La fiesta del “niño pobre” en el centenario de 1921

La fiesta del “niño pobre” en el centenario de 1921

Sergio Moreno Juárez
Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco

Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 54.

El régimen que siguió a la revolución aplicó otra impronta social para festejar los primeros cien años de la independencia nacional. El caso de la infancia, desatendida hasta entonces, fue una de ellas. Se creó una semana destinada para reflejar las nuevas políticas para los niños y visibilizarlos con actos en los que ellos fueron los principales protagonistas.

En septiembre de 1921, la ciudad de México se convirtió en el escenario principal de la conmemoración del centenario de la consumación de la independencia nacional. El festejo –enmarcado en el proceso de reconstrucción nacional– permitiría a las elites políticas e intelectuales del régimen obregonista (1920-1924) incentivar la confianza en el proceso de pacificación y difundir una cultura nacionalista con tintes indigenistas y populares. Asimismo, la conmemoración, denominada el “otro” centenario –forma de diferenciación ideológica respecto al lujo y boato del centenario de 1910–, permitiría al régimen generar cohesión y nuevas lealtades políticas a través de la realización de acciones encaminadas a la mejora y promoción de la alfabetización, alimentación, higiene y salud de la población desvalida.

Entre esas múltiples acciones sobresalió el interés del régimen por brindar especial atención a la infancia durante la Semana del Niño, organizada por el Departamento de Salubridad Pública entre el 11 y el 17 de septiembre. El fin perseguido consistió en socializar un conjunto de saberes médico-higienistas para reducir los altos índices de desnutrición y mortandad infantil en el país. Además, se organizaron dos actos multitudinarios el 13 y el 15 de septiembre para movilizar a los niños escolarizados y encauzarlos en la preservación del recuerdo histórico y los valores cívicos. Sin embargo, para generar consenso en torno al nuevo proyecto de Estado e incentivar el clientelismo político entre los sectores populares, los organizadores del centenario decidieron brindar un día de regocijo a los niños pobres de la ciudad de México.

El centenario de 1921

El fin de la fase armada de la revolución mexicana –proceso político-militar que devino mito fundacional de los regímenes instaurados a partir de 1917, tras el desarme y desmovilización de las facciones populares– dio paso a la pacificación del país en aras de la conformación de un nuevo proyecto de Estado.

El Estado que emanó de la revolución supuso el fin del régimen oligárquico encabezado por el general Porfirio Díaz para dar cabida a uno nuevo, el cual se cimentó en la reconfiguración del nacionalismo, la resignificación del indigenismo y la reorganización de las relaciones sociales. Con ese fin, las elites políticas e intelectuales se dieron a la tarea de generar un amplio consenso entre la población.

El general Álvaro Obregón, quien ascendió al poder en 1920, dio continuidad al proceso de pacificación iniciado por su predecesor, el general Adolfo de la Huerta, e implementó una serie de reformas sociales que priorizaron, entre otros rubros, la institucionalización de la educación básica y el reparto de tierras en los estados de México y Morelos. No obstante, la conmemoración de los cien años de la consumación de la independencia nacional representó una oportunidad excepcional para ampliar las bases sociales del régimen por medio de la organización de un festejo nacionalista e incluyente.

Así, el 16 de abril de 1921 se instituyó –mediante decreto presidencial– una comisión organizadora de las fiestas del centenario, integrada por el secretario de Gobernación, el general Plutarco Elías Calles; el secretario de Relaciones Exteriores, ingeniero Alberto J. Pani, y el secretario de Hacienda y Crédito Público, el general Adolfo de la Huerta. La comisión transfirió de inmediato sus funciones a un comité ejecutivo integrado por el mayor Emilio López Figueroa, los diputados Carlos Argüelles y Juan de Dios Bojórquez, y el periodista y escritor Martín Luis Guzmán. Los festejos deberían tener, por designio presidencial, un carácter nacionalista y popular con amplia participación de la ciudadanía.

La austeridad económica y la premura del tiempo propiciaron la intervención directa de la industria y el comercio en la organización y patrocinio de actos conmemorativos. Ese fue el caso de los diarios El Universal y Excélsior al auspiciar, respectivamente, el concurso racial “La india bonita” y la apoteosis de la bandera nacional en Iguala, Guerrero, así como la colocación de lápidas en las tumbas y casas de los periodistas insurgentes de la ciudad de México. Cabe mencionar que ambos diarios elaboraron sus propios programas festivos con gran anticipación y solamente inscribieron algunos actos conmemorativos de interés público en el programa festivo nacional.

El Ayuntamiento de la ciudad de México organizó su propio programa, contemplando la realización de obras de saneamiento y “hermoseamiento” del zócalo y calles adyacentes, la inauguración y rehabilitación de jardines, parques y plazas públicas, el emplazamiento de arcos florales donados por los estados de la república y la celebración de ceremonias cívicas. La tensa relación entre autoridades federales y municipales propició que el Ayuntamiento capitalino notificara de último momento su programa festivo al comité ejecutivo. Incluso, la conflictiva relación influyó en el atraso de la modificación del zócalo, rediseñado como un parque inglés con arbustos, césped y un mástil veneciano en el centro.

Finalmente, el comité ejecutivo integró un programa oficial saturado de banquetes, ceremonias cívicas, congresos estudiantiles y médico-higienistas, eventos deportivos, exhibiciones militares, funciones teatrales y operísticas, y juegos florales. Sin embargo, prevaleció el interés de los organizadores por signar los festejos en función de la condición social de sus destinatarios, pese a la excesiva reiteración del carácter popular del centenario. Prueba de ello fue la organización de una “noche mexicana” en el bosque de Chapultepec para las elites del régimen, fiestas charras y jaripeos para los sectores medios, jamaicas para los obreros y una fiesta para los niños pobres de la capital.

Aunado a ello, las labores de pavimentación y mejora urbana se concentraron en la zona poniente de la ciudad de México, beneficiando exclusivamente a los residentes de las colonias Juárez y Roma. Por si fuera poco, el presidente ordenó la limpieza social de la zona centro, a fin de que la Beneficencia Pública levantara y vistiera adecuadamente –con calzón y traje de kaki– a los mendigos, ociosos y vagabundos y se desterrara a los reticentes. Como era de esperarse, la crítica periodística se enfocó en el carácter elitista de los festejos y, sobre todo, en la imposición de eventos deportivos. Por ejemplo, el periodista y escritor Martín Galas, seudónimo de Edmundo Fernández Mendoza, puso en duda, desde las páginas de El Demócrata, el uso común del florete entre los mexicanos.

La Semana del Niño

La conmemoración del centenario permitió generar consenso entre la población capitalina a través de la realización de actos públicos de carácter asistencial e higienista, en beneficio de los sectores más desprotegidos, entre ellos la población infantil. El Departamento de Salubridad Pública fue el encargado de organizar una intensa campaña de “educación higiénica”, entre el domingo 11 y el sábado 17 de septiembre de 1921, para influir en los hábitos de la población. La denominada Semana del Niño contempló la realización de una exposición educativa en las instalaciones del Departamento de Salubridad, consistente en la demostración de cuidados materno-infantiles, la impartición de conferencias y el reparto de folletos ilustrados sobre salud infantil y objetos de aseo personal.

Las conferencias dictadas por médicos e higienistas abundaron en las condiciones óptimas para procrear hijos sanos, los cuidados debidos a los recién nacidos, la alimentación infantil diferenciada por etapas de desarrollo, el cuidado de los dientes o el vestido adecuado para los niños. Asimismo, se organizaron visitas guiadas a los establecimientos de la Beneficencia Pública y se instituyó el día del Registro Civil, el 14 de septiembre, para promover la importancia de la institución en la inscripción y resguardo de la información personal y los hechos civiles de la población –nacimiento, matrimonio, muerte–.

El 16 de septiembre se conmemoró el Día de las Madres para promover el cuidado materno-infantil. Con ese fin, se repartieron canastillas de ropa para recién nacidos en las casas de maternidad y en las cárceles de mujeres. Además, se entregaron banderas tricolores a las madres de los bebés nacidos en el mes patrio para que las colocaran en un lugar visible de sus hogares y, de ese modo, recibieran atención médica gratuita por parte del personal del Departamento de Salubridad. En tanto que el 17 de septiembre fue designado como el Día de los Padres, para concientizarlos e involucrarlos en el bienestar y el “cuidado racional” de la salud de sus hijos.

Por el contrario, el martes 13 y el jueves 15 de septiembre se realizaron dos actos masivos con los niños escolarizados del Distrito Federal. El primer día fueron movilizados 5 000 niños capitalinos a bordo de automóviles y camiones, para dar un paseo por las avenidas Juárez y Reforma y la recién remodelada Plaza de la Constitución. Mientras que, el segundo día, aproximadamente 50 000 niños inscritos en las 168 escuelas del Distrito Federal juraron la bandera en una ceremonia multitudinaria. Ese día, los niños –agrupados en ocho cuerpos y 23 secciones distribuidas desde la entrada al bosque de Chapultepec hasta la Plaza de la Constitución– entonaron el himno nacional y saludaron a la bandera y al presidente de la república.

La movilización masiva no se restringió de manera exclusiva a los niños escolarizados, pues el comité ejecutivo contempló la realización de un paseo y una fiesta para los niños pobres de la ciudad de México, el viernes 23 de septiembre. De ese modo, se pretendía dar un aire popular al centenario, pero este se fundamentó en la diferenciación y segregación social de los pobres.

Festejo de los niños pobres

El miércoles 14 de septiembre, el diario El Universal confirmó la realización de la fiesta del niño pobre para brindar un “día de gusto” a unos 10 000 niños de entre seis y diez años. Los niños –escogidos entre los “más pobres”, sin especificar el método de selección– recibirían juguetes y caramelos de manos de las “distinguidas damas” de la sociedad capitalina. La magnitud del evento supuso una organización logística que contempló la distribución gratuita de boletos en el Ayuntamiento de la ciudad de México, la Universidad Nacional, el Hospicio de Pobres, la Cruz Roja, la Cruz Blanca y las escuelas capitalinas.

El comité organizador, encabezado por el empresario Arturo J. Braniff, convocó anticipadamente a los propietarios de automóviles y camiones, con el fin de que facilitaran el transporte necesario para dar un paseo a los niños por avenida Reforma y la recién remozada calzada de Tacubaya. Sin embargo, ante la nula respuesta de los particulares, los organizadores del festejo recurrieron al alquiler de transporte. La negativa de los propietarios de vehículos se fundamentó en los prejuicios clasistas imperantes en la sociedad capitalina. Según advirtió El Universal, prevalecía la común creencia de que los “niños de abajo” solían ensuciar y estropear las cosas.

Esta situación propició que la fiesta se postergara una semana, es decir, hasta el viernes 30 de septiembre. Mientras tanto, los niños y sus padres fueron notificados por diversos medios –entre ellos los diarios El Demócrata y El Universal–, respecto a los sitios de reunión donde serían recogidos por profesores del Ayuntamiento, oficiales de policía y miembros de la Cruz Blanca y la Cruz Roja. El día del evento, los niños se aglomeraron en la alameda de Santa María la Ribera, el hospital de la Cruz Roja, los jardines del Carmen, Cuauhtémoc, Santo Domingo y San Fernando, y la plaza de San Pablo. Asimismo, se dispuso de camiones para que asistieran al festejo los niños asilados en el Hospicio de Pobres.

El periodista oaxaqueño Jacobo Dalevuelta, seudónimo de Fernando Ramírez de Aguilar, refirió desde las páginas de El Universal que la fiesta había dado comienzo a temprana hora en las barriadas, pues las “sucias vecindades quedaron por varias horas sin el único encanto que tienen: sus muchachos –casi todos pringosos y en desaliño–, pero todos bellos, interesantes”. Los niños de “mirada tranquila” y ataviados con “pintorescos vestidos” se habían concentrado desde las diez de la mañana en los jardines y plazas a la espera del transporte, pero aprovecharon el tiempo libre para cantar, correr, gritar y reír “profundamente, sanamente, efusivamente”.

El recorrido dio comienzo a las once de la mañana desde Paseo de la Reforma hasta el Atletic Reforma y continuó por Avenida Central, Molino del Rey, Dolores, Tacubaya y la calzada de la Hormiga para adentrarse, por último, en el bosque de Chapultepec. El fin del trayecto fue el lago de Chapultepec, en torno al cual se instalaron tiendas de campaña para que las damas de la caridad entregaran a los niños una pelota, un paquete con 200 gramos de galletas y una bolsita con 150 gramos de caramelos. Además, se elevaron coloridos globos de cantoya (papel china) y fueron distribuidas diversas bandas musicales al interior del bosque para amenizar el festejo con marchas militares.

La fiesta del niño pobre había cubierto todas las expectativas, pues aparentemente los niños se mostraron alegres de estar en total libertad, lejos del control familiar y, sobre todo, porque “se les sonreía, se les mimaba, aunque fuese por instantes”. Al respecto, el cronista del evento, Jacobo Dalevuelta, aseveró que muchos de esos “desarrapadillos” jamás habían recibido una muestra de afecto, pues su bondad e inocencia les impedían diferenciar entre el cariño verdadero, prodigado esencialmente en el entorno familiar, y el trato amable de ocasión. Estas características, asociadas a la supuesta naturaleza angelical de los niños, no hacían más que replicar un modelo burgués de infancia que entraba en conflicto con la mayoría de las experiencias de vida infantil en la ciudad de México.

Por la tarde, los niños fueron devueltos a los puntos de reunión donde serían esperados por sus familiares y amigos. El desorden y la libertad de acción habían permitido que disfrutaran del cálido sol de otoño y el aire fresco del bosque. Finalmente, la fiesta había cumplido su objetivo, pues al estar enmarcada en la conformación del nuevo proyecto de Estado, emanado de la revolución y cimentado en el ideal del hombre nuevo, los niños o, mejor dicho, los “hombres del mañana” enaltecieron la unidad nacional de manera lúdica: cantando, corriendo y riendo para derrotar momentáneamente el abandono y la melancolía en la que, inevitablemente, volverían a insertarse concluido el festejo.

PARA SABER MÁS

  • Alanís, Mercedes, “Los niños en el festejo del centenario de la consumación de la Independencia”, BiCentenario. El ayer y hoy de México, 2009, en https://cutt.ly/CmCvpL3.
  • Díaz y de Ovando, Clementina, Guadalupe Jiménez Codinach y Patricia Galeana, México: independencia y soberanía, México, Archivo General de la Nación/Secretaría de Gobernación, 1996.
  • Guedea, Virginia (coord.), Asedios a los centenarios (1910 y 1920), México, Fondo de Cultura Económica/Universidad Nacional Autónoma de México, 2009.
  • Moreno Juárez, Sergio, “La infancia mexicana en los dos centenarios de la independencia nacional (ciudad de México, 1910 y 1921)”, Historia Mexicana, 2012, en https://cutt.ly/KmCvdwg.
  • Pani, Erika y Ariel Rodríguez Kuri (coords.), Centenarios, conmemoraciones e historia oficial, México, El Colegio de México, 2012.

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