Preludio del Segundo Imperio

Preludio del Segundo Imperio
Víctor A. Villavicencio Navarro
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
Revista BiCentenario #7

Carlota de niAi??a

Habían pasado casi ocho meses desde que la mayoría de los miembros de la Comisión salieron de su patria con el objeto de ofrecer formalmente la corona mexicana al archiduque Fernando Maximiliano de Habsburgo, y poco más de seis de haber cumplido su misión y encontrarse esperando, paciente y angustiosamente, su respuesta. Al fin, el 10 de abril de 1864, se hallaban en la espléndida sala de ceremonias del castillo de Miramar, la bellísima construcción que Maximiliano habitaba junto con su esposa y que mandó levantar de acuerdo con sus deseos, a las afueras de Trieste (entonces dominio del Imperio Austriaco), a punto de escuchar de los labios de su futuro emperador, la aceptación oficial para ocupar el trono, una vez satisfechas las condiciones que había puesto para asegurarse que la mayoría del pueblo mexicano lo deseaba.

México

Dijo en su discurso José María Gutiérrez de Estrada, quien presidóa la Comisión:

 

Con una confianza filial, pone en vuestras manos el poder soberano y constituyente, que debe regular los futuros destinos y asegurar su glorioso porvenir, prometiéndonos, en este momento de solemne alianza, un amor sin límites y una felicidad inalterable.

José Manuel Hidalgo y Esnaurrízar miraba y escuchaba complacido, orgulloso de haber sido él, en gran parte, el responsable de que la empresa que ahora se consumaba se hubiera echado a andar años atrás. Su tacto y sus finas maneras le habían granjeado un lugar de preferencia dentro de la corte de Napoleón III, gracias a lo cual tuvo la oportunidad de exponer a los monarcas franceses la suerte de su desdichada patria en innumerables ocasiones, asegurándoles que, sin su ayuda, México desaparecería ante la voracidad estadunidense. Por su parte, Ignacio Aguilar y Marocho, para quien el viaje significó la primera oportunidad de salir de México, continuaba asombrado por la belleza del salón de ceremonias, el lujo y buen gusto que decoraban cada rincón de Miramar; impaciente por escuchar a Maximiliano, sentía la certeza de que sus infortunios acabarían. No tendría que ocultarse más, ni soportar la humillación de someterse a un juicio de responsabilidad por haber sido ministro de Su Alteza Serenísima durante su dictadura. Tampoco volvería a sufrir de persecución por haber servido al gobierno conservador como ministro de la Suprema Corte de Justicia durante la Guerra de Reforma. Al fin podría vivir tranquilo y rodeado de su familia.

Conciudanos la honra insigne e inefable dicha de ser los primeros, entre los mexicanos

Concluía Gutiérrez de Estrada

 

que reverentes os saluden a nombre del país, como el Soberano

de México, árbitro de sus destinos y depositario de su porvenir. Todo el pueblo mexicano, que aspira con indecible impaciencia a poseeros, os acogerá en su suelo privilegiado con un grito unánime de agradecimiento y de amor.

Los presentes contuvieron el aliento y dirigieron la mirada expectante al archiduque y su esposa. Maximiliano, ataviado con el traje de gala de almirante de la marina austriaca, en color azul y oro, dio unos pasos hacia delante y dijo: “Solemnemente declaro que con la ayuda del Todopoderoso acepto de las manos de la Nación mexicana la Corona que ella me ofrece”.

[…]

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