Odio

Iván Lópezgallo
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 43.

Ataque de 1838 a Veracruz por los franceses

Los odio. Malditos sean.

Ayer volví a soñar con mi familia. Fue igual que siempre. El mismo maldito sueño que tengo desde hace más de 20 años: soy un niño pequeño y meriendo tranquilamente junto a ellos, pero de repente se escucha un estruendo, siento un golpe y se desata el infierno. Por unos segundos pierdo el conocimiento, pero cuando despierto veo fuego por todos lados… y escucho gritos que piden auxilio y lamentos de dolor. Mis hermanos se calcinan junto a mis padres, que yacen aplastados bajo los escombros que cayeron sobre ellos. Veo a mi madre, su hermoso rostro no existe ya: los ojos que tanta paz me transmitían han desaparecido y en su lugar encuentro dos cuencas vacías, mientras que su piel blanca y tersa parece ahora un pergamino que se arruga y consume entre las llamas. Mi padre… o, mejor dicho, lo que fue mi padre, no es más que un bulto informe que se quema junto a mamá en el más horrendo silencio… y lo peor es que muy cerca de ellos mis hermanos siguen gritando… hasta que poco a poco dejan de hacerlo.
Pero no llega el silencio, ya que alguien más empieza a berrear… alguien conocido.

Yo.
El fuego abrasa mi piel y no puedo moverme, pues una viga aprisiona mi pierna… el dolor es insoportable y el olor a carne quemada me revuelve las entrañas. Siento que me ahogo. Sé que voy a morir y lo acepto apesadumbrado, pero antes de perder el conocimiento veo a varias
figuras que se abren paso entre las llamas.

Hijos de la tiznada.
Todo por 600 000 miserables pesos. Una fortuna si consideramos que dizque se trataba del pago de unos pasteles… pero demasiado poco como para justificar la muerte de los míos y de tantas personas; aunque la verdad es que esto último no les importa, pues nos ven como a insectos a los que pueden aplastar sin ningún remordimiento.
¡Y que la más vieja de su casa se trague lo de los pasteles o incluso lo de los 600 000 pesos!, porque estoy seguro de que en venir hasta acá y atacar Veracruz se gastaron mucho más.

Malditos infelices.
Y maldito sueño que me atormenta desde hace tantos años.
¿Cuántos van exactamente?
A ver… estamos en marzo del 67 y esto que le cuento sucedió por diciembre del 38… hace 28 años, tres meses y algunos días… que es el tiempo que Santa Anna lleva cojo, pues el cañonazo que destruyó mi casa fue de los que dispararon contra sus tropas el día que perdió la pierna. ¡Y pensar que aun así el quinzuñas apoyó a la última intervención! Supongo que su invalidez debe haberle dolido tanto como la humillación de que los gabachos lo subieran a un barco y lo expulsaran del país en 1862, cuando dizque regresó a México para vivir en paz. ¡Y todo por publicar un manifiesto para quedar bien con ellos! Mendigo cojo, bien merecido se lo tenía. Necesitábamos brazos para regresarlos por donde vinieron y a él se le ocurre andar de arrastrado… ¡no me joda, don Antonio!

¡Y luego con esos pinches franchutes! ¡Con esos desgraciados que, no conformes con el desgarriate que hicieron en la Guerra de los Pasteles, vinieron bien campantes a saquearnos de nuevo… solo que ahora acompañados por un pinche güero al que de buenas a primeras dijeron que debíamos besarle las patas y decirle emperador!

¿Y eso por qué o a cuenta de qué?

Si serán tarados… payos… brutos… babosos o como usted quiera decirles.

¡Si ya no estamos en 1521, para que vengan a conquistarnos!

Muchas cosas cambiaron en la colonia y desde que logramos la independencia o nos invadieron en el 38. E incluso luego de la guerra contra los gringos. Digo, nos costó muchos muertos y la mitad del territorio, pero ya no vamos a permitir que los extranjeros –sin importar si son gachupines, gabachos o gringos– se burlen de nosotros y nos quiten lo que es nuestro.

Se los demostramos el 5 de mayo del 62, lo confirmamos un año después en el sitio de Puebla y hemos dado ejemplo de ello durante todo este tiempo: no nos vamos a dejar.

No.

Ya no.

Bien dijo el presidente Juárez que a falta de armas habría que pelear hasta con uñas y dientes.

Podría parecer exagerado, pero así lo hicimos.

Y ahora los tenemos ahí enfrente… encerrados.

Y los voy a matar.

Como a los cerdos que son.

Porque, ¿ya le dije que los odio?

Luego de que los invasores mataron a mis padres quedé al resguardo de mi abuela materna, quien con sus amorosos cuidados logró que mi cuerpo se recuperara de la mejor manera posible; aunque mis piernas están llenas de cicatrices y tengo marcas en los brazos, la espalda y el rostro, además de una cojera casi imperceptible.

Mamá Lupe, como yo la llamaba, falleció algunos años después y me fui a vivir con unos tíos que trabajaban para Santa Anna en su hacienda de Manga de Clavo, por lo que pude darme cuenta de la vida de juegos, lujos y excesos que llevaba a quien especialmente le gustaban dos cosas: las mujeres y los gallos…, además claro, del poder.

Y es que, aunque no le agradaba eso de gobernar, le encantaba tener a no sé cuántos políticos, curas y militares haciendo antesala para pedirle quién sabe qué cosas… y ahí los tenía esperando, con el pretexto de que estaba en una reunión importante, mientras retozaba con las mulatas que trabajaban en la hacienda o le apostaba grandes cantidades al giro o al colorado.

Una vez, en alguna de sus tantas presidencias, un sacerdote fue a buscarlo al Palacio Nacional porque necesitaba verlo. “Con urgencia”, le dijo a mi tío. Pero Santa Anna, fiel a su costumbre, lo tuvo esperando un ratote… por lo que el religioso se desesperó y, haciendo a un lado a mi tío, se metió a buscarlo. Y como el que busca encuentra… pues lo encontró; solo que no “en una importante reunión”, como le había hecho saber, sino curando a uno de sus gallos, por lo que salió furioso del edificio y se sumó a sus enemigos.

Pero si bien es cierto que Santa Anna era mujeriego, pendenciero y jugador, también lo es que sabía ponerse al frente de unos cuantos soldados y en poco tiempo convertirlos en un ejército numeroso. Digo, es verdad que era un jefe carismático y que la pérdida de su pierna le daba credibilidad cuando decía que había que sacrificarse por la patria; pero más bien lo lograba porque a la hora de ordenar una leva no se tentaba el corazón y dejaba a los pueblos casi sin hombres… aunque a la hora de los catorrazos, estos “voluntarios” eran los primeros en tirar el rifle y echarse a correr.

Así empecé yo a pelear a sus órdenes. Todavía ni era un adulto.

Y no me agarró la leva.

Y tampoco aventé el fusil y pegué la carrera como perro apaleado.

No.

Lo que pasó fue que, durante la guerra contra Estados Unidos, tuvimos una dura batalla entre San Luis y Saltillo. Se dio, si recuerdo bien, en el paso de una montaña conocido como La Angostura. Duró dos días y al final Santa Anna ordenó la retirada… a pesar de que parecía que podríamos ganar. Yo era su ayudante y no tenía que participar en la lucha –digo, ni rifle tenía–; pero la imprudencia y el irreflexivo arrojo de la juventud me llevaron hasta el campo de batalla, gritándome el quinzuñas que no fuese tonto, que no me expusiera a lo bruto porque estaba desarmado… pero en ese momento un soldado cayó a mi lado con la cabeza despedazada, agarré su arma y se la enseñé al general en jefe.

– Mire patrón, ¡ya tengo con qué tirarles! –le grité emocionado–.

–¡Pos sí, tarugo! –me gritó a su vez un sargento canoso–, ¡pero cúbrete o te van a matar!

Así arrancó mi carrera militar. Tenía yo 14 o 15 años.

Lo malo fue que ni mis heridas –en esa guerra perdí dos dedos de la mano izquierda– ni las muertes de mis compañeros sirvieron de mucho, pues los malditos gringos nos derrotaron una y otra vez, arrebatándonos al final la mitad del territorio.

Toditito el norte.

Y querían más: Sonora y la península de Baja California.

Solo que nuestros negociadores tuvieron más güevos que el infeliz de Santa Anna y lograron conservarlos. Ellos no corrieron al ver las cosas perdidas.

Sin embargo, a pesar de abandonarnos cuando vio tomada la ciudad de México por los gringos, pocos años después Santa Anna volvió a ocupar la presidencia, aunque al final lo expulsó una revolución que empezó en Acapulco y a la que me incorporé convencido de que la presencia del cojo era más mala que buena para nuestro país.

Luego vinieron la Constitución del 57 y la Guerra de Reforma, por lo que yo hice lo que mejor se me daba: pelear como un animal sediento de sangre.

Porque eso era yo: un animal, una bestia, un depredador que se lanzaba al frente de las cargas de caballería del ejército restaurador sin ningún miedo a la muerte.

Me volví un defensor convencido de la Santa Religión y de su Iglesia Católica, Apostólica y Romana, por lo que maté a los liberales –sus enemigos– sin ningún remordimiento.

Pero siempre en batalla.

Jamás cuando estaban desarmados.

Por eso me chocaba estar bajo las órdenes de Leonardo Márquez, un general estirado y sangrón al que le encantaba matar prisioneros, como Melchor Ocampo, Leandro Valle o los que luego llamaron mártires de Tacubaya, entre quienes asesinó hasta a los heridos y los médicos y enfermeros que los atendían… Pero que cuando las cosas no iban bien para su causa, se daba la vuelta, picaba espuelas y abandonaba a sus hombres.

Lo despreciable de la conducta de Márquez provocó que no dudara en irme con el general Negrete cuando me lo propuso. Con él me uní a los liberales para luchar contra los franceses, sin importarme que hayan sido mis enemigos en la Guerra de Reforma. Y es que, como dijo él: yo también tengo patria antes que partido.

Pero bueno… me fui con Miguel Negrete a pelear junto a los juaristas. Con él luché en Puebla el 5 de mayo y junto a él escuché al general Zaragoza pedir su caballo entre delirios, antes de morir a causa del tifo. Luego, meses después, bajo sus órdenes luché en el sitio de Puebla, donde logramos mantener a raya a los gabachos durante dos meses.

Fue un periodo en el que nos comimos hasta los caballos y nos quedamos sin parque, por lo que una noche destruimos las armas y al otro día nos rendimos, reconociendo los mismos franceses la “bárbara” –así la llamaron– defensa que habíamos llevado a cabo.

Y cuando nos llevaban a Veracruz para mandarnos al destierro a Francia, logré fugarme con el general Escobedo para seguir luchando contra el imperio.

Junto a él me tocaron las vacas flacas… vivíamos a salto de mata, sin poder conseguir armas ni casi nada que comer, conformándonos con lo poco que quería –y podía– darnos la gente. Atacábamos de pronto a los franceses que se descuidaban y de inmediato emprendíamos la retirada para evitar un combate formal en el que llevábamos las de perder.

Durante ese tiempo vi cosas horribles: pueblos saqueados por el invasor, hombres asesinados indiscriminadamente y mujeres violadas tumultuariamente… entre cosas peores que prefiero no recordar. Luego empezaron a matarnos apenas nos capturaban… dizque porque eso dispuso su emperador un 3 de octubre, fecha en que decretó que los soldados eran iguales a los salteadores de caminos. Así asesinaron a dos grandes generales, José María Arteaga y Carlos Salazar… bueno, entre muchos otros.

Y siguieron en lo suyo: matar, violar, saquear y quemar… matar, violar, saquear y quemar… y así todo el tiempo.

Pero aguantamos.

Continuamos peleando.

Y al final Napoleón el pequeño tuvo que retirar sus soldados.

Y empezamos a cambiar las cosas… a voltear la tortilla.

Y acá estamos ahora, frente a Querétaro, que junto a la ciudad de México, Puebla y Veracruz se ha convertido en uno de los últimos reductos de la monarquía.

Solo que aquí está su emperador, Maximiliano. El desgraciado que tanto ensangrentó a nuestro país. Y están también sus generales, Miramón, Méndez, Mejía, Márquez y del Castillo, entre muchos otros.

Tal vez no lo saben, pero están perdidos.

Ya son nuestros.

Y con ellos va a caer en nuestras manos la bola de infelices que les ayudaron, mexicanos y extranjeros… y a mí me interesan los extranjeros.

Porque los voy a matar… como los cerdos que son.

Por eso estoy listo para atacar… me urge cobrarles los robos, las humillaciones y las vidas destrozadas. ¡Todas las muertes!

El asesinato de mis padres y mis hermanos José, Juan, Mariano, Cástulo y Antonia, de tan solo dos añitos.

Ellos nada tenían que ver, eran solo unos niños…

¡Y los mataron de todos modos!

Lo juro, no pienso en otra cosa que no sea vengarme…

Así que mientras llega el momento lucho contra mis impulsos y me obligo a gobernarme, pues si por mí fuera ahorita mismo me lanzaría contra ellos… como hice en Puebla en el 62 con los bravísimos indios de la sierra norte, esos a los que la gente confunde con los zacapoaxtlas.

Y lo haría –aventarme contra ellos– aunque me cueste la vida. Porque creo que ya dije que los odio. Los odio y los aborrezco con toda el alma.

Los odio por arrebatarme a lo que yo más quería y por dejarme estas marcas horribles que todo el tiempo me recuerdan mi desgracia.

Los odio por las pesadillas que cada noche me hacen vivir –o más bien, revivir– un infierno.

Y para acabar pronto: los odio por cómo hablan, por cómo visten, por cómo lucen, por su color de piel y hasta por cómo sonríen.

Pero muy pronto dejarán de sonreír.

Solo falta que el general dé la orden de ataque…