La pintura de castas: retratos del comercio callejero

La pintura de castas: retratos del comercio callejero

Blanca Azalia Rosas Barrera 
El Colegio de México 

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 56.

Para imaginar los usos y costumbres en las calles de la ciudad de México en el siglo XVIII, nada mejor que recurrir a las pinturas de castas. Diferencias sociales, económicas, laborales y hasta morales se pueden observar en las actitudes, atuendos y ocupaciones de los personajes retratados. 

La representación de castas fue un género pictórico primordialmente novohispano desarrollado a lo largo del siglo XVIII, resultado del gusto por la ostentación adquirido por las elites tras el ascenso al trono de la Casa de Borbón y por la introducción de ideas ilustradas que promovían la observación y clasificación de las sociedades y su entorno. Estas obras se caracterizaron por mostrar las riquezas de Nueva España, de su flora, fauna e incluso de la diversidad racial de sus habitantes y de los oficios que desempeñaban, contribuyendo a crear una imagen diferenciada de Europa. En tal sentido, es muy posible que esta corriente artística estuviera dirigida al público europeo, lo cual explica la presencia de series completas en España, obsequiadas o adquiridas por funcionarios de la corona española, aunque su popularidad las pondría al alcance de un grupo más amplio de consumidores.

Por lo general, en las pinturas de castas se mostraban familias realizando actividades cotidianas acordes con una “calidad” racial construida a partir de características específicas. Las actitudes, atuendos y ocupaciones desempeñadas enfatizaban las diferencias sociales, económicas, laborales y hasta morales de los personajes. Aquellos más cercanos a la raza española, además de lucir lujosas vestimentas al uso europeo, usualmente eran representados en momentos de ocio o realizando oficios considerados respetables por el prestigio o instrucción formal que demandaba su práctica. En contraste, los indígenas y castas normalmente aparecían desempeñando oficios que no requerían conocimientos específicos y vestían desde trajes europeos sencillos hasta atuendos indígenas y harapos. 

Muchas de estas obras buscaban sustentar un ideal jerarquizado de la sociedad novohispana. Partiendo de una misma fórmula compositiva, por lo menos tres personajes representativos de hombres, mujeres y niños se integraban series de imágenes consecutivas dispuestas de una manera de pirámide racial, en cuya cima estaban los españoles. De tal manera, los grupos de poder patrocinaron obras que expresaban un discurso de estratificación social fácil de entender, como medio de legitimación de su posición privilegiada y para justificar el estado de pobreza que mantenían las castas cuando eran el resultado de la mezcla de sangre europea e indígena con la de origen africano, considerada inferior por naturaleza. 

Al tratarse de un discurso sustentado en ideas deterministas aún muy debatidas, tendió a exagerar las diferencias entre grupos sociales a través de un sistema clasificatorio que no lograría influir de forma determinante en las cuestiones administrativas ni en la interacción social. Los documentos de la época dan cuenta de que, a pesar de que tenía alguna relevancia, la raza no era una categoría fija sino bastante flexible. No imposibilitaba la movilidad social, el acceso a la educación o al trabajo pues la atribución de la “calidad” de un individuo muchas veces era una cuestión subjetiva, ligada al establecimiento de relaciones sociales, familiares, laborales y con atributos como el prestigio o el honor. 

Si bien hoy en día se conocen infinidad de obras ambientadas en paisajes tanto rurales como urbanos, nos centraremos en estos últimos puesto que nos permiten imaginar los usos y costumbres desarrollados en las calles de la ciudad de México en el siglo XVIII. Las representaciones de vendedores callejeros, o ambulantes en tanto contaban con la movilidad propia de los mercados temporales que se formaban en plazas y plazuelas, son una fuente de información muy rica para entender las dinámicas del abasto de la capital novohispana, el desarrollo de mecanismos de control sobre el comercio y el espacio público y, principalmente, para estudiar los recursos de las clases trabajadoras urbanas para acceder y mantener sus medios de subsistencia.

El comercio callejero, como temática recurrente en la pintura de castas, se relaciona también con el desarrollo de una cultura urbana. En el caso de la ciudad de México, importante centro político, económico y cultural del reino, el aumento de la población a lo largo del siglo XVIII, de sus necesidades de abasto y trabajo, provocó la proliferación de formas de empleo que no requerían una preparación técnica, educación, un gran capital o influencias, como era el caso del comercio en pequeño (móvil y temporal). Asimismo, la capital fue la primera ciudad en experimentar la aplicación de reglamentos de policía urbana de corte racionalista, que contemplaban un mejor control, limpieza y ornato de los espacios públicos y de las actividades realizadas en ellos, contexto que determinaría el lento pero continuo proceso de concentración del comercio callejero en plazas y mercados fijos propios de una ciudad moderna, racional y ordenada.

Algunas pinturas 

Las representaciones del comercio callejero no estuvieron exentas de la carga racial. La raza de los personajes se expresaba con una leyenda que enunciaba la “calidad” del padre, de la madre y del resultado de su unión. Mientras más española era la sangre de los personajes, más pasiva era su participación en escenas en que la parte indígena o mestiza se ocupaba de las ventas, y usualmente se trataba de la mujer. En el caso de las mezclas más complejas, además de calificativos denigrantes, también se aprecia una mayor participación femenina en la venta de alimentos, correspondiendo a la parte masculina actividades que requerían un mayor esfuerzo físico que intelectual o la aparente falta de oficio u ocupación respetable. 

Si bien es innegable la participación laboral femenina en los espacios públicos, en calles y plazas, sus actividades reproducían aquellas realizadas en el ámbito doméstico, como la preparación de alimentos e incluso el cuidado de los hijos también presentes en el entorno laboral. Asimismo, es evidente la preeminencia indígena en la oferta de frutas, verduras y ciertos elementos de origen autóctono como tamales, tortillas, atole y pulque, pues la producción agrícola y de los derivados del maíz seguía a cargo de los naturales. En contraste, los que parecen ser puestos de comidas preparadas se asocian con las castas como sugiriendo el mestizaje propio de la cocina popular urbana. No obstante, las diferencias de género y raza presentes en la venta de alimentos no se puede pasar por alto que se trataba de una actividad familiar en que cada miembro cumplía una función dentro de la dinámica producción-transporte-venta.

La vendedora de tamales cumplía su parte, trasladaba a algún portal o zaguán su olla de barro envuelta en un rebozo (aprovechado por las mujeres de las clases trabajadoras como instrumento de carga y transporte de infantes y de todo tipo de objetos voluminosos), mientras daba de comer a sus hijos y a su compañero. La escena, al igual que los ingresos familiares, se complementaba con la presencia de un aguador, quien aparece descansando del ir y venir de la fuente pública. La representación del vendedor de dulces y la vendedora de aves de corral muestra la movilidad que no tiene el aguador. Al rebozo o ayate con que se envolvían los pollos, gallinas y guajolotes para facilitar su transporte, se sumaban canastos y bateas para dejar a la vista de los transeúntes variedad de golosinas mexicanas, las frutas cristalizadas en azúcar, cocadas o camotes en piloncillo.

A mediados del siglo XVIII, el Ayuntamiento procuró que las vendedoras de comida no se colocaran en las calles y portales, donde ensuciaban y estorbaban el libre tránsito; asimismo, se emitieron disposiciones para vigilar la salubridad y el abasto de agua entre la población capitalina. Sin embargo, como consta en las imágenes y en la documentación del periodo, las tamaleras, así como las vendedoras de almuerzos, frutas y verduras, siguieron presentes donde se les demandaba, en los portales y calles más transitados, muchas veces con licencias extraordinarias de algún virrey en atención a su desamparo para permitirles un modo honesto de mantener a sus familias.

Como se aprecia en las pinturas, los vendedores se encontraban en esquinas, calles, plazas, en donde sin duda debían encontrar transeúntes interesados en su oferta alimenticia tan variada. Sin embargo, en la mayoría de las representaciones la clientela brilla por su ausencia. Nada más lejano a lo que eran las calles de la ciudad de México en la segunda mitad del siglo XVIII, especialmente en la Plaza Mayor y calles aledañas que atraían con su comercio de la tierra y ultramarino a hombres y mujeres de todas las condiciones y características, como se observa en algunas vistas urbanas del mismo periodo. Esta situación explica el traslado, a finales del siglo XVIII, de los vendedores de frutas, hortalizas y verduras a los portales de Santo Domingo, para que no estorbaran al comercio establecido ni el paso en los portales inmediatos a la Plaza Mayor.

Si bien los cuadros de castas enfatizaban la riqueza del suelo novohispano mostrando productos locales aún desconocidos en el Viejo Continente, así como la exitosa adaptación y aprovechamiento de frutos traídos de Asia y África, como el coco y la caña, entre el exotismo racial y de los productos alimenticios se pueden advertir algunas características de los vendedores. Pertenecían a la clase social más pobre, descalzos con ropa maltratada, trabajando en familia lejos del hogar, con escasa o nula infraestructura para la venta y, muy posiblemente, sin la protección de alguna forma de asociación gremial o comunal por tratarse de personajes que fungían como puentes entre lo urbano y lo rural. Si bien estas condiciones no estaban determinadas exclusivamente por su “calidad” racial, sí tenían mucho que ver con un orden corporativo sustentado en relaciones desiguales de poder, cuyo peso recaía sobre la fuerza de trabajo indígena y de la población afrodescendiente en beneficio de las elites principalmente españolas.

En el caso de las series de castas presentadas en un solo cuadro, es más fácil apreciar la división jerárquica de la sociedad, afianzada no sólo por la distinción racial y aspecto físico, sino por la ocupación que desarrollaban los personajes de cada cuadro. Este tipo de obras usualmente muestran de manera descendente familias de españoles, indígenas y mestizos en actitud de pasear. Mientras va aumentando la mezcla racial, los personajes comienzan a aparecer llevando hortalizas y frutas, pescados y animales de caza, derivados animales (huevo, queso y requesón), dulces, panes, alimentos preparados (guisos a base de chile, manteca y menudencias o “nenepil”, pato asado, cabezas en “barbacoa” de borrego o carnero), así como utensilios domésticos, mercería, ropa y calzado nuevos y de uso. Todos estos productos eran transportados de manera distinta, adecuada a su especificidad y forma de presentación al consumidor.

Si bien las pinturas de castas que hemos visto no pueden considerarse como imágenes fieles de la vida cotidiana, pues se limitan a mostrar personajes aislados de un contexto específico e insertos en categorías raciales inflexibles, podemos tomarlas como construcciones estereotipadas que brindan algunos detalles de las formas que podía adquirir el comercio en pequeño según los recursos disponibles a los vendedores. Este tipo de obras nos brindan información sobre los sectores sociales menos favorecidos por el orden imperante: los grupos urbanos pobres. Producto de un mestizaje más cultural que racial, se valieron de aprendizajes transmitidos de generación en generación para subsistir en el competitivo ámbito urbano; ya aprovechando su fuerza corporal o la instrucción propia de cada género, llevaban a los mercados y calles de la ciudad los productos de la parcela familiar, comida preparada e incluso improvisaron medios para cocinar en las calles.

En las obras descritas encontramos principalmente dos formas de venta: puestos “semifijos” o móviles y “a pie”. Los primeros, al contar con una infraestructura más elaborada (cajas de madera, mesas o mantas) requerían que los vendedores ocuparan un espacio permanente de manera temporal, lo cual se volvería una contravención a las disposiciones de policía que mandaban despejar y mantener libre el paso por calles, portales y plazuelas. Los vendedores de “a pie”, por otro lado, usaban telas, canastos, bateas, ayates, para llevar sus productos de un lado a otro, representando un problema de policía en tanto que su movilidad los ayudaba a evadir la vigilancia y el pago de contribuciones. En este sentido, pasando por alto su leyenda explicativa, las imágenes dan un rostro a aquellos personajes quienes, de acuerdo con la documentación, transgredieron las normas de policía de manera consciente e inconsciente, negociaron su permanencia donde estaba prohibida por medio de peticiones formales a las autoridades, o bien llegaron a acuerdos verbales con guardas, administradores del comercio y comerciantes establecidos para proteger sus intereses.

Fin del género pictórico

El fin del siglo XVIII marcó la paulatina desaparición del género de castas. Asimismo, a partir de 1789, las reformas urbanas del virrey segundo, conde de Revillagigedo, fijaron las bases de una regulación más eficiente del abasto y comercio de productos de primera necesidad en la ciudad de México. La creación de mercados fijos para contener el comercio de la ciudad, separándolo y ordenándolo por giro y cantidad, también contempló a los vendedores callejeros, quienes estarían sujetos a la administración de mercados y a los impuestos correspondientes. La aplicación de los principios de policía urbana para la limpieza, arreglo y ornato de la urbe también propició la prohibición del comercio móvil en calles y espacios públicos, visto como un estorbo al libre tránsito difícil de vigilar y regular.

La desigualdad social, lejos de atenuarse, se hizo más evidente al iniciar el siglo XIX, situación aprovechada por las elites que mantenían fuertes intereses en el desarrollo de la economía local para promover la independencia de México. Aunque una importante consecuencia de este proceso fue la abolición del sistema de castas y de la esclavitud, la falta de recursos y la inestabilidad política de los gobiernos sucesivos impidieron dar solución a los problemas sociales que limitaban el acceso de la población a fuentes de empleo estables. En consecuencia, el aumento de la población de escasos recursos derivó en la continuidad y hasta aumento del subempleo, así como en la consolidación de estrategias empleadas por hombres y mujeres para negociar o evadir las disposiciones de policía y ganarse el sustento diario con la práctica del comercio ambulante.

Si bien bajo el orden republicano se retomaron las reformas urbanas planteadas desde mediados del siglo XVIII, al menos en la ciudad de México se verían constantemente interrumpidas por pronunciamientos armados, la falta de recursos y de continuidad en el gobierno y administración de la ciudad. Sólo gradualmente, con el fortalecimiento del aparato estatal, se comenzó a consolidar un sistema de mercados fijos para asegurar el abasto de la población, mantener el control y recaudación del comercio en todas sus formas. En este sentido, el comercio callejero seguiría inspirando escenas y cuadros de las singulares costumbres urbanas mexicanas, por obra de habilidosos artesanos de la cera, de los viajeros europeos que comenzaron a llegar a México a partir de 1821 y de aquellos personajes mexicanos que impulsaron el costumbrismo a mediados del siglo XIX. Aunque esta vez el discurso expresado por las artes no sería el de la estratificación social, sino el de la unificación de rasgos y características que sustentaran la idea de nación.

PARA SABER MÁS

  • Alva, Martha De, Arnaud Exabalin Y Georgina Rodríguez, “El ambulantaje en imágenes: una historia de representaciones de la venta callejera en la ciudad de México (siglos XVIII-XX)”, Cybergeo: Revue Européenne de Géographie, 2007, en https://cutt.ly/KIIctsd.
  • Basarás, Joaquín Antonio De, Una visión del México del Siglo de las Luces, la codificación de Joaquín Antonio de Basarás. Origen, costumbres y estado presente de mexicanos y filipinos: descripción acompañada de 106 estampas en colores, México, Landucci, 2006.
  • Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec, Ciudad de México.
  • Museo Nacional del Virreinato, Tepotzotlán, Estado de México.

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