El relato periodístico de la muerte de Venustiano Carranza

El relato periodístico de la muerte de Venustiano Carranza

Ana María Serna
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 57.

Los juicios de valor, el adjetivo fácil, la acusación dirigida, formaron parte del discurso construido por la prensa que empañó una narrativa más ajustada a los hechos acerca del crimen contra el presidente. En el fondo se escondía el legado de violencia a manos de las fuerzas armadas.

La opinión pública mexicana sigue debatiendo, 100 años después, sobre la muerte violenta de Venustiano Carranza. Javier Garciadiego cuenta que, hace poco, el análisis del impacto de las balas en la camisa del fallecido primer jefe descartó, casi definitivamente, la retorcida hipótesis que hablaba de un suicidio. ¿Fue un asesinato o se quitó la vida el presidente?, se preguntaba el público. Si fue un crimen, ¿quién era el responsable? Si Rodolfo Herrero, como sostienen muchos, ¿actuó solo o por órdenes de la jerarquía militar? En otras palabras, ¿podemos decir que el estado posrevolucionario se sostiene en una ejecución ordenada por las fuerzas armadas? El contexto de extrema violencia y militarización que vive hoy la sociedad mexicana nos obliga a repensar nuestro pasado violento.

En El Porvenir del 23 de mayo de 1920, Porfirio Barba Jacob se preguntaba si “Carranza no era el protagonista de una tragedia colosal, más profunda que todas las que se conocieron en la Edad Media, y más desconcertante que aquellas nacidas del genio de Shakespeare”. Su apreciación muestra que el mito fundacional del Estado posrevolucionario está bañado de sangre. La narrativa que mezcló el lenguaje periodístico, el literario y el histórico agrava la tragedia porque nos hundió en un mar de incertidumbres.

Sobre la muerte de Carranza, la prensa aportó la materia prima para múltiples versiones literarias, contribuyendo a uno de los principales problemas que enfrentamos para lidiar con la historia sembrada de violencia. La versión literaria tuvo un auge importante en el discurso político posterior al magnicidio. Se amamantó de la compleja narrativa de los diarios que, en 1920, reaccionaron con un tremendo alboroto. Es necesario asomarnos a los nodos y los formatos narrativos del relato periodístico de aquella negra noche para explicar cómo la simbiosis del periodismo con la literatura afecta con eufemismos y ficciones la historia de los hechos violentos del México contemporáneo. Desde el siglo XIX, las prácticas periodísticas abrevan en estrategias literarias. Estas influyeron en las frágiles estructuras judiciales y policiacas y en los débiles mecanismos de inteligencia requeridos para resolver crímenes. El tribunal de la opinión pública se anticipa e impone al ejercicio judicial. En muchos casos, la corrupción se cuela por la trastienda para modificar los escenarios del crimen. La imaginación de los lectores y las plumas de escritores llenan los huecos abismales que quedan en los procesos penales. Un vacío de respuestas se acumula, década tras década, mientras el tsunami de violencia e impunidad no se detiene. En las notas sobre la muerte de Carranza se delineó un periodismo con adjetivos que mezcló los cánones de una intención reporteril moderna con un lenguaje lírico que cubrió el contenido informativo bajo el velo de juicios de valor que marcaban una pauta emocional al lector.

El daño

En 1920, la mayoría de los diarios estaba bajo la nómina de Carranza, por lo tanto, podemos imaginar que mucho de lo escrito en ese momento de zozobra y rompimiento de lealtades políticas, surgió de la espontaneidad de los escritores y editores, no de una línea particular del poder. Es posible que algunos estuvieran ya “centaveados” por De la Huerta y Obregón, pero lo que se lee en los diarios, contradice esta idea. El manejo de la información sobre la muerte violenta del presidente en funciones cumplió con las características de la nota roja. La categoría del protagonista de semejante hecho de sangre no evitó que se le sumiera bajo el sensacionalismo y el relato policiaco cercano a la novela negra. Los periodistas mexicanos de entonces trabajaban con un pie en la literatura y otro en los cánones modernos de la investigación periodística. Su prosa advierte que la muerte sorpresiva del mandatario fue, para muchos, la oportunidad de oro para darse a conocer, captar lectores, vender ejemplares y suscripciones.

Las primeras noticias se publicaron con encabezados que asemejaban campañas publicitarias de cine: “La tragedia en Tlaxcalantongo, tiene detalles muy espeluznantes”, “El Sr. Carranza ya presentía que Herrero iba a asesinarlo”, “Ya el pueblo de México está enterado de que el jefe del Ejecutivo demostró una gran entereza de ánimo en los instantes de inminente peligro. Pero, de los detalles y circunstancias últimos, nadie, absolutamente nadie se ha enterado”; “El combate hacíase cada vez más insostenible. La tragedia era inminente. La noche fría y majestuosa, mostróse propicia a los combatientes. El presentimiento embargó a todos los ánimos”.

El Demócrata contuvo la emotiva irrupción de rumores, con el boletín titulado: “Cómo ocurrió la sangrienta escena” y una edición extraordinaria, la primera en “circular por teatros, cafés-restaurants” que fue recibido con un profundo gesto de estupor […] Todas las clases sociales –decía– apróntense a comentar el trágico e inesperado acontecimiento”. La prensa prometía información fidedigna, pero colaba el exabrupto, la conclusión pronta, sin evidencias.

Algunos exaltaron a Carranza llamándole “señor”, don Venustiano, ciudadano presidente, “símbolo de la soberanía de los pueblos latinoamericanos”. Pocas críticas salieron a la luz. Sólo Ricardo Arenales escribió un libelo:

Rodeado de validos sin preeminencia del corazón ni de talento y pugnando por aferrarse aún a las fórmulas revolucionarias, cuando le ha ganado ya la corruptela dictatorial; peleando como un león al frente de un ejército que se le desmorona; consumando en siete días una epopeya; vencido y prófugo, en medio de ministros inútiles y de generales inermes, en una serranía que más parece cárcel; y, como remate de esta cadena de fatalidades, víctima de un criminal obscuro, que lo hiere sin gloria y le despoja de la bolsa en que llevaba consigo los últimos aztecas de su tesoro deshecho.

Las llamadas “chusmas de Herrero”, aquella “turba” sospechosa de perpetrar el crimen, sufrió el desprecio público instantáneo. Una de las malas mañas a las que recurría el periodismo mexicano al informar sobre asuntos en materia criminal era declarar la culpabilidad antes de que presuntos sospechosos concluyan el debido proceso. Dos encabezados muestran esta práctica de premeditación. Uno dice: “participo de fuentes fidedignas que el ciudadano presidente fue asesinado por fuerzas del exfederal rendido Rodolfo Herrero”. El otro: “Rodolfo Herrero, jefe militar que pertenecía a las fuerzas que lo escoltaban, lo sorprendió cuando dormía, acribillándolo a tiros”.

Luego agregan: “No hay mayores detalles a tal respecto.” El tribunal de la opinión decide por el público, lanza el anzuelo de las apuestas y las pruebas se aportan mucho después. Así, el conjunto de los diarios estructuró una narrativa emotiva melodramática, creando la tensión entre el bien y el mal. Con todo y esto, se atribuyeron la supuesta función informativa que les correspondía para detener los rumores, que siempre han sido la sal y pimienta de nuestra esfera pública. Entre tales exaltaciones, sin embargo, se dieron esfuerzos de reportear seriamente el acontecimiento, versiones informativas que privilegiaron el desarrollo de los acontecimientos con ojo de investigación policiaca, como aquel reportaje que decía: “Confiamos en que nuestra información, amplia y serena, en la cual, cuidadosamente hemos desechado todo dato que no estuvo oficialmente confirmado, será estimada por nuestros lectores”. Estos afanes fueron insuficientes para desmantelar la dupla narrativa suicidio versus teoría del asesino solitario que cubrió de opacidad durante un siglo, un crimen que manchó la reputación de todos los miembros de las fuerzas armadas y amenazó con restar legitimidad a la corporación como futuro eje político del Estado posrevolucionario.

Honor militar

Múltiples asuntos se pusieron en juego con esa muerte violenta y la reconstrucción de lo ocurrido. Destacaré los argumentos con que se manipuló el discurso del honor militar. La cultura pública mexicana era un universo donde se disputaba la reputación. La defensa de la masculinidad “honorable” fue un elemento esencial de la política y de la posición social en la que se movían los hombres poderosos. Los machos se batían a duelo. En ese contexto, aquel homicidio en lo oscurito, agazapado entre las sombras, fue una malformación de una guerra civil cruenta, pero no era cosa de “hombres”. En la dinámica de representación de la persona pública, el honor militar, la hombría del buen soldado, se cocinaba aparte; implicaba también un código de disciplina, era un mecanismo para inspirar respeto y mantener el orden.

Las dudas que inundaron a la opinión pública buscaban asentar responsabilidades y castigar a los culpables. Se construyó un relato relativo al honor militar en torno a un eje narrativo: Carranza era un fugitivo, Herrero un traidor y un asesino a mansalva y los acompañantes del primer jefe un atajo de cobardes. Los autores intelectuales se lavaron las manos.

Entre las noticias en que se dirimía la reputación de Carranza, sobresalen las explicaciones en torno al formato de su funeral. La prensa explicó que “no se harían honores al cadáver, por haber pedido la familia que les fuera entregado, a fin de darle sepultura”. Al día siguiente, Obregón envió un mensaje a la United Press, que reprodujeron los diarios mexicanos, donde explicaba que el exfederal Herrero presentó el combate que dio por resultado las graves consecuencias: “No se le harán honores […] en vista de que el artículo primero del Plan de Agua Prieta desconoció al señor Carranza, la revolución sólo considera a la víctima de Herrero, como un simple ciudadano.”

Pronto se reportó que Obregón recibió un mensaje, firmado por Juan Barragán y 30 militares de alta graduación que acompañaban a Carranza. Justificaron su conducta construyendo el relato de la traición de Herrero:

A las cuatro de la mañana –escribieron– gente […] rodeó el “jacal” del Presidente, disparándole cuando estaba dormido, siendo el tiroteo muy nutrido. Hicimos defensa, aunque con la natural demora por la alevosía inesperada. El general Murguía batióse en la oscuridad, valientemente, rechazando a los traidores […] Nuestra conciencia está tranquila. El corto número de heridos y muertos explica que los asaltantes premeditaron su crimen, sabedores del lugar donde dormía el señor Presidente. Nada pudieron la lealtad y la valentía contra la traición de esos criminales.

Herrero se perfilaba como el perfecto villano. Esta tarea fue fácil. Su expediente tenía tela de dónde cortar. La prensa trató de aclarar su estatus como miembro activo de las fuerzas armadas. Una cosa es criminalizar a un hombre común y otra lidiar con un magnicidio perpetrado desde la entraña del Ejército Federal. Un artículo lleno de calificativos explicaba:

Militares jóvenes con quienes hablamos, nos indicaron que Herrero se dio de alta en la época del dipsómano Huerta, como jefe de un cuerpo de voluntarios en Zimapán. […] se levantó en armas, estando sus chusmas y él a las órdenes del general Peláez. […] Resulta […] dudoso que haya pertenecido al Ejército este hombre, a quien el rencor, la venganza o simplemente un instinto sanguinario, ha llevado a cometer un acto que condenan, más que nadie, los propios revolucionarios.

Así se trató de limpiar la imagen del ejército revolucionario que habría de sobrevivir en el poder tras este magnicidio, posicionando la idea de que el encono, las represalias y el sadismo sangriento, no eran valores que caracterizaban al buen soldado, sino actitudes impropias de un valiente. Se manipuló también la trama del asesino solitario ya que “todo indicaba que se trata de una venganza personal de Herrero”. El evidente cochinero, la gravedad del caso y la inmundicia del trabajo de Herrero obligaron a otros implicados a batirse en el duelo público para salvar su hombría. Una vez que los jefes militares acusaron a Herrero, Obregón encabezó una campaña de desprestigio con una respuesta pública, que sería la base del argumento que llevaría a prisión a Barragán, Mariel, Montes, Murguía y Urquizo por faltar al “espíritu militar”. El texto de Obregón que también circularon todos los diarios era, para algunos, una sentencia de muerte política:

Es muy extraño que un grupo de militares que, como ustedes, invocan la lealtad y el honor y que acompañaban al C. Venustiano Carranza con la indeclinable obligación de defenderlo, haya permitido que se le hubiera dado muerte sin cumplir ustedes con el deber que tenían ante propios y extraños de defenderlo hasta correr la misma suerte […] Repetidas ocasiones se notificó al C. Carranza que se le darían toda clase de garantías a su persona si estaba dispuesto a rendirse […] creyó indudablemente que habría sido un acto indigno de un hombre de honor ponerse a salvo dejando a sus compañeros en peligro […] Treinta y dos militares y un civil son un número más que suficiente […] para haber salvado la vida del señor Carranza […] tengo derecho a suponer que ustedes huyeron sin usar siquiera sus armas, porque ninguno resultó herido. Si hubieran sabido morir defendiendo la vida de su jefe y amigo, se habrían conciliado en parte con la opinión pública y con su conciencia y se habrían ahorrado el bochorno de recoger un baldón que pesará siempre sobre ustedes.

El juicio se inició, de tal modo, horas después del hecho sangriento, con una guerra mediática que arrojaba honras a la hoguera por medio de la denuncia melodramática. ¿Carranza había preferido morir sin rendirse como demandaba la sociedad a un honorable guerrero? ¿Era un jefe desbancado por su terquedad, carente ya del valor público de un jefe de Estado? ¿Era un cobarde suicida? Esta poderosa cizaña sembrada en el espacio público privó a los altos mandos carrancistas de la masculinidad que requería el ejercicio del poder exhibiendo que se comportaron como temerosas señoritas. ¿Fueron cómplices del asesino o simples milicianos apocados? ¿Si salieron a defender al jefe, por qué no estaban heridos? Algunos como Murguía, se dijo, huyeron dejando hasta el reloj y las polainas.

Un informante de El Demócrata declaró que Herrero sólo contaba con 150 hombres, muy mal armados. En cambio, la gente que iba con Carranza eran militares de diversas graduaciones, debidamente armados y parqueados. Para salvar cara, el general Francisco Murguía, volteó también a la prensa estadunidense, un foro quizás más importante que el espacio público mexicano para probar que se batió valientemente. “Solicitó una comisión que rindiera un informe detallado”. Su esfuerzo fue en vano, terminó encarcelado.

El asesinato de Carranza dejó un grave legado sobre la violencia a manos de las fuerzas armadas. La narrativa periodística que lo cubrió de expresiones emotivas influyó sobre el proceso penal y la rendición de cuentas. Marcó también la memoria histórica en torno a la imagen pública del Ejército.

PARA SABER MÁS

  • Benítez, Fernando, El rey viejo, México, Fondo de Cultura Económica, 1959.
  • Beteta, Ramón, Camino a Tlaxcalantongo, México, Fondo de Cultura Económica, 1961.
  • Garciadiego, Javier, Venustiano Carranza. A 100 años de su asesinato (conferencia), El Colegio Nacional, 21 de mayo de 2020, en <https://cutt.ly/6Hv77go>.
  • Urquizo, Francisco L., México Tlaxcalantongo, Ciudad de México, INEHRM, 2017.

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