La novena sinfonía estrenada en 1910

La novena sinfonía estrenada en 1910

Fernando de Jesús Serrano Arias
Facultad de Música-UNAM

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 50.

La prensa de la ciudad de México recibió con exuberancia de elogios la programación de un amplio repertorio de la obra de Beethoven en el teatro Arbeu, como parte de los festejos por el centenario de la independencia.

En 1910 se estrenó en México la novena sinfonía de Ludwig van Beethoven. Eso, por sí solo, causó gran revuelo en la prensa capitalina. Sin embargo, la obra en cuestión no se presentó como un hecho aislado. Estuvo enmarcada en los festejos del centenario de la independencia y antecedida por las otras ocho sinfonías del músico alemán. Esto provocó que diversos diarios dieran cuenta de los conciertos a través de anuncios, reseñas o críticas, lo que habla de la recepción de la época sobre la obra del compositor en un momento crucial en la historia de nuestro país.

Desde fines del siglo XIX, la orquesta del Conservatorio Nacional, bajo la dirección de Carlos J. Meneses, presentaba y estrenaba de forma regular obras orquestales en sus conciertos “vocales e instrumentales”. Hacia 1910, en la ciudad de México, además de las compañías de opereta y zarzuela, funcionaban dos orquestas que se dedicaban a la música clásica: la del Conservatorio y la “Beethoven”, dirigida por Julián Carrillo. A juicio de El Cronista del diario El Tiempo Ilustrado, la primera era la de sonoridad superior por contar con un mejor conjunto. En ese tiempo, ambas orquestas presentaron sinfonías beethovenianas, pero sólo la del Conservatorio prometió el estreno de esta obra tan apreciada por los “amantes de la música”: la sinfonía coral del genial Beethoven.
El Correo Español se deshizo en elogios para la orquesta, su director y, particularmente, para el programa de ese año, al que denominaba como “un acontecimiento artístico”, de un conjunto que se había ganado a pulso su reputación como “de primer orden”. Esto, tras una serie ininterrumpida de éxitos cada vez mayores y mejores, año con año, a través de la presentación de “novedades musicales de las de mayor éxito en el mundo”. Entendiendo, eso sí, a la Europa occidental como el mundo.

En el diario El Mundo Ilustrado, y previo a la presentación del programa, Maese Pedro hacía un recuento de los autores y obras presentadas por Meneses. Para él, este director inició sus temporadas de conciertos con obras fáciles y descriptivas para que fueran accesibles. De ahí pasó a autores a los que llamó “de transición”, para llegar a las “verdaderas cimas del arte”, esto es, Marc Antoine Charpentier, Héctor Berlioz, Franz Liszt o Piotr I. Tschaikovsky, arribando, curiosamente, a Beethoven y Richard Wagner: los principales autores interpretados en la temporada de otoño de 1910. A decir del mismo Maese Pedro, estos dos últimos compositores eran la mayor representación del arte musical y la puesta en práctica de su culto resultaba necesario en México. Lo que no deja de ser interesante, toda vez que El Correo Español consideraba a ambos como “los dioses mayores de la música”, y a Wagner como el “Cristo de la música”. Esto genera una relación metafórica interesante; si Wagner es Cristo, Beethoven debe ser Dios ya que en él se inspira, a él admira, de él proviene.

Las sinfonías de Beethoven fueron descritas en la prensa como un inmenso mundo de bellezas y pasiones que el autor hizo para sí. Al estar encerrado en sí mismo por la sordera creó un universo propio en el que se representaban las pasiones humanas. En esta referencia queda plasmada la imagen del genio torturado y su figura proteica, del genio que triunfaba sobre las adversidades a través del arte, y que fue una imagen posromántica que se sigue repitiendo en nuestros días. Por su parte, Carlos González Peña, cronista del diario El Mundo Ilustrado, consideraba el arte, en clara referencia a las sinfonías interpretadas, como resultado “de la más alta civilización”, entendiendo a la civilización en un “sentido de perfeccionamiento intelectual”.

Para la segunda mitad de 1910, y con la finalidad de conmemorar el centenario de la independencia, se programó una serie de actividades para todo el mes de septiembre, incluido, en un principio, el estreno de la novena sinfonía de Beethoven. La noticia causó grata impresión en la prensa capitalina. Por vez primera se presentarían todas sus sinfonías, el estreno de la obra monumental, como se la llamaba en los diarios a la novena sinfonía, entre otras. Esta pieza constituía un gran acontecimiento artístico en todos los centros musicales de Europa; siempre era celebrada en cualquier ciudad del viejo continente en la que se presentaba.

La presentación de la novena implicaba un trabajo mayor del que solía darse en forma regular. Ahora bien, aunque la magna obra del “sordo de Bonn” fue reportada por El País como parte de la “Fiesta Apoteósica” en honor de los caudillos y soldados de la independencia con la que concluyó el mes de las festividades patrias, finalmente no se interpretó entonces. Se desconocen aún las causas de esto, pues eso no evitó que se estrenaran en México obras de gran envergadura durante tan importante suceso y que la novena fuera ejecutada ese mismo año.

Vale aquí la pena aventurar una serie de preguntas respecto a la inserción de esta obra de Beethoven en la celebración del centenario de la independencia mexicana: ¿cuál era la importancia de presentar esta obra en esta fecha?, ¿acaso el texto de Schiller, sobre el que se basa la novena, podía tener algún impacto o relación con la celebración?, ¿las ideas de libertad o fraternidad debían escucharse en México como parte de esa “fiesta”? Por último, ¿la presentación de la “Sinfonía Coral” nos equipara con los grandes centros culturales europeos, ¿haciéndonos parecidos a ellos?

Los mismos diarios dieron noticia sobre las modificaciones que debieron realizarse para llevar a buen puerto el evento artístico. A principios de junio, la Secretaría de Instrucción Pública otorgó una subvención para los participantes en el coro de la novena. Además, se reforzó la orquesta de forma similar a la presentada durante el final de la fiesta del centenario. A decir de El Tiempo, hubo una orquesta de 90 profesores y 110 voces. Y es que, según el director del Conservatorio, el compositor, pianista y crítico, Gustavo E. Campa, la novena era no sólo una obra de gran genio, sino la de mayor producción musical y la más maravillosa.

Los periódicos revelaban la importancia de la presentación de esta obra señalando la cantidad de músicos que se utilizarían, pues, dado el contexto, representaban un gran número. Si comparamos el tamaño de la orquesta y del coro de entonces, podemos decir que, al menos en la actualidad, superaba a algunas de las orquestas del interior del país. Así, las notas nos cuentan que sería necesario presentar a los mejores solistas y un coro disciplinado y coherente, para poder interpretar la portentosa obra del genial Beethoven, el cisne de Bonn o el sublime sordo, como solían llamarle en esas notas.

Para Carlos González Peña, la idea de popularizar a Beethoven, a quien consideraba el mayor genio musical, presentaba dos aspectos propios de la imagen beethoveniana decimonónica: el culto a la imagen del compositor, desarrollada a partir de su música, y el aprendizaje que se podía obtener de la audición de su obra.

La temporada Meneses 

Para la presentación de estos conciertos, la Sociedad Artística de la Orquesta del Conservatorio, empresaria de la temporada, eligió el teatro Arbeu para rentarlo y presentar las funciones. Estas se distribuyeron en dos conciertos por semana: los jueves por la noche y los domingos por la tarde. Para la asistencia a las audiciones se abrieron “abonos” desde días antes. El Diario, en su sección de “Teatro y Variedades”, auguró un gran éxito a la temporada dado el movimiento que podía apreciarse en la taquilla y por el “numeroso público” que asistió al ensayo previo. A pesar de esto, cuando La Iberia reseñó el primero de los conciertos mencionó que el público fue más bien escaso, pero sí muy selecto y quedó satisfecho con la presentación, que fue un gran éxito en términos estéticos, pronosticando un “triunfo asegurado”, gracias a la disciplinada y homogénea orquesta. La nota manifiesta su esperanza de que la audiencia creciera, pues “pocas veces es dable a la sociedad mexicana, tener espectáculos tan cultos como el que ahora nos ofrece el maestro Meneses”. De igual forma Zig-Zag (seudónimo de Edmundo de la Portilla), crítico de El Tiempo, alababa la presentación de las nueve sinfonías del compositor alemán indicando que ese hecho, por sí solo, debía atraer a todos los músicos de México a la capital. También hizo énfasis en el escaso público, comentando que, al parecer, los capitalinos no entendían las obras beethovenianas: “la música que ahí se escucha –escribía Zig-Zag–, está lejos de ser inaccesible, y muchas personas que temerían encontrarse con trozos en chino, quedarían encantadas de la elección de las piezas, si se resolvieran a asistir una sola vez”.

Si bien la clase alta de la ciudad adquiría abonos completos para la temporada, era principalmente la clase media la que asistía a los conciertos. Esto se puede deducir por la cantidad de “coches de bandera” que se veían frente al teatro esperando la salida de los asistentes para llevarlos a sus casas debido a la hora y a que la clase alta solía contar con coches propios. Zig-Zag propuso que los conciertos se iniciaran a las ocho en punto y no a las ocho cuarenta y cinco, para garantizar una mayor audiencia ya que “estos banquetes de armonía comienzan demasiado tarde para terminar a hora conveniente”.

El programa presentado en cada ocasión contenía una fuerte dosis alemana con un inicio beethoveniano y una sección wagneriana. Cada concierto contaba con tres partes, en las que alternaban las secciones instrumentales con las vocales y tenían una duración que, para algunos asistentes, era excesiva. José Luis del Castillo, en su columna de El Diario, señalaba el exceso en la programación. Hacía hincapié en la incapacidad de un amigo suyo para soportar más de dos horas de audición musical, en el esfuerzo mental que requería la audición de una sola sinfonía de Beethoven “u otra obra ardua y polifónica” y en que, en Europa, nunca se programaban juntas dos sinfonías de Beethoven. Esto le permitió al crítico señalar que la “Novena” debía de ir sola en el programa, ya que, en el último abono de la serie, Meneses había interpretado la octava y la novena con un breve interludio vocal Weberiano. El concierto de marras había durado alrededor de dos horas, por lo menos.

La novena en México

Los diarios de la época dieron cuenta de la importancia que representaba la presentación de la “Sinfonía Coral”. Desde un principio anunciaron que, de las nueve sinfonías, ninguna habría de repetirse, salvo la novena. Esta se presentaría en los abonos del jueves por la noche y el domingo por la tarde. No obstante, y quizá por la magnitud de la obra, del esfuerzo que se realizó, que fue el mayor acontecimiento del arte musical de la temporada según varios cronistas, o que la Secretaría de Instrucción Pública subvencionó al coro, se presentó una tercera vez en una función denominada “popular” auspiciada por el mismo Ministerio, dirigida al profesorado de primaria y secundaria, así como a los estudiantes de las escuelas profesionales. Es decir, la “Novena” se exhibió en dos ocasiones para el público en general y una tercera, con un fin más educativo, para una población específica.

La presentación de las ocho sinfonías y el estreno de la novena fueron eventos tan llamativos que Maese Pedro los declaró lo más notable en la historia musical de México. Para él, la última era de suma importancia por ser la fuente de la que abrevaba “toda la música moderna”. Con estas piezas, Beethoven –genio inmortal, renovador inquieto– transformó el arte sinfónico haciendo que la humanidad remontara cimas hasta llegar a lo divino. El Canto a la Alegría era un grito conmovedor de Beethoven, dirigido a sus hermanos, los hombres, y lo igualaba en genio con Homero, Dante, Virgilio, Shakespeare y Cervantes. Otros cronistas, ya de forma poética o con referencias a importantes autores (como el musicólogo francés Roman Rolland, los compositores Carl Czerny, Hector Berlioz, Richard Wagner o el libretista –y a la vez su abogado– Joseph Ferdinand Sonnleithner) describieron la grandiosidad de la obra y su relación de hermandad humana y divina. Se trataba de una historia en la que el hombre mísero se sobreponía a su triste vida, “después de haber luchado como un héroe, después de haber pensado como un dios”.

Los diarios relataban la respuesta del público. Hubo quien estaba agradecido por la presentación de la obra que acrecentaba la cultura general en un país que lo necesitaba. O, también los que se quejaban de la programación, los que felicitaban a los músicos y al director y los que señalaban los faltantes en la interpretación. Por otra parte, cuando la prensa se refería al público, lo llamaban delicado y escogido, culto e inteligente. Ese que acudía regularmente al teatro, que escuchó expectante y con admiración y ovacionó entusiasta los conciertos. También presentan detalles técnicos tales como las cuestiones melódicas o armónicas, estructuras formales, la instrumentación o el manejo vocal.

Las expresiones de los críticos acerca de la novena eran, por lo demás, metáforas para tratar de describirla. Castillo, de El Diario, la describía como una obra de filigrana. Narraba que se escuchaban gemas musicales forjadas por un rey orfebre y montadas en un cetro dorado para coronar su “mirífica” cabeza. Se percibían “sensaciones inefables”, un “entusiasmo desbordante” o una “fuerza inmensa”, la “subyugación” o “la conquista de una guerra contra el dolor”, una “bóveda serena” o un “monumento estupendo”.

En general, en sus descripciones, los cronistas referían al sufrimiento que se presentaba desde el principio; al amor y desamor; las adversidades y los sentimientos profundos o la esperanza, hasta llegar, de forma paulatina a la “Alegría”. Pero esta alegría era efímera. Fugaz como todo lo feliz, fugaz… “como la vida”.

En suma, la novena es una obra de melodías lozanas, nobles y bellas cuyas modulaciones suntuosas bastaban para divinizar a Beethoven. Para Castillo, se trataba de una autobiografía musical y la deificación del músico lo llevaba a una introspección: “me abstraigo y musito secretamente para que solo escuche mi alma esta avemaría singular. Dios te salve, Maestro; lleno estás de goces; el Señor sea contigo: bendito es el fruto de tu numen. Amén”.

PARA SABER MÁS

  • Bonds, Mark Evans, La música como pensamiento. El público y la música instrumental en la época de Beethoven, tr. Francisco López Martín, Barcelona, Acantilado, 2014.
  • Buch, Esteban, La novena de Beethoven. Historia política del himno europeo, tr. Juan Gabriel López Guix, Barcelona, Acantilado, 2001.
  • Sinfonía °9, en re menor, Op. 125 “Coral”. Ludwig van Beethoven.

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