Vagón naranja

Vagón naranja

Nacho Casas

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 51.

Vio nacimientos, muertes, suicidios, robos. Escuchó canciones de amor y despecho. Gritos de pregoneros o vendedores. Vio el asombro de chicos y grandes. Hasta que encalló en un taller de desguace.

Voy en el metro, ¡qué grandote, rapidote, qué limpiote!
¡Qué deferencia del camión de mi compadre Jilemón
que va al panteón!
Chava Flores

Llegó de París, pero no sobre las alas de una cigüeña, zopilote o avión. No. Viajó durante días y noches, entre olas, peces y gaviotas, surcando el Atlántico a bordo de un enorme buque. Desmembrado, conoció el calor de altamar y la brisa fresca en medio de la inmensidad.

Un puerto francés, Marsella, le dijo: au revoir y le cantó la despedida; un puerto mexicano, Veracruz, le dio la bienvenida y lo recibió con huapangos y marimbas.

En un tren de carga, acompañado de los colores del trópico y el aroma de gardenias, café y hueledenoches, atravesó manglares, cascadas, ríos. Cruzó la neblina perpetua de las Cumbres de Maltrata, que lo trataron bien, por cierto. Miró el Pico de Orizaba con curiosidad.

Los volcanes Malinche, Popocatépetl e Iztacíhuatl observaron sus vidrios, puertas, neumáticos y su cabina de conducción, con asombro. El frío de la nieve volcánica lo cautivó. Los llanos de Apan y su olor a pulque lo deleitaron. Largos caminos recorrió, desde el Golfo hasta el Altiplano.

Mientras todo esto sucedía, una tropa de hombres –cual topos–, escarbaba el acuoso subsuelo de la ciudad de México para llenarlo de túneles, pasadizos, rieles. Caminos alejados de la luz del día. Albañiles, ingenieros, cargadores, electricistas y hasta arqueólogos hurgaban los intestinos de la antigua México Tenochtitlan, que un día sí y otro también regalaba a los mexicanos del siglo XX testimonios de su antigua grandeza: esculturas prehispánicas de dioses buenos, figuras de hombres y mujeres, de perros, jaguares, ocelotes. Joyas de oro y obsidiana.

Luego de tan largo viaje llegó a su primer destino, Ciudad Sahagún. Ahí fue armado con calma y alegría, tal como chicos y grandes ensamblan las piezas de un Lego.

Así nació el protagonista de esta historia: un vagón de Metro color naranja; pero faltaba un traslado más, ahora a su destino final, la ciudad de México.

En el mes de la patria de 1969, el vagón, decorado con franjas tricolores y el escudo nacional mexicano a sus costados, realizó orgulloso su primer trayecto sobre los rieles que corrían de Zaragoza a Chapultepec. Fue ese el viaje inicial de los muchos que haría en su larga existencia entre los intestinos de la ciudad capital.

A partir de aquel día, en su interminable andar por el mismo recorrido, vagón vio nacimientos, muertes, suicidios, robos, escuchó canciones de amor y despecho, gritos de pregoneros o vendedores, vio el asombro de chicos y grandes, así como de quienes se subían por vez primera al moderno sistema de transporte.

Recorrió tantas veces esos túneles, que reconocía fácilmente a cada uno de los durmientes. También a los pasajeros, quienes cotidianamente viajaban dentro de él con prisa, amor, fe, necesidad o diversión. Sabía de las nuevas familias de roedores y otras alimañas que habitan el oscuro mundo de luz artificial que sucede en los largos túneles.

El siglo XXI llegó. El vagón que recorrió millones de veces el Sistema de Trasporte Colectivo había envejecido. Varias veces fue reparado, rehabilitado. Se le cambiaron neumáticos, tapones, diferenciales. Incluso fue pintado y repintado, pero a pesar de eso, una mañana se ordenó que el vagón MP68, el veterano del sistema, fuera dado de baja.

Esa noche realizaría su último viaje. Vagón se resistió. En cada estación se detenía. Se negaba a continuar. No quería llegar a su destino. Los recorridos que generalmente hacía en 50 minutos, tardaron más de cuatro horas. Causó furia y alboroto entre los usuarios; desconcierto entre los choferes y las autoridades. Cuando llegó a Cuatro Caminos, vagón decidió no moverse más, así que después de la media noche, fue jalado por un tren nodriza. Arribó por fin a Ticomán, donde se encuentra el taller mayor.

A la mañana lo desmontaron sobre un gato eléctrico y empezó a ser destripado. Nadie supo por qué gritos de tristeza profunda salían de las entrañas de la ciudad de México. Esa noche, mucha gente no pudo dormir a causa de aquel sonido metálico y carnal que emergía por los respiraderos del Metro.

Neumáticos, tornillos, puertas, asientos, vidrios con la leyenda securité fueron quitados con la calma propia de quienes arreglan un muerto fresco.

Cuando sólo quedó el alma del vagón, esta se internó en los túneles, salvando ratas y arrogantes vagones nuevos y se dirigió a la Línea 2, rumbo a la estación Panteones.

Ahí, invisible como son todos los descarnados, esperó hasta que llegó el ansiado 2 de noviembre, fecha en que los muertos salen de sus tumbas.

Nunca pensó lo que causaría su llegada. Un tumulto de difuntos intentó a toda costa subirse a él, para llegar rápida y cómodamente a visitar a sus seres queridos, tomar tequila y comer tamalitos, calabaza en tacha y pan de muerto.

Vagón y los difuntos disfrutaron ese viaje como nunca lo habían hecho. Desde aquel día, nunca falta un finado que se quiera quedar a vivir su muerte en el hospitalario vagón, y de vez en cuando, se escuchan risas, lamentos, cuchicheos y cantos de muertos que recorren, trepados en aquel vagón invisible, los oscuros caminos del Metro de la ciudad de México.

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