Víctor A. Villavicencio Navarro
ITAM
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 31.
Francisco Miranda, José María Gutiérrez de Estrada, Juan N. Almonte, Ignacio Aguilar y Marocho, monseñor Labastida y Dávalos, y José Manuel Hidalgo y Esnaurrizar estaban convencidos hacia 1860 que la monarquía era la única solución política para la crisis de México. Trabajaron para su instalación, pero muy pronto se sentirían decepcionados.
Durante el siglo XIX varios mexicanos se fueron convenciendo de que sólo la instauración de un gobierno monárquico pondría fin al caos, la inestabilidad, el desprestigio internacional y los apuros económicos que atravesaba su patria desde que consiguió su independencia. Fue por ello que desde mediados de la centuria pusieron manos a la obra para volver a levantar un trono en México. A principios de la década de 1860, los acontecimientos convergieron de tal forma que sus esfuerzos rindieron fruto: Francia otorgó el apoyo necesario y un archiduque austriaco se mostró dispuesto a encabezar el imperio mexicano. Sin embargo, es común que las cosas que se planean disten mucho de las que resultan. Tal fue el caso de estos personajes. En general, es mucho lo que sabemos respecto a las gestiones que llevaron a cabo para lograr el cambio político, mientras que muy poco se conoce sobre sus actividades durante el segundo imperio y tras su caída. Como se verá, tarde o temprano, la realidad defraudó sus expectativas. Algunos no vivieron lo suficiente para atestiguar el resultado de sus empeños monárquicos, otros, en cambio, sobrevivieron varios años al derrumbe del edificio que ayudaron a construir.
Francisco Javier Miranda
A mediados de diciembre de 1863, Francisco Javier Miranda arribó a las costas de Veracruz procedente de Europa. Sacerdote poblano, conservador y monarquista convencido, fue uno de los hombres que más colaboró para gestionar la llegada de Maximiliano de Habsburgo a México. Dos meses antes había formado parte de la diputación extraordinaria que ofreció la corona al archiduque en su castillo de Miramar, a las orillas del Adriático; sin embargo, una fuerte enfermedad estomacal, de la que sufría desde hacía varios años, lo obligó a regresar repentinamente a su país. Una vez en la ciudad de México, su salud continuó deteriorándose, a tal grado que se determinó suministrarle los santos óleos. Una gran procesión, formada por obispos, canónigos de la catedral y de la colegiata de Guadalupe, los miembros de la Junta Superior de Gobierno y de la Asamblea de Notables, junto con personajes de la alta sociedad capitalina, llevó el Santísimo hasta la casa del sacerdote, donde le fue administrado el sacramento.
Días más tarde, Miranda recuperó algunas fuerzas y decidió trasladarse a su tierra, sólo para resentir por última vez los padecimientos de su enfermedad. Defraudado del proyecto monárquico por el que tanto había trabajado, molesto por la forma en que el gobierno de Napoleón III conducía la empresa, decepcionado por la política liberal que los mandos del ejército de ocupación francés habían puesto en marcha y convencido de que el archiduque austriaco no sería quien restableciera los principios conservadores y devolviera a la Iglesia mexicana el lugar que le correspondía, el sacerdote falleció, rodeado de familiares y amigos, el 7 de mayo de 1864, justo a tiempo para evitar presenciar el establecimiento del imperio mexicano.
José María Gutiérrez de Estrada