Mito y memoria para explicar el presente

Mito y memoria para explicar el presente

Nancy Janet Tejeda Ruiz
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm.  42.

La identidad mexicana de la democracia actual se debe en gran medida a los acontecimientos de 1968. Al menos como el lanzamiento de diversos procesos políticos que se fueron fraguando a lo largo de estas cinco décadas. El relato de sus participantes, quienes lo interpretaron, la difusión por los medios masivos y cada conmemoración anual le han dado esencia.

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El movimiento estudiantil de 1968 se ha convertido en un mito fundacional para la historia del México contemporáneo. El 68 mexicano ha sido recordado en una diversidad de espacios de memoria: desde testimonios, películas y documentales, conmemoraciones, museos, canciones, novelas, cuentos, poesía, hasta artículos e investigaciones académicas, en los que se le ha interpretado como un momento inaugural, como la demarcación del final de una etapa de su historia y el comienzo de otra nueva, más plural y democrática.

La construcción de estas memorias produjo una serie de imágenes que condensan los significados que distintos actores, en ciertas circunstancias políticas y sociales, le han asignado al 68. La imagen idílica de los jóvenes estudiantes que tomaron las calles se conjugó con la de la tragedia y la represión, y se convirtió en un mito fundacional, es decir, en un relato o narración de carácter positivo que enuncia que ese año fue del comienzo de diversos procesos históricos sin los cuales no puede comprenderse el presente. En este artículo se busca dar cuenta de que el “mito del 68” es resultado de lo que la historiadora Eugenia Allier Montaño ha denominado como “memorias públicas” (2009) sobre el movimiento estudiantil.

Cabe señalar que los mitos forman parte del entramado cultural de las sociedades debido a que desempeñan un papel fundamental en procesos de identificación de un grupo o una colectividad, puesto que traen a la memoria hechos del pasado que son significativos para quienes evocan ese recuerdo. A través de la memoria, los mitos traen al presente un hito del pasado que permite a ciertos grupos explicarse su lugar en el presente, y, por lo tanto, es fuente de identidad.

Las significaciones construidas en torno al movimiento estudiantil abonaron a la configuración del mito como un proceso de construcción de memorias e identidad, en que se le ha atribuido la cualidad de ser condición de posibilidad para la “transición a la democracia”, para movimientos guerrilleros, feministas, de homosexuales, ecologistas, de defensa de derechos humanos, por mencionar algunos. Así, se ha consolidado como un relato hegemónico que difícilmente es cuestionado precisamente porque ciertos grupos fundan su identidad en el reconocimiento que hacen de que su existencia política se explica en función de ese momento fundacional, en otras palabras, 1968 aparece como un parteaguas en la historia de México.

Ahora bien, la memoria se construye desde distintos espacios, condicionada por las circunstancias políticas, sociales y culturales que rodean a los actores que la conforman, mismos que han resignificado al 68 mexicano a partir de sus propias posturas políticas y que, la mayoría de las veces, más que elaborar explicaciones de carácter histórico, buscan legitimar a los grupos u organizaciones que encabezan el recuerdo. Algunos de estos espacios de memoria moldeados a lo largo de los 50 años que han transcurrido desde el desenlace del movimiento estudiantil han tenido mayor impacto en la movilización, las conmemoraciones anuales y aquellos de carácter museístico, por contar con una mayor cobertura. 

La abundante producción periodística elaborada desde ese año hasta la actualidad permite dilucidar las discusiones que se han suscitado por explicar cuál fue la significación que el movimiento estudiantil tuvo para el país. Durante las décadas que siguieron, las publicaciones de prensa fueron escenario de debates y desencuentros con respecto a las interpretaciones sobre aquel suceso, que ya por entonces comenzaba a ser considerado como una ruptura histórica.

Etapas

Pueden distinguirse tres etapas de este proceso. Una primera que va de 1969 a 1977, en la que, si se toma una muestra representativa de artículos periodísticos, puede dilucidarse que éstos explican que los sucesos habían evidenciado la crisis del sistema político mexicano, ante la cual el régimen no podía más que, en reconocimiento de la existencia de un conflicto, introducir una serie de medidas preventivas en aras de restaurar la erosionada legitimidad. El resultado: la “apertura democrática” de Luis Echeverría, que permeó los artículos producidos durante el periodo. Claro que había a quienes no convenció el discurso aperturista: faltaba mucho por resolver, toda vez que los hechos del 10 de junio de 1971 evidenciaron los límites de la promesa democrática.

En un segundo periodo que va de 1977 a la década de los años ‘90, el movimiento estudiantil fue resignificado a la luz de los nuevos acontecimientos que tuvieron lugar en la escena política de México. Particularmente, las reformas electorales de aquel año -permitieron el registro legal de una serie de partidos de izquierda y derecha- fueron leídas por diversos actores como resultado de la lucha democrática emprendida por los estudiantes en 1968.

La tercera etapa inicia en los años ’90 cuando los hechos de 1968 aparen ligados de manera inherente al valor de la democracia. La incorporación de nuevos partidos políticos que a partir de las reformas de 1977 ganaron espacios legislativos, la creación del PRD como resultado de un desprendimiento del PRI, los triunfos electorales del PAN y la alternancia, cuyo punto culminante fue el año 2000, constituyeron para ciertos actores, como Vicente Fox, por ejemplo, una consecuencia directa del movimiento estudiantil. Así, 1968 se convirtió en una fecha fundacional, en el inicio de una nueva etapa para la historia mexicana. De hecho, desde principios de los años ‘80, en la Cámara de Diputados ciertas voces al interior del PRI comenzaron a dar muestras de aceptación de que 1968 fue el inicio de una nueva etapa.

Otro de los espacios de memoria que han tenido impacto han sido los eventos que, de manera ritual, año con año, conmemoran los sucesos. Particularmente, las marchas del 2 de octubre se han convertido en un lugar en el que se revive el recuerdo de los “mártires del 68”, aquellos jóvenes que, según reza el mito, entregaron sus vidas en busca de la democracia. Los estudiantes, convertidos en héroes, son recordados con los puños en alto y los símbolos de la V de la victoria, a la luz de las veladoras y ofrendas florales.

A partir de la década de los setenta, las marchas de conmemoración se fueron nutriendo de la incorporación de diversos contingentes, que además de rememorar “el 68”, también han presentado sus propios reclamos. No sólo asistieron estudiantes de la UNAM y del IPN, sino de universidades de todo el país -se encargaron de organizar los primeros actos conmemorativos-, además de partidos políticos de izquierda, como el Partido Comunista Mexicano, el Revolucionario de los Trabajadores, el Socialista de los Trabajadores y el Partido Mexicano de los Trabajadores. También participaron otras organizaciones, como el Comité Eureka, la Corriente Socialista, la Unión por la Organización del Movimiento Estudiantil, la Comisión Coordinadora Nacozari, sindicatos, grupos de indígenas, colonos, la Coordinadora de Lucha Independiente del Valle de México. También quienes se convirtieron de las voces legítimas del movimiento estudiantil por haber participado en él: Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, Eduardo Valle, Pablo Gómez, Raúl Álvarez Garín, Félix Hernández Gamundi, Fausto Trejo, Jesús Martín del Campo, Gerardo Estrada y Carlos Monsiváis, entre otros.

Por ejemplo, en 1984 se condenó el aumento de los precios de los productos básicos y demandaron aumentos salariales. Al año siguiente, tras el terremoto se septiembre, la exigencia fue la reconstrucción de viviendas para las víctimas, así como la negativa ante el desalojo de locatarios y colonos, y el desconocimiento de la deuda. En el 2000, integrantes del Consejo General de Huelga (CGH) acudieron a la marcha del 2 de octubre con el fin de legitimar de su pliego petitorio. No obstante, la liberación de los presos políticos y la presentación de los desaparecidos han sido demandas centrales hasta la fecha. Estas marchas se convirtieron entonces en un lugar de memoria en el que se expresan las distintas significaciones que grupos le han asignado al movimiento estudiantil y que convergen en un lugar común: 1968 fue un parteaguas.

Voces

Tanto la tinta que ha corrido en las publicaciones de prensa, como las marchas de conmemoración han desempeñado un papel fundamental en la conformación y difusión del mito del ‘68. Pero puede considerarse que existe otro lugar de memoria que ha tenido una fuerza considerable: los testimonios de aquellos actores que se convirtieron en lo que el historiador Héctor Jiménez ha denominado “voces hegemónicas” del movimiento estudiantil, debido a su participación como miembros del Consejo Nacional de Huelga en 1968, a saber: Raúl Álvarez Garín, Gilberto Guevara Niebla, Luis González de Alba, Marcelino Perelló, Eduardo Valle, Roberto Escudero, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, entre otros. Además de intelectuales y militantes como José Revueltas, Heberto Castillo, Carlos Monsiváis o Elena Poniatowska.

Lo que estas obras testimoniales han aportado a la conformación del mito del ‘68 es que, a pesar de las distintas interpretaciones configuradas sobre el movimiento estudiantil, resalta el consenso de situarlo como un momento fundacional. Sin embargo, estos relatos no escapan de la construcción simbólica y emotiva, la idealización, el elogio y la reivindicación de la lucha estudiantil, precisamente porque estas voces hegemónicas fundan en él su identidad.

En años más recientes han surgido distintos espacios museísticos que condensan 50 años de construcción de memorias sobre el movimiento estudiantil. Dos de los ejemplos que resaltan son el Memorial del 68 en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco (2007), la Casa de la Memoria Indómita (2009) y la exposición Lecciones del 68 en el Museo de Memoria y Tolerancia (2016). Estos espacios reúnen testimonios no sólo de quienes fueran miembros del CNH, sino de artistas e intelectuales que participaron junto con los estudiantes.

Estos espacios han congregado las voces de sociólogos y otros académicos, amén de otras fuentes, como fotografías, videos, periódicos, volantes y propaganda. Uno de los argumentos centrales en estos museos es que el movimiento estudiantil fue el suceso trascendental para la historia del país debido a que fue fundamental para el arribo de la democracia. Baste reproducir algunas de las expresiones más representativas que aparecen: a decir de Carlos Monsiváis, fue el “acontecimiento urbano más importante del siglo XX debido a sus demandas por una vida democrática y crítica, así como su lucha por los derechos humanos”.

Para Gilberto Guevara Niebla, “después de Tlatelolco vino un quiebre de las creencias de la vida de una generación que perdió sus referentes y sus creencias”. Luis González de Alba considera que tras la movilización se había terminado con el México que era un “islote intocado”. Raúl Álvarez Garín destaca el trabajo colectivo y la solidaridad, Marcelino Perelló explica que “el 68 fue un madrazo que cuarteó el sistema de poder” y Luis Tomás Cabeza de Vaca declara que a partir de entonces el país se convirtió en “un México diferente y libre, gracias a los que pelearon y murieron en Tlatelolco, a las brigadas, al pueblo de México que nos arropó, ellos hicieron la transición que hoy se refleja y vivimos”.

Otras de las consecuencias -siempre positivas- del movimiento estudiantil que son enunciadas en estos espacios van desde que fue la punta de lanza de grupos armados, de la reforma política de 1977, movimientos por derechos humanos, concesiones al sector estudiantil y de los trabajadores, como la creación de los Colegios de Ciencias y Humanidades en la UNAM, el Colegio de Bachilleres, y de la Universidad Autónoma Metropolitana, la Ley del Instituto del Fondo Nacional de Vivienda para los Trabajadores, entre otras. Los museos refuerzan y consolidan los significados positivos y reivindicativos construidos y afianzan el vínculo del año de 1968 al de la democracia.

Sin embargo, en los últimos años, tras la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Isidro Burgos” en Ayotzinapa, se evidenció la degeneración de la transición a la democracia y la corrupción del Estado mexicano, y su incapacidad de garantizar los derechos humanos, y con esto, también se asistió a la degradación del mito del ‘68. De hecho, parece que se asiste a la creación de un nuevo mito: el de los estudiantes de Ayotzinapa.

Ahora bien, ¿cuál es el objeto de dilucidar la existencia del mito del ‘68? ¿cuál la importancia de explorar estos procesos de resignificación del movimiento estudiantil? No se trata de negar los vínculos explicativos entre el movimiento estudiantil con los procesos que se le han atribuido como consecuencia, pues esto implicaría caer en la interpretación de que un mito significa falsedad. Se trata de dar cuenta de que, en el plano historiográfico -necesariamente vinculado con la realidad-, el levantamiento de una interpretación hegemónica es sintomático no sólo de que se trata de una memoria viva, aun presente, sino de que su consagración simbólica y política -expresada en el surgimiento de interpretaciones dominantes, cuyas enunciaciones suelen ser tendientes a la pérdida de la historicidad de ciertos procesos que comenzaban a surgir antes de 1968- han frenado el planteamiento de nuevas preguntas.

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