El sueño de Julio Ruelas en Montparnasse

El sueño de Julio Ruelas en Montparnasse

Julieta Ortiz Gaitán – Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 4.

Julio Ruelas Suárez

Un profundo dolor debía invadir el ámbito de la Revista Moderna de México cuando llegó la noticia de la muerte de Julio Ruelas acaecida en París, el 16 de septiembre de 1907. En un editorial, sus compañeros se declararon heridos en pleno corazón por el golpe inesperado que arrancó a su más conspicuo ilustrador, intérprete fiel del espíritu del modernismo mexicano a través de su abundante repertorio iconográfico. El vacío que deja Ruelas, afirmaron, todavía no lo podemos medir.

En aquel México de principios del siglo XX, los artistas vivían en una bohemia obligada que dio tono a la época y consumió vidas y talentos en dolorosas muertes prematuras. Pintores, escultores, músicos y literatos compartieron este destino, entre el precario medio local y la avasallante ebullición cultural de las ciudades europeas a las que viajaban, pensionados en un empeño por seguir vocaciones que dejaron, finalmente y a costa de sacrificios, grandes legados para el arte mexicano.

Tal fue el caso de Julio Ruelas, quien nació en Zacatecas el 21 de junio de 1870, cuya vida efímera y atormentada encarna la figura del artista bohemio, extraordinario dibujante de línea refinada y expresiva, quien desarrolló una obra pictórica compuesta por retratos, paisajes y temas fantásticos de una imaginación morbosa y doliente, que encontró abundante motivación en el ámbito literario del modernismo.

Sepulcro Ruelas (640x342)
Sepulcro del artista mexicano en el cementerio de Montparnasse

Antes de ingresar a la Academia de San Carlos, Ruelas cursó estudios en el Instituto Científico e Industrial de Tacubaya y posteriormente en el Colegio Militar, entonces en el Castillo de Chapultepec. José Juan Tablada quien fue su condiscípulo en el último, menciona en sus memorias diversos episodios y anécdotas que vivió con su amigo. Recuerda las visitas que le hacía en su taller de la calle del Indio Triste, una vasta pieza sobre las azoteas, desde donde se dominaba un panorama de cúpulas y campanarios, la luz entrando a ráfagas por los anchos ventanales y, en medio de la estancia, una mesa enorme, como de refectorio conventual, llena de dibujos y cartones con bocetos al óleo. Tablada evoca en sus memorias esas reuniones de contertulios, un grupo íntimo, en las que se tocaba el piano, leíamos, contemplábamos grabados o espiábamos el trabajo del pintor ensimismado y silencioso.

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