Édgar, Muro, memorias y testimonios: 1961-2002, Puebla, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2ª ed., 2003, en Col. Cuadernos del Archivo Histórico Universitario no. 24.
  • Santiago Jiménez, Mario Virgilio, “Julio Meinvielle, tacuaras, los Tecos y El Yunque contra la “infiltración roja” en México y Argentina”, en Cahier des Amériques latines, no. 79, Francia. En línea: https://journals.openedition.org/cal/3630

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