Arturo Sigüenza -UNAM
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 3.
A Raquel Varela, in memoriam.
Aprendí a hacer tortillas cuando contaba con doce años, hecho que resulta normal de haber sido hija de tortillera. Pero no fue así. Mi niñez se desarrolló en una familia de hacendados y nunca imaginé que un día pudiera cambiar todo, así, tan de repente. En esa época mis hermanas mayores pasaban las tardes en las mecedoras, practicando el lenguaje secreto de los abanicos para comunicarse de lejos con sus pretendientes. Mis hermanos tenían tanto tiempo de ocio que se les ocurrían hazañas como la de reunir en botellas de vidrio sus flatulencias, y entre carcajadas aseguraban que la combinación de sus gases producía colores inauditos. En una ocasión les sorprendí mamando leche de burra, se peleaban por su turno para disfrutar de las ubres rebosantes, según ellos, de la leche más rica de todas. Los días de mi padre se iban en supervisar los cultivos de algodón y granos de temporada, el pastoreo del ganado bovino y la explotación de la mina de carbón. Bien pudieron ayudarle mis hermanos, pero él los consideraba inútiles para el trabajo de campo, por lo que pagaba maestros particulares de historia general, aritmética y geografía, más por tenerlos ocupados que por meter cultura a sus cabezas. Como al resto de mis hermanas, a mí también me prohibió tomar estas clases, pues no quería que sus hijas aprendieran algo distinto al piano, el bordado y el canto.
Por ello, el arduo interés que yo tenía por aprender a leer y escribir tuvo que sofocarlo mi madre, quien había recibido una pulcra educación en la capital del país. Mi lugar en la familia ocupaba el punto medio de dieciocho hermanos de la misma madre, de los otros hijos de mi padre nadie sabía la cuenta exacta.
La novedad de los patines de acero me tenía fascinada. Incluso dejó de practicar el tenis y obligaba al instructor a que me llevara de la mano, bajo la consigna de acusarlo con mi padre para que lo despidiera. Además, mi madre me vigilaba desde su enorme ventanal, pues insistía que esas ruedas en mis pies hacían peligrar mi virginidad, idea que no comprendía pero que nunca me atreví a cuestionar. Llegué a tener tal dominio sobre los patines, que corría desaforada sobre los cuadros de mármol reluciente en el comedor y la sala, esquivando poltronas barrocas, sillones de largos respaldos y piezas asiáticas de porcelana montadas en columnas de yeso. Si tropecé alguna vez, los restos de las figurillas fueron enterrados por mis furtivas manos bajo el zapotal que estaba en el jardín frente a mi alcoba, el mismo que aprendí a reconocer entre las sombras que me espantaban el sueño. Para tranquilizarme en esas noches de insomnio, tomaba alguna de mis muñecas y le trenzaba sus diminutos cabellos; lo hacía a ciegas, bajo las frescas sábanas que a veces quedaban tiesas por el exceso de almidón.
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