Eulalia Ribera Carbó / Instituto Mora
BiCentenario #9
El México de 1910 no era lo que parecía, y menos aún lo que el gobierno de Porfirio Díaz intentaba que pareciera. Es verdad que el balance de los 33 años, si contamos el cuatrienio de Manuel González, durante os cuales el general Díaz ejerció el mando supremo del Estado, era altamente positivo, sobre todo si se compara la situación del país en 1910 con la de 1877.
El sólido aparato estatal construido por los liberales reformadores de mediados de siglo, hizo posible que la alianza concertada en los años ochenta entre el poder político y los grandes terratenientes, principales beneficiarios de la desamortización y de la nacionalización de los bienes de las corporaciones, rindiera frutos. El desarrollo económico era notable, nadie podía poner en duda la estabilidad política, y la paz social, conseguida más a base de palo que de pan, eran fieles testimonios de los logros alcanzados.
Sin embargo, el desarrollo económico dependía de las condiciones prevalecientes en las potencias industrializadas que adquirían nuestros productos. La estabilidad política era, en lo fundamental, resultado de una férrea dictadura pactada con los señores de la tierra y del dinero, y la paz social encubría la gran ofensiva de los hacendados sobre las tierras de los pueblos, el despojo a pequeños propietarios, salarios de hambre, jornadas de trabajo de 14 horas, tiendas de raya, justicia patronal ejercida por propia mano y una larga lista de agravios que la mayoría de la población parecía soportar resignada y calladamente.
Cuando el siglo XX empezó con una crisis económica originada en Estados Unidos, las voces de la oposición, expresadas en órganos de prensa siempre amenazados, crecieron no sólo con nuevas publicaciones cada vez más radicales, sino con la organización de círculos liberales que se plantearon la necesidad de recuperar la vigencia de las garantías individuales consignadas en la Carta Magna y de parar las pretensiones de la Iglesia católica de recuperar espacios y riqueza. El malestar soterrado se empezó a politizar. Los magonistas, a través de su periódico Regeneración, parecían llegar a todas partes y los clubes liberales proliferaban. Para 1906 la huelga minera de Cananea, en Sonora, y un conato de alzamiento revolucionario en Coahuila en 1908 fueron indicios, que se intentó pasar por alto, de que la cosa no iba tan bien. En enero de 1907 la feroz represión de la huelga de Río Blanco, Veracruz, señal de nuevo que el sistema ya no funcionaba como lo había hecho hasta hacía poco.
Ese mismo año se inició otra crisis capitalista en Estados Unidos, ésta mucho más profunda que la de 1901, y al comenzar el año de 1908 el “tirano honrado” anunció que ya no se postularía para un nuevo periodo presidencial. Todo se precipitó a partir de aquel momento. Otro intento revolucionario ese mismo año, pugnas entre los secretarios del gabinete para alcanzar la silla presidencial, y la oposición nacida en el seno de la propia oligarquía.
En su libro La sucesión presidencial en 1910, Francisco I. Madero propuso la creación de un partido, e invitó a Porfirio Díaz a postularse para la presidencia, junto con un miembro del nuevo partido para la vicepresidencia. Sordo a la propuesta de transición pacífica que se le ofrecía, Díaz se volvió a postular con su mismo vicepresidente. Entonces, obligado a radicalizarse, Madero hizo campaña con la bandera del sufragio efectivo y la no reelección, pero fue detenido y apresado a un mes de las elecciones, que dieron un triunfo fraudulento a Porfirio Díaz.
Fue en ese ambiente en el que se dieron los festejos del primer centenario del inicio de la guerra de Independencia. Las celebraciones echaron un resplandeciente velo sobre la gravedad del momento y el país pudo mostrar ante el mundo sus logros recientes y su capacidad para dar solución a problemas ancestrales. La ocasión fue amplia y hábilmente aprovechada para reafirmar la autoridad y los méritos de Porfirio Déaz, héroe de la guerra patriótica y héroe de la paz promotora del orden y el progreso, y la capital de la República fue el escenario privilegiado del gran despliegue de la grandeza mexicana.
Los festejos en la ciudad de México fueron los de mayor resonancia del país. Sin embargo, en cada ciudad y en cada pueblo, los poderes locales se aprestaron a organizar sus propias celebraciones. Seguramente había en ello un auténtico sentimiento patriótico y un real gusto por la efeméride. Pero sin duda también, el fasto acontecimiento ofrecía la ocasión a cada ayuntamiento para exhibir, desde su ámbito, la prosperidad del régimen porfiriano.
Orizaba era un lugar conspicuo en aquel panorama de modernidad tan ponderado por el gobierno de Porfirio Díaz. Durante las décadas de 1880 y 1890, en apenas 20 años, la ciudad y su valle se habían convertido en la región industrial más moderna de México, sobre todo por las grandes fábricas textiles que habían encontrado ahí las condiciones propicias para su instalación y funcionamiento exitosos. La antigua y señorial villa cosechera del tabaco, que había vivido su esplendor urbano en el siglo XVIII con la riqueza que el cultivo de la hoja había permitido amasaría unas poderosas élites locales, estaba convertida un siglo después en un hervidero de innovaciones que alteraba sin remedio su armónico y tranquilo semblante colonial.
El Ferrocarril Mexicano había empezado a correr por las anchuras de Orizaba a finales de 1872 y con él se habían abierto las puertas a la transformación. Muy bien lo comprendió Manuel Payno cuando en 1864 escribió que el tren de carros y el convoy de pasajeros pronto acabarían con las “vejeces” y desplazarían a los antiguos cosecheros y a los descendientes de los administradores del tabaco. El ferrocarril fue efectivamente un condicionante principal para hacer de Orizaba un enclave conveniente para el florecimiento de la industria. Otro lo fue el agua. Y es que en los años ochenta y noventa, grandes capitales franceses amasados en México en la actividad comercial y otros europeos canalizados a través de sociedades anónimas, fueron invertidos para levantar las ingentes fábricas de la región orizabe, que funcionaron con la energía eléctrica que podía producirse con los caudales del río Orizaba y el Río Blanco.
Años atrás, Tomás Grandisson, el escocés que fuera administrador de la famosa fábrica de Cocolapan, lo había augurado cuando dijo que en tiempos no muy lejanos, Orizaba sería la Manchester mexicana. Parecía que la profecía se estaba cumpliendo: cinco fábricas de textiles de algodón, una fábrica de textiles de yute, grandes cervecerías con producción asociada de hielo, varias fábricas de cigarros y puros, res grandes talleres de barro cocido para materiales de construcción, un aserradero de mármol, carpinterías mecánicas, molinos de maíz y trigo, máquinas para beneficio del café, curtidurías, fundiciones, tenerías, tejerías, panaderías, zapaterías, sastrerías y camiserías, sin dejar de mencionarlos grandes y modernos talleres mecánicos de la estación del Ferrocarril Mexicano. Muchos de estos establecimientos funcionaban con la energía eléctrica que producían los dinamos de las hidroeléctricas de la cascada de Rincón Grande, del Salto de Barrio Nuevo, de la barranca de Ojo de Agua y de Zoquitlán; pero además, eran centros de trabajo que aglutinaban, muchos de ellos, a centenares de obreros, y algunos, como las imponentes Río Blanco y Santa Rosa, a cerca de 2000 cada una.
En poco más de cinco lustros, Orizaba había aumentado su población a más del doble. La ciudad y todo el valle eran un trasiego de gente oriunda y otra que venía de fuera; trabajadores textiles que llegaban de Puebla, Tlaxcala y la Ciudad de México; campesinos de Oaxaca que buscaban acomodo en las industrias. También llegaron operarios extranjeros a las nuevas empresas: ingleses y escoceses al ferrocarril y a la maquinaria textil, franceses a las industrias textiles, alemanes a las cervecerías, estadounidenses a la ingeniería hidroléctrica, sin contar a los españoles ocupados en los giros comerciales tradicionales, y hasta algún sueco que vendía máquinas de coser, muebles y pianos.
La modernidad que iba de la mano de la industrialización se manifestaba en todo. La ciudad se comunicaba con un amplio sistema de tranvías de tracción animal y se iluminaba con focos de arco gracias a contratos celebrados entre el Ayuntamiento y las hidroeléctricas que servían a las fábricas; se construían casas, un nuevo cementerio municipal, un manicomio; se levantaban monumentos y estatuas, se ajardinaban las plazas e instalaban kioscos; se inauguraban elegantes hoteles, se fundaban sociedades científicas, artísticas y academias de música; se abrían escuelas y se hacían reformas educativas, y hasta se creaba uno de los primeros equipos de fútbol de México, el Orizaba A.C.
El progreso orizabe o parecía no enfrentar obstáculos. Pero, como sucedía en todo el país, la bonanza y la renovación escondían por detrás de sus fachadas, malestares provocados por la explotación inmisericorde de la mano de obra trabajadora en las fábricas por la falta de libertades políticas y la mano dura de un gobierno que solo en apariencia era monolítico. La irrupción de una inestable población proletaria, numerosísima y de raíces campesinas apenas disimuladas, incomodaba a la “gente decente” y de refinadas manera urbanas, tenía en vilo a las a “buenas conciencias”, a los espíritus cultos de las familias linajudas de la ciudad. Se habían creado círculos mutualistas, escuelas nocturnas para obreros, bibliotecas populares que fomentaban las celebraciones cívicas del santoral liberal. Las protestas de los trabajadores y la fundación del Club Antirreeleccionista Ignacio de la Llave, con sucursales por todas las villas fabriles del valle, eran un constante motivo de inquietud para la gente de orden. El 5 de mayo de 1910, un gran motín antirreeleccionista fue dispersado por la policía estatal, y el 22 se llevaba cabo una multitudinaria manifestación en la Alameda por la llegada de Madero a Orizaba.
En ese panorama, las fiestas de celebración del primer centenario de la Independencia iban a ser una gran puesta en escena de la prosperidad, la modernidad y las buenas maneras de los orizabeños. El centenario sirvió de pretexto para hacer mejoras urbanas que acicalaban la imagen de la ciudad. En marzo de 1910, por ejemplo, el Ayuntamiento otorgó una autorización a la Comisión de Paseos y giró la instrucción al tesorero municipal y al ingeniero de la ciudad para trasladar el centro de la fuente pública situada frente a la iglesia de los Dolores a una de las fuentes de la Alameda, dejando frente a la citada iglesia un hidrante para servicio del público. También señala facultó para que mandara construir un centro para otra de las fuentes del principal paseo de la ciudad y para que se quitara la columna que se encontraba en el centro del parque Alberto López, remitiéndola al panteón en lo que se le hallaba un lugar más conveniente. Todo, como se decía, para que Orizaba no se quedase atrás y presentara también sus calles y jardines de manera agradable a la vista de los visitantes que la honraren con su presencia el día 16 de septiembre.
Como era ya una tradición de años, el cabildo nombró a una Junta Patriótica que había de encargarse de organizar las festividades. La lista de los integrantes de la Junta solía estar encabezada por el Jefe Político del Cantón y seguir con el alcalde municipal, los síndicos y regidores del Honorable Ayuntamiento, entre quienes se encontraban siempre nombres conocidos por la prosapia de las antiguas familias de cosecheros del tabaco o propietarios destacados por sus negocios urbanos. Esa Junta de varias decenas de personas, nombraba a su vez a la comisión encargada de detallar el programa de actividades que debían solemnizar el aniversario.
Cien años eran cien años, así que en 1910 los festejos no durarían solamente el 15 y 16 de septiembre como de costumbre, sino que, iniciando el 14, se alargarían hasta el 18.
El programa oficial de las fiestas con que se celebraría en la ciudad de Orizaba el primer centenario de la independencia nacional empezaba así:
MEXICANOS:
Desde las márgenes del Suchiate hasta las orillas del Bravo, del Atlántico al Pacífico y en el poblado más humilde como en la misma ciudad capitalina, no hay lugar en la República donde no se presten los buenos mexicanos a conmemorar, en la medida de sus fuerzas, el centenario del movimiento insurgente con que se inició la magna empresa de nuestra emancipación política.(…)
Si faltan en nuestros festejos los esplendores de la opulencia, en cambio palpitar en ellos el regocijo de nuestro espíritu patriótico, que sabrá dar a tal solemnidad toda la animación que desbordan nuestros corazones en un aniversario de recuerdos tan gloriosos.
Por eso, sin distinción de creencias, partidos, posición y jerarquías, todos, absolutamente todos cuantos llevamos en nuestras venas la candente sangre de Cuauhtémoc, debemos cooperar con nuestro esfuerzo individual a fin de que la conmemoración resulte digna de quienes derramaron su sangre por legarnos nacionalidad.
Con esta inflamación patriótica empezaron los festejos el miércoles 14 de septiembre a las seis de la mañana, izando el pabellón nacional en todos los edificios públicos, y con una salva de 21 cañonazos y repiques de las campanas en todos los templos de la ciudad. A las diez, en la glorieta central de la Alameda, en presencia de las autoridades del Cantón, los miembros de la Junta del Centenario, la Academia Cantonal de Profesores y los invitados, se entregó la bandera nacional a un “Batallón Escolar”, que recorrió las principales calles de la población hasta el parque Castillo, donde se entonó un himno frente a la estatua de Miguel Hidalgo y Costilla. Por la tarde, hubo en la Alameda un concurso infantil de trajes y, al terminar, los niños trajeados, por supuesto hijos de familias acomodadas, repartieron juguetes a los niños pobres que concurrieron al evento. Eso sí, en el parque Castillo todos los niños, ricos y pobres, pudieron participar de un baile organizado para ellos. Después de arriar la bandera a las seis de la tarde, el jolgorio de ese primer día continuó con serenatas en los parques Castillo, Alberto López y Teodoro A. Dehesa, que lucieron magníficamente iluminados hasta las once de la noche.
El jueves 15, se izó de nuevo la bandera a las seis, saludada con los mismos 21 cañonazos y repiques de campanas, pero también con músicas y silbatos de todas las sirenas de fábricas, talleres y locomotoras de Orizaba. El día fue de inauguraciones. A las diez de la mañana, las autoridades civiles y militares, empleados, corporaciones, colegios y vecinos se reunieron en el Palacio Municipal, para dirigirse en caravana al puente Porfirio Díaz, que fue solemnemente inaugurado con música de la banda militar y un aplaudido discurso de don Rafael Escandón, de ilustre apellido. Acto seguido, la comitiva se dirigió a la 1a calle de la Santa Escuela para descubrir las placas en que estaba inscrito el nuevo nombre de las ahora calles de la Independencia y, después, se colocó la primera piedra del que había de ser el puente de la Independencia que unir.a las calles de Montiel con las antiguas de la Santa Escuela. Ahí también hubo un discurso, éste a cargo de Don Cristóbal Granillo, destacado pasante de Jurisprudencia. Enseguida, la comitiva se dirigió a la Alameda, donde fue inaugurado un kiosco construido por el Ayuntamiento, con una serenata de la banda infantil del Hospicio Municipal, formada con el patrocinio del Jefe Político del Cantón. Esa misma banda habría de amenizar después el reparto de 500 trajes a los niños pobres de la ciudad, que harían señoras, señoritas y caballeros designados por el llamado Centro de Dependientes.
En la tarde de ese 15 de septiembre, después de la comida, los habitantes de Orizaba se dirigieron de nuevo a la Alameda para ver cómo arrancaba una cabalgata de distinguidas señoritas y jinetes vestidos a las usanzas mexicana y europea, que recorrió las principales calles de la ciudad con banderas y ramos de flores que fueron depositados al pie del monumento erigido al héroe de Dolores. Siguieron las serenatas populares en el parque Castillo y en el Alberto López, mientras que la crema y nata de la sociedad orizabeña asistía en el Teatro Llave a una velada literario-musical. A las 11 de la noche, llegado el punto más importante de aquellos festejos, en el balcón central del mismo teatro, la primera autoridad política del cantón vitoreó la Independencia y, en ese momento, todos los edificios públicos, los paseos y las avenidas de Orizaba fueron iluminados mientras las campanas de los templos se echaron al vuelo y el aire fue atronado con salvas y cohetes. De tal manera aquella noche se recreó, en la original ceremonia del “grito”, la convocatoria del padre Hidalgo a toque de campana a la heroica gesta de los insurgentes mexicanos.
El día no había acabado. Los elegantes ocupantes de los balcones del Teatro Llave, seguidos por los humildes espectadores de la plaza, se encaminaron hasta el templo de San José de Gracía para inaugurar un moderno reloj colocado en la torre, mediando unas palabras del profesor de Instrucción Pública Miguel Saavedra Guzmán. Y entonces sí, para acabar, todas las agrupaciones sociales de Orizaba recorrieron en “Gran Vítor”, como se había previsto en el programa oficial, las calles de la ciudad, acompañadas por el pueblo y música incesante.
Poco rato de sueño tuvieron los orizabeños para rehacerse de jornada tan intensa, porque al día siguiente, a las nueve de la mañana, volvían a reunirse en la Jefatura Política todas las autoridades locales, empleados, obreros, invitados de las colonias extranjeras y ciudadanos comunes, para recorrer en procesión cívica la ciudad. La columna, en la que también participaban carros alegóricos, recorrió las calles de 5 de Mayo, de Mercaderes, de Teodoro A. Dehesa, de la Corrección, la avenida de la Libertad, la de la Reforma y toda la avenida Colón hasta la Alameda, donde hubo un breve acto con dos números musicales y un discurso de un tal señor Ulloa. En la tarde se llevó a cabo un vistoso combate de flores en la Alameda y la avenida Colón, y en la noche se cerraron los festejos del día con serenatas en todos los parques y un espectáculo pirotécnico en la avenida de la Libertad.
Había concluido la jornada más señalada de la efeméride, pero, como dijimos, las celebraciones habrían de prolongarse dos días más. El sábado 17 se inauguró, en la 2a calle de Aldama, la escuela Miguel Hidalgo para mujeres que la Comisión del Centenario mandó construir como recuerdo material del primer centenario de la Independencia. El acto consistió en una larga sucesión de números musicales a cargo de una orquesta, un barítono y unas señoritas sopranos, intercalando poesía, discurso y declaración oficial. Por la tarde se inauguraron también las bancas colocadas en el paseo del parque Teodoro A. Dehesa, mientras las bandas militar y municipal amenizaban el evento. Por la noche, de vuelta las serenatas de ocho a once y, al terminar, bailes populares en el Teatro Gorostiza y el Salón Verde.
El domingo fue el último día de fiesta. Se inauguró el parque de los Héroes con la alocución, la declaración y la música correspondientes, y en la Escuela Cantonal Ignacio de la Llave hubo una exposición de trabajos manuales. La colonia francesa obsequió un lote de cobertores al hospital. A las dos de la tarde se inició una gran kermesse en la glorieta central de la Alameda a cargo de la cual estuvieron las “principales damas” orizabeñas, que terminó con una batalla de confeti que después debió dar mucho trabajo a los barrenderos de la ciudad. La población obrera de Orizaba también tuvo sus responsabilidades; los trabajadores del Departamento de Fuerza Motriz del Ferrocarril Mexicano, de las fábricas de cigarros La Violeta y El Progreso, de la Empresa de Pulques y los textileros del Yute de Santa Gertrudis, los Cerritos y Cocolapan tuvieron la encomienda de levantar arcos triunfales en las calles 5 de Mayo, San Rafael y las avenidas Libertad y Colón.
Se llegaba al final de las celebraciones. Aquellas jornadas de pompa y regocijo terminarían con un gran desfile, en el que debían participar todas las agrupaciones obreras de Orizaba, las corporaciones, los niños hospicianos que estrenaban uniformes de gala y las colonias extranjeras, portando cada una sus sus estandartes respectivos.
Mucho habían cuidado las autoridades políticas del cantón que la ciudad y sus habitantes se mostraran con la mayor decencia y lucimiento posibles. Al igual que en la ciudad de México, hasta a los indios se les quiso acicalar lo más posible y se conminó a los ayuntamientos a que procurasen, por todos los medios posibles, a lograr que “la raza indígena” supliera su habitual vestido por el pantalón, la blusa, los zapatos y el sombrero charro, y así confirmar el renombre de México como nación culta del mundo.
Durante cinco días, Orizaba fue una ciudad feliz. Los orizabeños parecían todos hermanados al son de un sentimiento patriótico inspirado en el recuerdo de los héroes que nos dieron patria. Pero, como dice la canción, al terminar la fiesta, “el pobre volvió a su pobreza y el rico a su riqueza” y el 5 de octubre, Francisco I. Madero lanzó su plan revolucionario convocando a los mexicanos a levantarse en armas contra el presidente espurio.
PARA SABER MÁS:
- BERNARDO GARCÍA y LAURA ZEVALLOS, Orizaba. Veracruz: imágenes de su historia, México, Gobierno del Estado de Veracruz/Archivo General del Estado, 1989.
- RAFAEL DELGADO, Los parientes ricos, México, Porrúa, 1993 (Colección de Escritores Mexicanos).
- EULALIA RIBERA CARBÓ, Herencia colonial y modernidad burguesa en un espacio urbano. El caso de Orizaba en el siglo XIX, México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2002.
- Visita a la ciudad de Orizaba, al Archivo Municipal de Orizaba (esquina de Sur 9 y Oriente 4, Orizaba) y al Museo de Arte del Estado (ex Oratorio de San Felipe Neri, Orizaba).