Cristóbal A. Sánchez Ulloa
CIESAS Peninsular
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 40.
Durante los nueve meses en que las tropas del general Winfield Scott se instalaron en la ciudad de México entre 1847 y 1848, hubo una relativa armonía con la población a pesar de tratarse de una fuerza invasora. Carreras de caballo, paseos fuera y dentro de la ciudad, obras de teatro, corridas de toros, espectáculos de magia y ópera formaron parte de diferentes entretenimientos que compartieron en mayor o menor medida, aunque hubiese desconfianzas.
Que tenía un pacto con el diablo. Era lo que se rumoraba en la ciudad. Y el aire de misterio que lo rodeaba, su mirada incisiva, su voz y ese acento peculiar abonaban a la palabrería. Por esos decires, algunos habitantes de la capital mexicana decidieron no ir a verlo, a pesar de que sus trucos eran algo insólito.
La reticencia de algunos, de cualquier modo, no impidió que la noche del jueves 6 de abril de 1848, una multitud de mexicanos y de soldados estadunidenses, quienes en ese momento ocupaban la ciudad, llenara el patio, los palcos, las lunetas y la galería del Teatro Nacional, como en las diez ocasiones anteriores en que se había presentado.
El escenario se iluminó con un centenar de velas y se decoró como el gabinete de un antiguo alquimista, con frascos, matraces, vasijas, candeleros y otros tantos instrumentos para realizar experimentos. Finalmente, apareció el mago alemán, vestido con una túnica de terciopelo negro, y comenzó su última función en la ciudad. En el punto culminante de la misma, Herr Alexander se hizo acompañar en el escenario de un niño de doce años. Instantes después, este se encontraba suspendido sobre el suelo, ante la mirada de asombro de todos los ahí presentes.
Fue en ese momento cuando se pudieron admirar los dos más grandes “trucos” que el mago Alexander Heimbürger hizo en México: en el escenario, hacer levitar al niño; y entre la audiencia, haber convocado a mexicanos y mexicanas, quienes habían evitado concurrir al teatro desde que inició la ocupación de la capital por el ejército estadunidense.
Muchos militares visitaron sitios de interés en la ciudad, como la catedral, la universidad y otros tantos que les llamaron la atención. Igualmente, se aventuraron a las afueras. Un grupo, por ejemplo, llegó hasta la cima del Popocatépetl. También organizaron carreras de caballos en el Peñón de los Baños y alguna que otra en el Paseo de la Viga, en la Alameda y hasta en la Plaza Mayor. En ellas, los soldados apostaban y hacían competir a los animales más veloces de su ejército, en un ambiente similar al del campo de batalla. Ahí podían alejarse de la sociedad mexicana y de la urbe, estar entre compatriotas y sentir que no habían abandonado la vida militar.
Sin embargo, alejarse de los mexicanos no era la intención de la mayoría. Varios deseaban convivir con los pobladores de la capital, y en particular, con las pobladoras, a las que llamaban “dark-eyed señoritas” (señoritas de ojos oscuros). Para ello, se incorporaron a algunas diversiones típicas de la sociedad mexicana. Se les podía ver, por ejemplo, en los paseos de la Alameda, Bucareli o la Viga, que al poco tiempo de iniciada la ocupación, volvieron a ser frecuentados por los habitantes de la ciudad. En ellos podía verse a invasores e invadidos juntos, mas no revueltos, ya que los mexicanos marcaban su distancia por medio del carruaje que ocupaban, el caballo que montaban o los gestos corporales. Ahí, los militares tuvieron que acoplarse a las costumbres, muchas veces como simples espectadores. Los paseos fueron una de las actividades que los capitalinos llevaron a cabo con “normalidad”; ahí podían tener momentos de distracción con otros vecinos de la ciudad; además, el hecho de que se realizaran de día y al aire libre probablemente les hacía sentir mayor seguridad. La noche recluía a muchos en sus casas, principalmente a las familias acomodadas, quienes en otros tiempos acostumbraban salir a bailes, al teatro o a paseos nocturnos.
Los domingos, en la plaza de toros que se encontraba en el barrio de San Pablo, al sureste de la ciudad, se organizaron corridas. Además de la lidia acostumbrada, hubo acrobacia ecuestre, gimnasia y hasta individuos que, disfrazados con botargas de ave, eran perseguidos por los toros. Formaban el público, miembros de la tropa del ejército invasor e individuos de las clases menos acomodadas de la capital. Los primeros podían reunirse ahí con sus compañeros para fumar, beber y divertirse. Y los segundos disfrutar de una diversión a la que estaban acostumbrados y en la que podían socializar. En los teatros de la ciudad no se dio la misma convivencia. Ahí, aunque se organizaron numerosos espectáculos, concurrieron casi solamente extranjeros. Sobre todo, en los primeros meses de la ocupación.
Teatro, danza y ópera
Donde mayor variedad hubo en los espectáculos y se reunieron militares estadunidenses de todos los rangos fue en los tres teatros más importantes de la ciudad: el Nacional, el Principal y el de Nuevo México. En este último, llamado así por la calle en la que se encontraba (la actual Artículo 123, entre Luis Moya y Dolores), algunos soldados, aficionados al teatro, escenificaron obras en inglés esporádicamente.
En el Teatro Principal se llevó a cabo otro tipo de espectáculos. Este escenario, construido en la época colonial, se ubicaba en la calle del Coliseo (hoy Bolívar, entre 16 de Septiembre y Madero, en el espacio que ocupa un edificio de la Suprema Corte de Justicia). Ahí se presentó el circo angloamericano, formado por artistas que llegaron con el ejército y por otros que se encontraban en México desde antes de la guerra. Los actos incluían numerosas acrobacias ecuestres, demostraciones de fuerza por parte de los “hércules” y las del hombre elástico, al igual que actos de baile y canto. Entre estos últimos estuvieron los “Sable Harmonists”, que interpretaban canciones típicas de Estados Unidos, y los “Ethiopian Serenaders”, que eran parte de un género de entretenimiento surgido por entonces denominado “Minstrel Show”, en el que los artistas se pintaban la cara de negro e interpretaban canciones y bailes tomados de la cultura de los esclavos del sur del país.
Además de todo ello, en el Teatro Principal se presentaron obras fastuosas, como Napoleón en Egipto, con decenas de actores, caballos y cañones en el escenario. Igualmente, se recrearon las batallas de Churubusco y Molino del Rey, recién acontecidas, que pintaban a los soldados estadunidenses como héroes y a los mexicanos como sus crueles enemigos.
En el Teatro Nacional se escenificaron, principalmente, obras dramáticas y operísticas, además de funciones de magia. Este teatro (que también se llamó Teatro de Santa Anna en las ocasiones en las que el general estuvo en el gobierno) se encontraba en la calle de Vergara (hoy Bolívar) y fue inaugurado en 1844. El espacio que ocupó hoy es la avenida 5 de Mayo, en el tramo de Filomeno Mata a Bolívar. Durante la ocupación estadunidense se presentaron allí los artistas más admirados por los militares estadunidenses de todos los rangos.
En los últimos meses de 1847, actuaron dos compañías de teatro. Una de ellas, viajaba a la par del ejército y comenzó las representaciones de obras en inglés pocos días después de la toma de la ciudad. Antes, se había presentado en las ciudades ocupadas del norte del país y en el puerto de Veracruz. La otra la formaron artistas mexicanos y españoles de las diferentes compañías de verso, danza y ópera italiana que había en la capital antes de la llegada del ejército. Algunos se negaron a actuar frente a los invasores, mientras que, para otros, la necesidad fue mayor.
El Teatro Nacional se convirtió en sitio de reunión del ejército estadunidense y de unos cuantos mexicanos. En el escenario, se presentaron obras famosas en la época, como la ópera La Sonámbula. También comedias de magia, que usaban tramoyas y diferentes efectos para crear ilusiones, y que los ilustrados intentaban combatir, sin éxito, desde el siglo xviii. Las que más disfrutaron los invasores fueron Marta la Romarantina y El mágico de Serván y tirano de Astracán. Esta última cautivó a todos por estar llena de trucos, magia, encantos, procesiones, danzas orientales, fuego azul y una maquinaria precisa. La mayoría no había presenciado espectáculos así antes. En ocasiones, las funciones en el Teatro Nacional terminaban con canciones patrióticas estadunidenses, como “Yankee Doodle” o “Hail Columbia!”, lo cual nos hace imaginar el ambiente que se vivía al interior. No sorprende tanto, entonces, que pocos mexicanos decidieran concurrir.
Lo que más cautivó a los extranjeros en los primeros meses de ocupación fue la actriz María Cañete. La Cañete, como se la conocía, era una actriz española, llegada a México a inicios de la década de 1840. Fue adorada por los militares y los periodistas estadunidenses, quienes editaban periódicos en la ciudad y no dejaron de recalcar su belleza. Aunque la mayoría no entendía el castellano, acudían al teatro para verla actuar. Incluso los generales más importantes del ejército organizaron una función en beneficio de la actriz.
Pero en enero de 1848, los militares se quedaron sin su Cañete, cuando ella y varios artistas de su compañía dejaron la ciudad para probar suerte en Cuba. Una vez que la actriz se fue, muchos dejaron de concurrir al teatro, ya que el anhelo de contemplar a las “dark-eyed señoritas” entre el público, su otra motivación para asistir, no se les había cumplido. Las familias mexicanas que acostumbraban ir al teatro antes de que la guerra llegara a la ciudad, se abstuvieron de hacerlo en los primeros meses de la ocupación, lo que frustró a los estadunidenses quienes, lejos de casa, añoraban admirar rostros femeninos en sus espacios de socialización.
Las cosas cambiaron desde marzo de 1848, cuando se firmó un armisticio que suspendió oficialmente las hostilidades entre los ejércitos. Esto le dio mayor confianza a los habitantes de la ciudad para salir de sus casas y concurrir a los sitios de esparcimiento. Y coincidió con el inicio de las funciones del mago alemán conocido como Herr Alexander, quien convocó a una multitud de mexicanos y extranjeros a admirar sus actos en el Teatro Nacional.
Magia alemana
Alexander Heimbürger o Herr Alexander llegó a Veracruz el 4 de enero de 1848, procedente de Nueva Orleans. Desembarcó en el maltratado muelle del puerto y entró a la ciudad, que se hallaba bajo el poder de los invasores desde inicios de abril de 1847.
El mago viajó a México porque un oficial estadunidense lo invitó a actuar frente a los militares en la capital. Sin embargo, los que se encontraban en el puerto no quisieron desaprovechar la oportunidad de admirar las proezas de las que se hablaba en los diarios del país del norte. Herr Alexander era famoso en ciudades como La Habana, Nueva York, Filadelfia y Nueva Orleans.
El general David E. Twiggs, quien comandaba la ciudad de Veracruz en esos momentos, le ofreció el Palacio de Gobierno de la ciudad para actuar frente a los militares ahí presentes y a los veracruzanos que desearan asistir (que fueron muy pocos). Entre el 11 y el 20 de enero presentó sus “experimentos químicos, neumáticos, ópticos físicos y mágicos”, como se anunciaron sus funciones en los periódicos. Y después partió hacia la capital mexicana.
Probablemente, Herr Alexander estuvo en Xalapa y Puebla, ciudades que también se encontraban bajo la mirada vigilante de las barras y las estrellas, y llegó a la ciudad de México el 1 de marzo de 1848. Los periodistas de la ciudad anunciaron su primera presentación en el Teatro Nacional, que sería el 11 de marzo. Mientras llegaba el día, el prestidigitador convivió con los oficiales del ejército, dando muestras de sus habilidades en reuniones privadas y en un baile de máscaras, en el que se divirtió confundiendo a los asistentes con sus habilidades de prestidigitador.
Finalmente iniciaron las funciones en el Teatro Nacional. Desde la primera, el sábado 11 de marzo, las familias mexicanas se animaron a concurrir y a compartir el mismo espacio con el ejército invasor, entre quienes se encontraban los generales que gobernaban la ciudad. El periódico mexicano El Monitor Republicano brindó detalles de la función y describió la ilusión más sorprendente:
la de los regalos de Flores con que dio fin a la diversión. El prestidigitador pidió un sombrero a la concurrencia, y sin soltarle de las manos, sin habérselo llegado al cuerpo, sin haberse separado del proscenio con sólo los dedos, y el sombrero en el aire, hizo que apareciese lleno de preciosos ramilletes de flores naturales y olorosas que repartió primero a las damas de los palcos, y en seguida a todos sin distinción; con lo que creíamos que las flores se habían agotado, pero sin moverse del lugar en que se hallaba y en presencia de todos, con solo agitar de nuevo el sombrero multiplicaba las flores al infinito, y hallaba con que continuar sus galantes obsequios.
Herr Alexander ofreció diez funciones más entre el domingo 12 de marzo y el jueves 6 de abril, de aproximadamente dos horas y media. En todas ellas, los espectadores llenaron el teatro: desde los asientos del patio, los sitios privilegiados en los palcos y lunetas, hasta las lejanas galerías y ventilas. Con sus trucos y su carisma, el mago se ganó la simpatía de mexicanos y extranjeros.
Los diferentes periódicos de la ciudad reseñaron sus presentaciones y algunos de sus actos y juegos de manos. Entre otras cosas, “resucitó” palomas, separó agua y vino que se encontraban mezclados y, de múltiples maneras, adivinó las cartas elegidas por los espectadores de entre una baraja. El Eco del Comercio describió un truco que divirtió a la concurrencia en la función del jueves 16 de marzo:
Alexander pidió pañuelos y mascadas a los concurrentes y los colocó sobre una mesa, tomando sólo de los veinte que eran, un pañuelo blanco y una mascada de cuadros; los cortó en presencia de todos, y habiéndolos cosido después misteriosamente, resultó que el pañuelo blanco estaba remendado con la mascada y, al contrario: viendo esto el Sr. Alejandro repitió la operación, y sacándolos ya buenos de la ánfora, los devolvió a sus dueños. Los pañuelos que había mojado ya en presencia de todos, los puso en una caja y les tiró un pistoletazo, sacando enseguida, en medio del aplauso universal, los pañuelos ya planchados, que devolvió a sus dueños; pero aún faltaba una cosa, el agua donde había lavado los pañuelos estaba en la cubeta, como lo hizo ver vaciando un poco; pero él quería vaciarla sobre los espectadores, y al hacer el impulso todos creímos que nos iba a bañar, y nos asombramos cuando, en vez de agua, cayeron sobre nosotros muchas flores.
En sus últimas dos presentaciones en la ciudad, el domingo 2 y el jueves 6 de abril, Herr Alexander hizo su mejor truco. Presentó en el escenario a un niño de doce años, quien se sentó en una silla y se “durmió”, tras ser hipnotizado. Posteriormente, el mago colocó dos bastones, que llegaban hasta el suelo, bajo sus brazos. Retiró la silla, de forma que el niño quedó sostenido solamente por los bastones, ya que sus pies no alcanzaban el piso del escenario. Finalmente, retiró el bastón del brazo izquierdo, tras lo cual el niño permaneció “flotando” mientras dormía. El prestidigitador tomó una espada afilada y trazó un círculo en el aire, alrededor del joven asistente, para mostrar que no se ayudaba de hilos o cuerdas. El truco fue muy aplaudido y sirvió para dejarles una muy buena impresión a los concurrentes y, en general, a los pobladores de la ciudad.
Si bien los trucos de Herr Alexander nos pueden parecer poco espectaculares, hay que tomar en cuenta que en ese momento apenas comenzaba el ilusionismo moderno. Muy pocas personas en la ciudad de México de mediados de siglo xix habían admirado actos así. Por ello fue tan aclamado. De hecho, unos cuantos temieron que sus trucos fueran sobrenaturales y lo apodaron “El Demonio” o “El Diablo”. Los editores de El Monitor Republicano afirmaron que, aunque sabían que no había nada sobrenatural en los actos de Herr Alexander, este parecía “poseer la facultad de aniquilar el tiempo, el espacio y la materia”. Incluso, lo llamaron “el nuevo Mefistófeles”. No obstante, la mayoría comprendió que se trataba de ilusiones, producto de la habilidad y del conocimiento del alemán.
Sin duda, tan asombroso como sus trucos de magia, fue lograr que los mexicanos volvieran al teatro. La mayor parte de las familias había decidido no ir mientras los soldados estadunidenses permanecieran en la ciudad. Pero la simpatía de Herr Alexander, lo novedoso de su espectáculo y la afortunada coincidencia de la firma del armisticio, a inicios de marzo de 1848, les hizo cambiar de postura. Por su parte, los invasores se alegraron por poder acercarse, al fin, a las añoradas “dark-eyed señoritas”.
Herr Alexander permaneció en la ciudad unos días más y luego marchó con rumbo a Guanajuato y San Luis, donde planeaba llevar a cabo nuevas funciones. Después de su partida, en el Teatro Nacional se presentaron otros espectáculos para militares y mexicanos, que se sintieron con más confianza para retomar sus actividades de recreación. Un mago italiano, Giovanni Rossi, quien además era ventrílocuo, actuó junto con la bailarina Fanny Manten. Y en el Teatro Principal, la compañía que ahí actuaba antes de la ocupación retomó sus funciones y, de hecho, las actividades cotidianas de la ciudad poco a poco volvieron a la “normalidad”. Finalmente, después de que se ratificó el tratado de paz, el 12 de junio de 1848 el ejército invasor dejó la ciudad de México.
A pesar de estar en medio de una guerra, los que habitaban la ciudad de México y los que la ocuparon entre 1847 y 1848, encontraron la manera de divertirse. Por ello, en esos meses no sólo la violencia visitó la ciudad. También las risas, el placer, el asombro, el suspenso… hasta “el Demonio” la visitó.
Para saber más
- Eisenhower, John S. D., Tan lejos de Dios. La guerra de los Estados Unidos contra México, 1846- 1848, trad. José Esteban Calderón, México, Fondo de Cultura Económica, 2006.
- Gayón Córdova (comp.), La ocupación yanqui de la ciudad de México, 1847-1848, México, INAH, Conaculta, 1997 (Regiones).
- Herrera Serna, Laura, “La guerra entre México y Estados Unidos en los calendarios de mediados del siglo xix”, Boletín del Instituto de Investigaciones Bibliográficas, UNAM, 2000, https://goo.gl/YFtw8E
- Sánchez Ulloa, Cristóbal Alfonso, “La vida en la ciudad de México durante la ocupación del ejército estadunidense. Septiembre de 1847-junio de 1848”, tesis de licenciatura en Historia, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, 2012, https://goo.gl/QyXbem