Ingrid Noemí López Padilla
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 50.
Después de la revolución mexicana, el país quedó en un estado deplorable. Las clases populares, campesinos y obreros, principalmente, fueron quienes más lo padecieron ante la falta de recursos económicos. La preocupación de las élites política y social se acrecentó al percatarse de las condiciones en las cuales se encontraba la mayor parte de la población de la ciudad de México.
De ahí que, desde principios de la década de 1920, se abordaran muchos de los problemas sociales sin resolver antes de la revolución. Instituciones heredadas del régimen porfirista como la Casa de Corrección, el Hospital General y el Hospicio de Pobres no bastaban para menguar esas dificultades. Los médicos sostuvieron que la salud y la educación de los niños debían ser atendidos y las autoridades tendrían que encontrar los elementos necesarios para el mejoramiento de las condiciones físicas, morales e intelectuales de los menores de edad.
En 1921, durante el gobierno de Álvaro Obregón, se llevaron a cabo los festejos por el centenario de la consumación de la independencia con la intención de que participaran todos los sectores de la población. El departamento de Salubridad Pública organizó, del 8 al 17 de septiembre, un evento que giró en torno a la figura del niño, desde la higiene hasta el bienestar. También se realizó el Primer Congreso Mexicano del Niño, patrocinado por el ingeniero Félix Palavicini, director del periódico El Universal, el cual volvería a celebrarse dos años después. En ambos congresos asistieron destacados especialistas médicos, intelectuales, pedagogos y representantes de asociaciones filantrópicas interesados en redactar un plan de desarrollo y bienestar para la infancia y la adolescencia. Se discutieron, entre otros temas, el abandono y la criminalidad infantil como consecuencia del movimiento revolucionario.
Tribunal para Menores Infractores
Como resultado de estos esfuerzos a favor de la niñez, en 1926 se publicó el proyecto de Ley Orgánica de Tribunales del Fuero del Distrito Federal, que establecía la creación de un tribunal protector del hogar y de la infancia. Y a final del año, en una residencia de la calle Vallarta número 17, se fundó el Tribunal para Menores Infractores del Distrito Federal y Territorios, que se distinguió por su carácter paternal al ser un modelo de protección tutelar y educativo. Su finalidad fue separar a los delincuentes menores de los adultos, para imponer sanciones de acuerdo con la edad y el tipo de delito cometido; pero, sobre todo, “apreciar cada caso en sus detalles y circunstancias peculiares; remontarse a los antecedentes, a fin de conocer la causa generadora del delito”. Con ello, se esperaba evitar la reincidencia y que se reprodujeran las mismas circunstancias en otros niños.
El primer reglamento del tribunal, de 1928, se dirigía a la atención de los menores de quince años. Al año siguiente se expidió otro reglamento para la Calificación de los Infractores Menores de Edad en el Distrito Federal, que aumentó la edad de intervención a menores de 18 años e incluyó a los que denominó vagos, abandonados e indisciplinados. De esta forma, el tribunal tuvo la capacidad de tratar a todo niño que, de acuerdo con su entorno (económico, social y biológico), pudiera convertirse en un delincuente, es decir, evitarle una futura vida criminal. Así, aquellos niños en abandono moral, incorregibles, delincuentes o que potencialmente lo fuesen, eran atendidos con el fin de readaptarlos, enseñarles a vivir una “buena vida” y cumplir con el modelo de ciudadano que el Estado requería para el desarrollo del país.
Una vez que el menor ingresaba al tribunal era sometido a cuatro estudios de valoración: médica, social, psicológica y pedagógica, con los cuales se pretendía determinar las posibles causas de su comportamiento antisocial y la mejor forma de corregirlo. Con los exámenes se construía un perfil físico y psicológico del niño, para después aislarlo en la Casa de Observación anexa al tribunal con el fin de conocer su comportamiento. Ahí se procuraba un ambiente de libertad donde los infantes pudieron manifestarse de manera espontánea y obtener todo tipo de datos que arrojaran información sobre su carácter y conducta. Se observaba y estudiaba su estado físico, fisonomía, expresiones, comportamientos, entre otros aspectos.
Mientras el menor permanecía en la Casa de Observación se iniciaban las audiencias en el tribunal, las cuales no eran públicas; sólo concurrían personas citadas: familiares, vecinos o patrones. El menor no contaba con un representante legal o defensor de oficio por lo que él mismo debía defenderse. Tres jueces especializados en distintas áreas –médico, maestro o abogado– se reunían para examinar el caso y darle una resolución. Los tres determinaban la forma de corrección a partir de los resultados de los exámenes. La sentencia podía ordenar el internamiento del menor en las escuelas correccionales, en algún establecimiento de la beneficencia pública o la devolución a sus familiares.
Manicomio General de La Castañeda
Durante el periodo posrevolucionario, el discurso sobre la reconstrucción social y la creación de ciudadanos productivos también predominó en el hospital psiquiátrico La Castañeda, que se enfocó principalmente en la atención a niños con algún padecimiento mental, por lo que elaboró un proyecto de edificación de un pabellón especializado.
En 1927, como parte de los trabajos de remodelación del manicomio, la Junta Directiva de la Beneficencia Pública ordenó que se destinara uno de los dos nuevos pabellones a los menores, que serían divididos por sexo. Con la llegada del doctor Samuel Ramírez Moreno como director en 1930, la institución quedó dividida en tres grandes secciones: los pabellones de observación y hospitalización para dar atención médica; los de trabajadores para ampliar la terapia ocupacional, y el de los infantes. Ese mismo año, el director envió a la Junta Directiva de la Beneficencia Pública un anteproyecto para ampliar el área dedicada a los niños, pero no tuvo el apoyo necesario. Los médicos Luis Vargas y José Gómez Robleda presentaron a su vez un plan para la creación de una escuela para menores, quienes serían atendidos por maestros especializados y a los que se les aplicaría una serie de pruebas para diagnosticarlos y así poder recomendar los ejercicios que debieran hacer.
Esta propuesta sí tuvo éxito y la Escuela Especial para Niños comenzó sus labores en 1932, en un edificio provisional. Tres años después recibió un espacio independiente en uno de los jardines exteriores. Tenía como principal propósito “educar a los niños íntegramente en su ser físico y mental”. Se alojaban ahí a aquellos menores que, además de padecer un estado patológico orgánico, tuvieran un trastorno o una deficiencia mental. Se los consideraba “imbéciles” e “idiotas”, mientras que, a otros, “profundamente degenerados incurables y afectados de diversas perturbaciones”, que no podían ser tratados en familia o carecían de allegados y que allí podrían recibir un tratamiento médico-pedagógico específico para sus anomalías.
La escuela estaba organizada en tres grados escolares debido al escaso personal de maestras especializadas en el área infantil. Cada grupo lo componían niños que se asemejaban en edad mental, lo que permitía determinar sus actividades. En el primer grado estaban los débiles mentales, superficiales y medios, aquellos que podían seguir aprendiendo y adquirir un conocimiento práctico, como un oficio o actividad que los capacitara para bastarse a sí mismos. Se adscribía al segundo grado a los “débiles mentales profundos e imbéciles” que mostraban condiciones propicias para aprender a leer, escribir y contar, así como para mejorar su coordinación motriz. En estos dos grados escolares se realizaban las siguientes actividades: prácticas agrícolas y jardinería, dibujo y trabajos manuales, labores femeniles, cuidado de animales, educación de senso-percepciones, ortopedia mental, cálculo, lectura, escritura y otras. A diferencia del primer y segundo grados, el tercero se caracterizaba por atender a los niños con mayor debilidad metal, “imbéciles profundos e idiotas” con muy pocas posibilidades de desarrollar un aprendizaje escolar, por lo que los especialistas se enfocaban en lo físico y lo mental, con la enseñanza de hábitos de conducta y actividades como jardinería, dibujo, cantos, ritmos, gimnasia correctiva y juegos.
Más tarde se determinó que la sección infantil seguía sin contar con las condiciones adecuadas y en 1938 logró aprobarse un nuevo pabellón que a partir de 1940 albergaría a más niños. En suma, las modificaciones llevadas a cabo se debieron a la necesidad que tenían médicos, psiquiatras y gobierno en turno por atender a los niños con algún padecimiento mental, proporcionarles una mejoría integral y capacitarlos en actividades útiles y productivas, como el trabajo en hortalizas y con animales de granja.
El caso Cesáreo Romero
Esta es la historia de un menor procedente de una zona rural que fue acusado de haber cometido un grave delito. Por encontrarse fuera de la ley para ser procesado, las autoridades judiciales lo entregaron al tribunal para recibir una sentencia, de acuerdo con sus características físicas y psicológicas que se estudiaron durante su estancia. Posteriormente el tribunal lo consideró como un sujeto peligroso y fue enviado al manicomio pese a la recomendación de no hacerlo.
Cesáreo vivía en el barrio de Santa Martha de la delegación Milpa Alta, una zona donde predominaba un régimen comunal de tenencia de la tierra que se caracterizaba por una fuerte presencia de actividades agrícolas, como el cultivo del nopal y los magueyes. Su familia estaba formada por la madre, de nombre Catalina Arenas, de 33 años, quien se dedicaba a las tareas del hogar, el padre, José Concepción Romero, de 55 años, que trabajaba en el campo, y sus tres hermanos. Por problemas en el matrimonio, los padres se habían separado y los menores vivían con su madre y su nueva pareja, Rosalino Félix Robles, también dedicado al campo.
El 23 de abril de 1938, a la edad de 16 o 17 años, Cesáreo fue aprehendido. De acuerdo con el acta y las investigaciones del Ministerio Público del Distrito Federal en Milpa Alta, se encontró que había cometido el delito de parricidio utilizando como arma un cuchillo. Esta muerte no fue advertida sino hasta que la denunciaron Ruperto Cruz y Celestino Olvera, un primo y un amigo del occiso. Manifestaron que encontraron el cuerpo de Romero en un lugar llamado Puchiquiahuac. Las declaraciones pusieron en la mira a la madre y padrastro de Cesáreo, quienes habían tenido varios conflictos con José Concepción Romero. Se llamó entonces a declarar a Catalina Arenas, a dos de sus hijos, Ignacio y Cesáreo, y a su pareja, Rosalino.
Tanto la madre como el padrastro argumentaron no saber nada de los hechos investigados; sin embargo, la declaración de Cesáreo arrojó pistas importantes pues manifestó reconocer el cuchillo del crimen como propiedad de Rosalino Félix Robles. La investigación condujo a que, en un nuevo interrogatorio, el menor contara que al llegar a su casa como a las cinco de la tarde, Rosalino y su madre lo habían invitado a ir al campo. Los tres salieron y tomaron el rumbo del Teucli. Después de unos tres o cuatro kilómetros llegaron a un terreno donde había algunos magueyes, detrás de los cuales se escondieron. Luego, el padrastro se acercó a su padre por la espalda, le dio un golpe que lo hizo caer al suelo y lo apuñaló en diferentes partes del cuerpo. Al final, le dio el cuchillo a Cesáreo y le dijo: “acábalo de chingar”. Y así lo hizo.
A continuación, se determinó como presuntos responsables del delito de homicidio a Rosalino Félix Robles y Catalina Arenas. Considerando que el menor fue obligado a participar por la mala influencia de su madre y su padrastro; se le puso a disposición del Tribunal para Menores Infractores el 18 de octubre de 1938. Allí se le realizaron a Cesáreo los cuatro exámenes mencionados. El estudio médico y el psicológico describían su fisonomía de la siguiente forma: “de cráneo de mayor proporción que la ordinaria, repulsiva por sus anomalías físicas, por su labio leporino completo, por lo tosco de sus facciones, por sus orejas pequeñas y plegadas, así como por la escasa movilidad y poca expresión”. El resto de los resultados giraba en torno a los antecedentes hereditarios y personales, de los cuales sólo se encontró la bronquitis. El pronóstico decía que su estado era grave y recetaba la uranoplastia para tratar la fisura del labio leporino.
Conforme a los resultados del test Binet-Simón, una prueba para medir la inteligencia utilizada en el estudio pedagógico, Cesáreo tenía una edad mental de cinco años y ocho meses. Se determinó que su conducta desfavorable se debía a factores internos: la detección precoz de su evolución psíquica, el complejo de inferioridad y de Edipo, la ausencia de ética y la alta docilidad con la madre. En cuanto a los factores externos, destacaba como decisivo el medio hogareño, en particular el desacuerdo entre sus padres, lo cual resultó también del examen social.
El diagnóstico psicológico llamaba al menor notoriamente anormal y agregaba que sus deficiencias acentuadas hacían de él un débil mental sugestionable e impulsivo, esto es, “un imbécil”. Cabe señalar que se consideraba entonces imbécil a aquellos que, como resultado en la prueba de Binet-Simón, obtenían una edad mental de entre tres y siete años de edad, mostraban emoción e instinto de conservación y aprendían lo concreto, pero no lo abstracto. Se lo definía como “imbécil” por su personalidad antiética, egoísmo, complejos de inferioridad y Edipo, sugestionabilidad y falta de remordimiento por el crimen cometido. Se preveía, por ello, que era ineducable, así como muy peligroso, y debía dársele un tratamiento higiénico para habituarlo a las prácticas de aseo, uno pedagógico para enseñarle labores manuales y otro ortopédico mental para estimular sus funciones, en específico, educar su afectividad y promover sus impulsos síquicos.
Con estos tratamientos se pretendía alejarlo de la mala influencia de la madre y el padrastro, hacerle comprender lo horrible de su crimen y que desarrollara sentimientos nobles a través de la reclusión en la Escuela para Anormales del Manicomio General. Aquí recibiría tratamiento médico, se instruiría en un oficio y obtendría un medio honrado de vida para valerse por sí mismo.
Cesáreo llegó al manicomio el 18 de octubre de 1938. Tres días después fue internado en el pabellón de agitados y reos por padecer de “amnesia-perversa”, lo que lo convertía en un sujeto peligroso. Ahora bien, a pesar de que se encontraba en una de las instituciones creadas para ofrecer atención especializada a menores y jóvenes, el historial clínico estableció, en junio del año siguiente, que no había presentado mejora alguna y su estado mental era el de un oligofrénico profundo en grado de imbecilidad, pues sus funciones intelectuales se encontraban en déficit, al igual que las afectivas, que sólo presentaban reacciones emocionales primarias de placer. Además, se comportaba con frecuencia de manera impulsiva y agresiva, sin poder desempeñar bien una actividad útil. Tres años más tarde, en diciembre de 1942, Cesáreo se fugó. Su búsqueda se hizo hasta enero del año siguiente, pero no fue localizado; tenía 20 años.
La historia de Cesáreo es una muestra de las medidas que tomó el Estado para este tipo de infantes, medidas que iban integradas al proyecto de reconstrucción social de las décadas de 1920 y 1930 del gobierno mexicano. Así, la política posrevolucionaria buscó la mejoría de los ciudadanos a partir de su regeneración física y moral, y para ello creó un conjunto de mecanismos de control –tanto discursivos como materiales– que le permitieran redefinir las conductas transgresoras y subversivas, así como las estrategias terapéuticas para reajustar la relación entre los menores y la sociedad. Su interés residía en construir ciudadanos civilizados al nivel de la modernidad a la que el país pretendía llegar. Las medidas terapéuticas obedecían a la necesidad de recluir a los niños y adolescentes que se hallaban fuera del marco de lo normal, tomando en cuenta el tipo de anormalidad existente, a partir del cual habría un espacio específico que ofrecía rehabilitación y corrección.
Sin embargo, tanto el Tribunal como el Manicomio General fallaron en sus propósitos de atención en el caso de Cesáreo. El trabajo de los especialistas y su empeño por estudiar a los menores delincuentes para crear un perfil criminal único encaminado a ofrecer el mejor tratamiento de acuerdo con su personalidad y diagnóstico, así como comprender la etiología de la delincuencia, descuidó tanto el tratamiento del menor, al no darle seguimiento, como la capacidad institucional: espacios adecuados, condiciones de los inmuebles y medidas de higiene.
PARA SABER MÁS
- López Carrillo, Ximena, “Retraso mental” en Los pacientes del manicomio. La Castañeda y sus diagnósticos. Una historia de la clínica psiquiátrica en México, 1910-1968, México, UNAM/Instituto Mora, 2017.
- Sacristán Gómez, Mmaría Cristina, “La contribución de La Castañeda a la profesionalización de la psiquiatría mexicana, 1910-1968”, Salud Mental, vol. 33, núm. 6, noviembre-diciembre de 2010, en https://cutt.ly/diNduPM
- Sánchez, María Eugenia, Niños y adolescentes en abandono moral, ciudad de México (1864-1926), México, INAH, 2014.
- Santiago Antonio, Zoila, “Los niños y jóvenes infractores de la ciudad de México, 1920-1937”, Secuencia. Revista de Historia y Ciencias Sociales, 2014, en https://cutt.ly/niNdn2V
- Véase Los olvidados, película, dir. Luis Buñuel, 1950.