26 de octubre de 1811
Excelentísima señora:
Hace ya dos días que llegué sano y salvo a la capital de la América Septentrional. Perdóneme por no haber escrito antes y dejarla en vilo por la salud de mi persona, pero ha sido el largo trabajo el que me ha arrancado su bello rostro de la mente.
Como ya se lo había notificado, mi plan era llegar a esta ciudad el 22 de octubre, pero un sinfín de infelicidades retrasó mi llegada. Una de ellas la más cielo de luna nueva y muchas estrellas. Vuestra Señoría sabe que las convulsiones en esta Nueva España están desatadas, desde que ese “bribón” cura Hidalgo empezó el levantamiento que persigue la independencia de este reino, el desorden está por doquier. Tal situación ha puesto en predicamentos a la Acordada, que no se da abasto con los bandidos de los caminos. Pareciera que esta ola de ladrones sabe más del tránsito en los parajes que las mismas ratas.
Justo cuando bajaba la peligrosa cuesta de “El Pinar” para dirigirme a Puebla de los Ángeles y el sendero se torna misterioso, el crujir de la diligencia provocó que mis huesos se estremecieran como anticipando lo que en seguida iba a suceder. Todo era silencio, todo era paz, cuando de repente oímos una voz arrebatada: ¡Manos arriba!, ¡azorrillense todos que es un asalto!
Siendo estos ataques de bandoleros resultado de la acción de un grupo de hombres armados, cometidos con un grado mayor o menor de violencia para apropiarse de lo ajeno y por lo general en un marco rural, donde suelen reunirse factores que le son propicios, como el hambre, la pobreza, la ilegalidad, la ignorancia, etc., se puede entender que el fenómeno fuera una constante en la vida cotidiana de la Nueva España. Veamos como el escritor José Joaquín Fernández de Lizardi sube a la escena a una gavilla:
Ahora es tiempo, compañeros, de manifestar nuestro valor y aprovechar nuestro lance, porque sin duda los que vienen son mercaderes que van a em
plear a Veracruz y toda su carga se compondrá de reales y ropa fina, la ventaja está con nosotros, pues somos cinco y ellos sólo tres. Perico, yo y el Pápilo les saldremos de frente y el zurdo y el chato les tomarán la retaguardia. Si se rinden no hay más que amarrarlos a ese cerro pero si se resisten no hay que dar cuartel, que todos mueran.
Al estallar la revolución de 1810, los ánimos exaltados tanto como la indisciplina y el desorden que se fueron extendiendo facilitaron los movimientos de los bandidos. Hubo quienes se mezclaron con los combatientes de la causa in surgente y se proclamaron amos y señores de los caminos reales y de la tierra que pisaban. Ofrece testimonio un viajero irlandés, quien se hallaba en Nueva España en el momento de mayor ímpetu de la insurrección (1814). Así cuenta que: “Antes de entrar en Puebla de los Ángeles, mi escolta y yo sufrimos un intento de asalto por una gavilla de bandidos pero por temerarios perdieron tres hombres y cinco caballos”.
Con el desarrollo del conflicto, el odio reflejo del creciente deterioro en las relaciones sociales del virreinato se desbordó. A cada paso de los rebeldes, se sentía el peligro. El historiador Carlos María de Bustamante cuenta cómo el furor de los indios llegó a ser tal que la vida corría peligro en cualquier momento. Ya en la toma de la Alhóndiga de Granaditas ocurrió que a una mujer le dieron una cuchillada en la cara, tan sólo porque a la vista del cadáver de un gachupín gritó despavorida “¡Ay pobrecito!”
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Cordial saludoM e gasutreda saber si ya fue publicado el libro que recogeda los cuentos premiados en el Concurso Iberoamericano de cuento Julio Corte1zar 2010. Un cuento medo recibif3 alled una mencif3n y me gasutreda tener algunos ejemplares de dicho libro. Gracias de antemano por la informacif3n que me puedan brindar.
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