El cine. Medio siglo de gritos y susurros

El cine. Medio siglo de gritos y susurros

Juncia Avilés
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM.

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm.  42.

La recopilación de información en torno al movimiento estudiantil de 1968 y sus consecuencias ha sido copiosa. Desde la ficción o el documental se contabilizan una treintena de producciones audiovisuales. Su logro radica en mantener una memoria viva y crear conciencia del pasado. Sin embargo, hay pendientes que la filmografía no aborda aún.

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La primera vez que supe que había ocurrido algo en Tlatelolco fue en 1993 con una película, a la edad de 11 años. Aunque mucho de lo que entendí en ese momento se perdió en la novedad del instante, todavía recuerdo la sensación de miedo que me generó pensar que el ejército podía comenzar a disparar a una multitud. Este sentimiento no me abandonó cuando mis padres me llevaron a la siguiente manifestación del 2 de octubre, en la que incluso estuve esperando a que, como en la película, apareciera un helicóptero y nos matara. Fue imposible borrar esa imagen de 1968 y, pese a que no presencié la tragedia, sí puedo atestiguar cómo una cinta sobre aquel acontecimiento puede influir en el desarrollo (si no directamente en la formación) de un imaginario social.

Las cintas que se refieren al 68 mexicano han tenido diferentes alcances y han sido recibidas por públicos relativamente distintos. No obstante, lo reducido que haya sido el número de espectadores que conoce los particulares del movimiento estudiantil, sin duda las películas que se refieren a este han ayudado la creación de una imagen sobre lo que se considera uno de los parteaguas en la historia política del siglo XX mexicano.

A esto se refirió Jorge Fons, director de Rojo amanecer (1989), durante la 60 entrega de los Arieles (2018):

50 años, parece que fue ayer. Ha cambiado mucho el mundo, México, la sociedad, todo ha cambiado… Creíamos que podía haber un abrazo entre el Estado y la sociedad, y ahí se dio uno cuenta de que no, que no era posible. A partir de ahí todo mundo quería hacer algo sobre el 68, sobre el movimiento y concretamente sobre la matanza del 68; todo el mundo quería decir algo en el cine, pero pues no sabíamos cómo…

Las ideas que presento a continuación, como un pensamiento circular, se vinculan a estas palabras y volverán a ellas.

Recopilación prolífica

2-OCTUBRE

El 22 de julio de 1968 inició una historia con múltiples finales, pues depende desde qué perspectiva se cuenta. Esa tarde, un juego de tochito entre estudiantes de escuelas del Politécnico y la UNAM cercanas a la Ciudadela devino en batalla campal, que fue reprimida con violencia por parte de las fuerzas del orden capitalino. De la represión surgió un movimiento estudiantil que rechazó los instrumentos utilizados de forma regular por el gobierno para acallar las voces disonantes a su política. Dos meses y medio después, el 2 de octubre, fue acallado mediante una masacre en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco.

Quienes salieron apresados de ahí, fueron torturados en el Campo Militar número 1 y posteriormente ingresados a la cárcel de Lecumberri, donde pasaron de dos a 32 meses, hasta recibir la “amnistía” presidencial en junio de 1971. Aquellos que no sufrieron esa suerte y se mantuvieron en acción, así como los detenidos y liberados en fechas anteriores, establecieron una “tregua olímpica” el 9 de octubre de 1968, buscaron por todos los medios legales y políticos la liberación de sus compañeros, y se encargaron de mantener la huelga hasta el 6 de diciembre, cuando firmaron su conclusión. El movimiento terminó el 2 de octubre en Tlatelolco, en diciembre del 68, en junio del 71, en el momento en que se reconoció su importancia dentro de las organizaciones de carácter civil, cuando se le estableció como parte fundamental del proceso democratizador, en el instante en que se le atribuyó la transición política del 2000, cuando se abrió un Memorial en su nombre, o sigue sin terminar, dependiendo desde dónde se lea la historia de nuestra sociedad.

De lo que no hay ninguna duda es de lo prolífico que ha sido el trabajo de recopilación de la información de primera mano que se realizó en torno al movimiento estudiantil. En medio siglo se han impreso testimonios y revisiones sobre lo que rescataron quienes vivieron esa época; a esto se suman extensas publicaciones audiovisuales y museográficas que, con diversos medios y objetivos, han producido una de las más extensas memorias visuales sobre las formas en que la movilización fue realizada, entendida, recordada.

Sobre la representación cinematográfica del 68 mexicano han escrito, entre otros, los críticos Jorge Ayala Blanco y Emilio García Riera, la cineasta Marcela Fernández Violante, los investigadores Arturo Garmendia, Jesse Lerner, Álvaro Vázquez Mantecón, Mariano Mestman, Olga Rodríguez Cruz, Carolina Tolosa, Bertha Aguilar e Israel Rodríguez. Su trabajo ha ayudado a consolidar la importancia de determinadas cintas en la conformación de un imaginario respecto al movimiento del ’68. Sus textos tienen puntos de encuentro claros, considerando dos momentos fundamentales de la filmografía realizada y de los que hablaré más adelante: la creación de El Grito con el material de los comunicados del Consejo Nacional de Huelga (CNH) y las movilizaciones contra la censura de Rojo Amanecer.

Hablar de los tiempos, los inicios y los finales es importante cuando nos referimos a la veta de trabajo fílmico que se ha producido en torno a la idea y la memoria del ‘68 mexicano. De primera mano surgen varias puntualizaciones: no es lo mismo hablar del movimiento estudiantil que de Tlatelolco, tampoco pueden calificarse con la misma rúbrica los trabajos que retoman estos eventos desde la ficción que aquellos que lo hacen a través del documental. Sin embargo, los hilos que conectan la intrincada filmografía son similares y difíciles de separar. Los múltiples intentos por mantener presente la huella de masacre van de la mano con diversas señales sobre cómo las lecciones aprendidas en los 100 días de la huelga tampoco fueron olvidadas, al contrario, se han convertido en elementos centrales por lo menos de la ideología de la clase media educada mexicana a la que pertenezco.

Hablar desde dónde hago esta lectura me parece importante pues algo que ha permeado el largo proceso de recopilación de materiales cinematográficos sobre el ‘68 es que todas las referencias que se hacían a este proceso se realizaban desde el presente en que eran producidas y respondían a la duda sobre cómo podía hablarse del movimiento en ese momento de creación. Por lo mismo, se ha buscado entender cómo se ha narrado el ‘68 mexicano a lo largo de las cinco décadas siguientes. Es decir, cómo se ha visto desde un presente que también, inexorablemente, se ha convertido en pasado.

Esto radica en la visión que permea en los últimos tiempos sobre este tema. Una movilización que terminó en una tragedia, aquello que Carlos Fuentes llamó “victoria pírrica”: una derrota con sabor a victoria en la medida en que ese momento de terror se convirtió en una historia a contrapelo, se enarboló por los vencidos como un estandarte, fue reconocido de forma pública como uno de los grandes errores del régimen posrevolucionario de este país. Se trata, también, como insisten de manera enérgica varios de sus participantes, de una visión que ha desvirtuado completamente al movimiento. Para ellos, más que una derrota se trató de días gloriosos que precedieron a una noche terrible, las tres veces que se conquistó la calle y el zócalo de la ciudad, las asambleas, los mítines relámpago, los festivales culturales. Si hay que recordarlos, dicen, tiene que pensarse en ellos sin las sombras del paramilitarismo que ha proyectado a Tlatelolco sobre nuestra historia nacional.

Ambas perspectivas confluyen en las representaciones de la movilización estudiantil, y en específico en la imposibilidad de concentrarse sólo en el proceso estudiantil sin mencionar la matanza de Tlatelolco. En el cine del ‘68 prácticamente no hay producciones que no incluyan el 2 de octubre, sin embargo, sí es posible diferenciar algunos momentos en que la memoria visual enfatiza el papel de la movilización estudiantil –en los cuales se refieren a las ideas guiadoras de la rebelión juvenil– de aquellos que se apoyan en el evidente repudio a la matanza y al necesario esclarecimiento de hechos que a medio siglo siguen siendo turbios, y en los que ni un solo culpable ha pisado la cárcel o ha sido penalizado de forma oficial.

Ahora bien, en la práctica, las alusiones al ‘68 no encuentran, por lo general, distinción. Es precisamente por su carácter traumático que no sorprende que haya más referencias de la matanza de Tlatelolco que de cualquier otra fecha del movimiento. De hecho, al cuestionar el alcance del movimiento con relación a la masacre encontramos una sorpresa: la tragedia iluminó –en contra de los deseos de sus perpetradores– todo un proceso de búsqueda de justicia, que debe gran parte de su existencia tanto a la claridad con que las memorias del movimiento han llegado a nuestros días como a la lectura teleológica de este a partir del trauma que implicó Tlatelolco para el imaginario colectivo.

Enfoques

El ‘68 inspiró tanto ficciones como documentales, cada uno de los cuales utilizó de muy diferentes maneras las fuentes primigenias que tenía en ese momento a su disposición: editándolas, alegorizándolas, enfocándose en su producción, investigando su origen. Para identificar el ‘68 en muchos casos hay que leer por encima de un contexto fuerte de censura que por lo menos permeó los primeros 20 años después de Tlatelolco, así como clarificar los modos de realización, los puntos de vista elegidos, las selecciones de material y las formas de editar sonido e imagen con que se utilizaron las fuentes. Regreso a las palabras de Fons en los Arieles: “todo el mundo quería decir algo en el cine, pero pues no sabíamos cómo… hasta que me mandaron el guión de Rojo amanecer”.

Es por la coyuntura del deseo y el contexto que el ‘68 mexicano fue retomado de muy diferentes maneras en el cine nacional. Considerando desde referencias abiertas hasta las alusiones, alegorías y metáforas más sutiles he contabilizado una treintena. Aunque de esto puede extraerse una larga serie de ideas, me enfocaré en dos: la evidente importancia del tema en la vida nacional (como un comparativo, la revolución mexicana –entendida como un proceso de entre diez y 30 años– cuenta con una filmografía de 250 títulos) y los objetivos de producción en el contexto de cada una de las cintas. En mi opinión, el binomio de suerte y virtud de las películas en gran medida ha dependido de la paulatina apertura tanto en lo referente a la censura del tema, como a la represión y posterior politización de los receptores: principalmente estudiantes en los años setenta y organizaciones civiles en los ochenta, para después abrirse de forma comercial a un público muy diverso a partir de los noventa. Esto explica también la diversidad de enfoques y el constante salto entre periodos donde casi sólo se realizaron documentales y otros dedicados casi específicamente a ficciones.

Tal vez el caso más simbólico sea los cinco filmes que se realizaron entre 1968 y 1970: Únete pueblo (Óscar Menéndez, 1968), Comunicados número 1, 2 y 4 (CUEC, 1968), 2 de octubre: aquí México (Óscar Menéndez, 1970), Mural efímero (Raúl Kamffer, 1968-1970) y El grito, México 1968 (Leobardo López, 1968-1970). En mi opinión, estos sirvieron como piedra Roseta para todas las demás producciones cinematográficas que hablan sobre el caso del ‘68 mexicano, en gran medida por contener material filmado durante el desarrollo del movimiento estudiantil. De ahí surgieron las imágenes sobre las que se ha concentrado el discurso visual en este tema a lo largo de las siguientes décadas.

Esto resulta también indicativo de lo que buscaban los estudiantes a través del cine: no sólo querían dejar una huella de lo que ocurría en la movilización, sino invitar a diversos sectores de la sociedad a que colaboraran con ellos. Por esta razón sobre todo los Comunicados cinematográficos de las brigadas informativas del CUEC y, posteriormente, El grito representan los mejores y más claros ejemplos de los afanes universitarios por gestar un discurso propio sobre el movimiento estudiantil y un espacio a través del cual cambiar la forma en que lo viera la opinión pública nacional. Incluyo en esta sección a Historia de un documento (Óscar Menéndez, 1971), cinta realizada con material que obtuvo el director durante las movilizaciones y, posteriormente, al meter una cámara en la cárcel de Lecumberri para mostrar cómo vivían ahí los presos políticos.

A lo largo de los años setenta, en un momento de evidente censura política al tema –no por nada Luis Echeverría propuso acabar con los “fantasmas del pasado” desde su toma de posesión, mientras que con una mano abría puestos a jóvenes intelectuales y con la otra permitía la “guerra sucia”–, se produjeron ficciones con las primeras alusiones abiertas a la masacre de Tlatelolco. Así, los universitarios del CUEC realizaron Quizá siempre sí me muera (Federico Weingartshoffer, 1970), Crates (Alfredo Joskowicz, 1970), El cambio (Alfredo Joskowicz, 1971) y Tómalo como quieras (Carlos González Morantes, 1971), en tanto los cineastas independientes filmaron El fin (Sergio García, 1970), Mi casa de altos techos (David Celestinos, 1970) y La montaña sagrada (Alejandro Jodorowsky, 1972). En esta línea se llegó inclusive a hacer la película Canoa (1975), con dinero del Banco Cinematográfico, donde Felipe Cazals hablaba de un evento paralelo al ‘68 capitalino, el linchamiento de cinco trabajadores de la Universidad Autónoma de Puebla en el pueblo de San Miguel.

En los años ochenta coincidieron las miradas asfixiantes de dos ficciones: ¿Y si hablamos de agosto? (Maryse Sistach, 1979) y Rojo amanecer (Jorge Fons, 1989). En ambos casos se trata de cintas realizadas con poco dinero y que juegan con el fuera de foco al poner a sus protagonistas dentro de departamentos cercanos a eventos clave del movimiento estudiantil. Rojo amanecer es una de las cintas más icónicas de la filmografía del ‘68 pues se trata de la primera película que habla abiertamente sobre la masacre de Tlatelolco y cuya exhibición comercial fue enarbolada como una victoria de escritores, productores y cineastas contra los modos tradicionales de censura que existían en México.

A partir del 30 aniversario, en 1998, hubo un regreso al documental que fue de la mano con el descubrimiento de nuevas evidencias fílmicas. Se unieron entonces diversas necesidades. Por un lado, entender lo móviles y las razones de la masacre, por el otro, legitimar al gobierno. Esto explica que en el curso de una década se produzcan documentales para cine y televisión, entre los cuales destacan: las cuatro cintas de la productora independiente Canal 6 de Julio –Batallón Olimpia/documento abierto (Carlos Mendoza, 1998), Operación Galeana (Carlos Mendoza, 2000), Tlatelolco, las claves de la masacre (Carlos Mendoza, 2002) y La conexión americana (Carlos Mendoza, 2006)– a través de las cuales se analizó material fílmico de entonces reciente obtención y desentrañó los elementos fundamentales del operativo criminal en la Plaza de las Tres Culturas. También sobresalen el documental UNAM: memoria del caos (Carlos Mendoza, 1999), del Canal 6 de Julio en coproducción con el CUEC, dedicado a la huelga de 1999 en la Máxima Casa de Estudios del país y en donde el ‘68 funciona como elemento contextual; así como el capítulo inaugural de la serie sobre los sexenios de la productora audiovisual Clío, transmitida en Televisa en horario estelar, Díaz Ordaz y el 68 (Luis Lupone, 1998).

El inicio del nuevo milenio coincidió con la realización de una mezcla más bien arbitraria de documentales y ficciones, en donde concurrieron el deseo por señalar el ‘68 como parte central de la vida política mexicana, pero también por contar el amplio anecdotario surgido en las contadas semanas de su desarrollo. Así, por un lado, podemos explicar la creación de piezas como Octubre (Óscar Guzmán, 2007) y Memorial del 68 (Nicolás Echevarría, 2008), vinculadas a la inauguración de la exhibición permanente del CCUT sobre el movimiento –homónima a la cinta de Echevarría–. Por el otro, el énfasis académico con que se apoyó la realización de documentales cerca del 40 aniversario: Ciudad Olimpia (Daniel Inclán y Carlos Hernández, 2007) y Palabra de fotógrafo (Alberto del Castillo y Juncia Avilés, 2011), producidos por el Instituto de Investigaciones José María Luis Mora; El paciente interno (Alejandro Solar, 2012), del CUEC; y la independiente Los rollos perdidos (Gibrán Bazán, 2012).

Casi al mismo tiempo se produjeron cuatro ficciones, de muy distinta factura y objetivos, que tienen en común tanto la mención abierta del movimiento estudiantil y la masacre del 2 de octubre como la falta de atención en la investigación puntual. En cierta medida dan por hecho que se conoce lo que ocurrió en Tlatelolco, pero no buscan obtener verdad y justicia sobre los hechos. Es el caso de Borrar de la memoria (Alfredo Gurrola, 2010) y Tlatelolco, verano del 68 (Carlos Bolado, 2012), y en menor grado de Hilda (Andrés Clariond, 2014), en donde el ‘68 es más el tema de fondo que causa la locura de la protagonista, y Olimpia (José Manuel Cravioto, 2018), que se enfoca en la toma de la Ciudad Universitaria del 18 al 30 de agosto.

En este tratamiento se demuestran victorias importantes, sobre todo en lo relativo a mantener una memoria viva y crear conciencia del pasado en nuevas generaciones, que a partir de estas cintas pueden relacionarse y aprender sobre lo que ocurrió en 1968. Sin embargo, hay un problema grave en el tratamiento: más allá de las paradójicas fallas en el exceso del detalle para la recreación de los espacios o la falta de atención cronológica, lo que llama la atención es la recurrencia por tratar el tema como algo dado, sin cuestionamiento sobre la perspectiva empleada, la ideología de donde emergió el movimiento estudiantil y las causales de la masacre de Tlatelolco. Aunque en muchos casos esto responde a que ya se han cubierto las grandes aristas sobre la movilización, quienes han filmado el ‘68 en tiempos recientes optaron por buscar un punto de vista o una narración con una perspectiva peculiar, a partir de la cual retratar las propias opiniones sobre la movilización y señalar aquellos temas que aún no habían sido tocados. El problema radica en que esta libertad en tratamiento y reconstrucción, esta búsqueda por filmar el dato curioso convirtió la narración fílmica del 68 en un anecdotario de la historia mexicana en vez de elevar el movimiento estudiantil mexicano de 1968 como un evento fundacional de la memoria y la historia nacional reciente.

PARA SABER MÁS

  • Vázquez Mantecón, Álvaro. Memorial del 68. México, UNAM/Turner, 2007.
  • Mestman, Mariano, coord., Las rupturas del 68 en el cine de América Latina. Argentina, Akal, 2016.
  • Fons, Jorge, Rojo amanecer, México, 1989, 96 minutos.
  • López Arretche, Leobardo, El Grito, México 1968, México, 1968, 120 minutos.

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