Octavio Paz Solórzano, edición Regina Hernández – Instituto Mora.
Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 13.
La ciudad de México en 1910 era una ciudad llena de contrastes. Como símbolo del poder, representaba a un régimen que sostenía el orden y el progreso. Las obras de urbanización, agua, drenaje, pavimentación de calles, alumbrado, servicios y nuevas comunicaciones traslapaban los contrastes entre la miseria y la riqueza y bajo el cual las diferencias entre pobres y ricos se incrementaban. Representaba asimismo a un régimen que, entre afeites, perfumes franceses, carreras de caballos, clubes hípicos, grandes salones y restaurantes, pretendía esconder su cansancio y decrepitud. Desde 1908 “después de la entrevista Díaz-Creelman”, la capital vio aparecer en sus calles, cafés, plazas, mercados, barrios y colonias voces discordantes que rompían el silencio y la apatía. Nuevos grupos políticos se sumaban a los partidarios de la No Reelección de Porfirio Díaz. El pueblo quería y buscaba un cambio.
En 1910 la ciudad de México vivía en un dilema. Por un lado, se hizo festiva, patriota, retomó el sentido nacionalista producido por el redescubrimiento de los héroes que 100 años antes habían lanzado el grito libertario. Por el otro, era cuestionadora, crítica, exigente, tomaba las calles para exigir un cambio que le permitiera obtener mejores salarios, elegir libremente a sus gobernantes e imponer la bandera del nuevo proyecto que reclamaba el Sufragio Efectivo y la No Reelección.
Por la calle de Tacuba transitaban jóvenes estudiantes, obreros, empleados, maestros, periodistas, que se dirigían al Centro Antirreleccionista a escuchar las propuestas de Emilio Vázquez Gómez, Francisco I. Madero, Luis Cabrera, Filomeno Mata y José Vasconcelos. Leían con sumo interés los artículos publicados en dos nuevos periódicos: México Nuevo y El Constitucional. Pero a la vez la población se preparaba para esconder sus inconformidades y mostrar al mundo los logros del régimen porfirista. Las fiestas del Centenario la convirtieron en escenario de los desfiles de huéspedes distinguidos. Se veían bombines, jaquís, kepis, levitas, sombreros emplumados y vestidos de seda y muselina, en contraste con los anchos sombreros de palma, los calzones de manta, los huaraches, los sacos de lana burda y corriente. El escritor y diplomático Federico Gamboa anota en su Diario: “La sociedad íntegra y el pueblo entero secundaron al gobierno con patriótica y cálida cooperación inolvidable”.
El pueblo observaba detrás de la valla de soldados y policías las inauguraciones de los edificios del manicomio de La Castañeda, la Normal para Maestros y la Asociación Cristiana de Jóvenes en la calle de Balderas, vio colocar las estatuas de Luis Pasteur, George Washington y Alejando Von Humboldt. En la Alameda aplaudió la inauguración del Hemiciclo a Juárez y desde el elegante paseo de la Reforma admiró elevarse la columna de la Independencia. Fiestas, bailes y banquetes halagaban a los invitados, pero las notas discordantes se escabullían para aparecer en el anónimo grito de apoyo a Madero y el Sufragio Efectivo, No Reelección.
Una vez que transcurrió el jolgorio, la tensión política aumentó. La oposición ganó terreno. Díaz utilizó los medios oficiales y oficialistas para declararse triunfante. El descontento recorría las calles de la ciudad. La protesta levantaba su voz. Las noticias llegaron pronto: Madero había promulgado el Plan de San Luis Potosí y llamaba a un levantamiento armado. Aquiles Serdán cayó luchando en Puebla. La misma capital de la república se enfrentó al régimen: el 18 de marzo de 1911 un grupo de intelectuales encabezado por Camilo Arriaga dio a conocer el Plan de Tacubaya, en el que se convocaba a una rebelión armada y a la toma del cuartel de San Diego. Al denunciarse la conspiración, algunos de sus participantes fueron hechos prisioneros, otros escaparon y se refugiaron en Estados Unidos. La represión aumentó, hubo delaciones y acoso. Las cárceles se llenaron.
Díaz se tardó mucho en reaccionar; cuando por fin se percató de la importancia del movimiento maderista quiso revertir la situación. Hizo renunciar al gabinete en pleno con excepción del ministro de Hacienda José Yves Limantour. El 1° de abril envió al Congreso una iniciativa de ley para restablecer el principio de no reelección y repartir algunas tierras de las grandes haciendas. Buscó también un acercamiento con el jefe revolucionario Madero pero sus emisarios se negaron a discutir acerca de la renuncia presidencial. La lucha creció, el ejército fue incapaz de dominar las sublevaciones. La ciudad de México no escondió su inconformidad y se lanzó a la calle; estudiantes y obreros unieron sus gritos y exigieron la salida de Díaz, apedrearon su casa y el taller de El imparcial, reconocido como la voz del régimen, fue incendiado. El coloso tembló, su caída era inminente.
El fragmento que reproducimos a continuación expresa de excelente forma la efervescencia que se vivió en el Distrito Federal los días previos a la renuncia de Porfirio Díaz. Procede del “Magazine Para Todos” del diario El Universal, del 10 de noviembre de 1929. Su autor, Octavio Paz Solórzano, era hijo de don Ireneo Paz, y hacia 1910 colaboraba con su padre en La Patria, el periódico que este había fundado por él. Atendamos pues a su testimonio.
Regina Hernández
Instituto Mora
[…] Los más entusiastas en los ideales [revolucionarios] por los que se combatía eran los estudiantes: Unos, decididamente después de haber estado comprometidos en las conspiraciones que se fraguaban y temiendo ser aprehendidos, se agregaron a los amigos o conocidos que tenían en la revolución. [José] Siurob marchó a Guanajuato; Enrique Estrada al norte; Rafael Cal y Mayor, que había sido comisionado por Siurob para hacer propaganda entre los estudiantes, con el objeto de conseguir adeptos al Plan de Tacubaya y que el día designado para el levantamiento debía apoderarse, en compañía de otros estudiantes, del armamento de la guardia del Hospital Militar. Al fracasar la conspiración fue a unirse con Rafael Tapia, al Estado de Veracruz.
Un grupo de estudiantes de las diversas escuelas metropolitanas, encabezados por Fandila Peña y Gonzalo Zúñiga, tuvieron la audacia de irle a pedir la renuncia al general Díaz, pero al estar en su presencia les impuso de tal manera la voz ronca de don Porfirio, que ya ni hallaban ni cómo salir, y todos aterrorizados cuando se les preguntaba qué les había respondido el presidente, no sabían ni qué contestar, pues decían que sólo habían oído un ronquido. Después de este hecho, Fandi la Peña, con un grupo de los atrevidos se fue con los revolucionarios surianos.