Editorial #52

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 52.

En tiempos de pandemia, el estado de la salud mental se ha convertido en un tema de interés social como parte de las consecuencias del extenso aislamiento, los temores al contagio, los peligros de la convivencia, el desorden del sueño o el estrés por los desequilibrios económicos. La búsqueda de respuestas a estos nuevos trastornos psicológicos, muy recientes como para hallar soluciones, también se planteaba hace más de un siglo y en otras circunstancias. Encontramos un antecedente muy preciso en 1869. Ansiedad, debilidad, irritación, miedos irracionales por problemas del entorno fueron definidos entonces como neurastenia por el neurólogo estadunidense George Miller Beard. De alguna manera, la “fatiga mental” comenzó a introducirse a fines del siglo XIX en México como un tema de la medicina, a la par de los cambios en el ritmo de vida. Se presentaban situaciones como el agobio laboral, que se traducía en alcoholismo, o que la histeria, la hipocondría y la manía eran provocadas por pasiones amorosas desmedidas y ambiciones insatisfechas. Entrado el nuevo siglo –aunque ya desde 1887 se habían establecido cátedras sobre salud mental en la Escuela Nacional de Medicina–, los médicos mexicanos que explicaban la neurastenia afirmaban que el exceso de trabajo generaba como consecuencia el surmenage, algo así como el cansancio crónico y dificultades cognitivas. Ya se asimilaban como términos corrientes “miedo mórbido”, “topofobia”, “antropofobia”, “monofobia” o “pantofobia”. La neurastenia atacaba de manera diferente, indicaban los estudios, en hombres –los más afectados– que, en mujeres, y con consecuencia de largo plazo, incluso en niñas y niños. El escritor nicaragüense Rubén Darío demostraba que el descanso y las vacaciones eran un buen aliciente para recuperarse de los tiempos frenéticos de entonces, y los médicos también aconsejaban hidroterapia y electroterapias, sedantes de opio y cloral, y remedios tónicos a base de plantas silvestres −como el cerezo− para volver “a los placeres y tareas del mundo a muchos que habían perdido ya toda esperanza”. Aquello que se conoció en principio como medicina alienista, antecedente de la psiquiatría, viene muy bien a cuento para destacar en este número 52 de BiCentenario, a fin de comprender cómo un asunto tan sensible como la salud mental ya era preocupación hace más de un siglo para los habitantes de una ajetreada ciudad de México.

Las preocupaciones, ya no tanto de salud, sino políticas, por ejemplo, de otros momentos de nuestra historia, las vemos reflejadas en decisiones que definieron acontecimientos para el futuro de una nación en formación. Ahí tenemos a la prensa de San Luis Potosí, que prefirió apoyar al general conservador Tomás Mejía y sus aliados franceses para obligar al gobierno republicano de Benito Juárez a escapar de la acechanza militar del nuevo régimen que instauraba el emperador Maximiliano de Habsburgo. En pocos años más pudieron saber de sus errores, pagados incluso con la vida, en el caso del militar. De esas decisiones temerarias estaban hechos también los grupos guerrilleros dedicados a secuestrar personajes destacados durante la guerra civil, con el fin de solventar las urgencias económicas, ya fuera por dinero fácil, antipatía hacia los extranjeros ricos, esencialmente españoles, o venganza social.

Uno de los tantos libros y publicaciones que giran en la actualidad sobre superación personal aconsejaría que a las preocupaciones se las enfrenta con actitud. Un caso que abordamos en estas páginas es el del escultor Manuel Felguérez, fallecido en 2020. ¿Cómo fue que este renovador del muralismo en México pudo hacer frente −junto con otros artistas, buena parte de ellos refugiados europeos− a la arraigada concepción sobre el arte posrevolucionario consagrado a los artistas intocables del Estado: ¿Rivera, Orozco y Siqueiros? ¿Tuvo que ver la influencia del arte y sus tendencias que provenían del extranjero?

Por entonces, años sesenta del siglo XX, una mujer médica, especializada en la odontología –Estela Gracia García y Martínez–, se plantaba ante sus pares militares del ejército mexicano. ¿Cómo pudo su profesionalidad y conocimiento imponerse sobre las miradas escépticas y discriminatorias en esa institución dirigida y hecha por hombres?

Otro texto a citar de este número de la revista nos lleva al puerto de Veracruz en 1921.  ¿Qué tan apacible fue la vida cotidiana en aquel año cuando aún estaba presente la atemorizante fiebre amarilla y el primer paro ferroviario adelantaba que no vendrían años sencillos a la vera de sus frescos portales?

BiCentenario 52 también da cuenta cómo es la convivencia en nuestra conflictiva frontera sur entre compatriotas chiapanecos y migrantes guatemaltecos y centroamericanos. ¿Qué tan cerca están sus aspiraciones sociales de los intereses de la geopolítica resuelta muy lejos de allí?

Y si busca el lector algo más estimulante que conflictos políticos y sociales, o los avatares de la salud, tiene aquí un recorrido muy diverso que va desde la astrología novohispana necesitada de saber qué ocurriría, alineación de los astros mediante, con el clima o las enfermedades, pasando las escapadas a los bosques de Avándaro y Valle de Bravo en tiempos de la liberación sexual y la explosión del rock, hasta la variedad de recetas de carnes, guisados y postres de la exuberante cocina campechana.

¡Hasta la próxima!

Darío Fritz.