Mario Ortiz Murillo – Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 15.
El nacimiento de El Heraldo de México irrumpió en los esquemas del periodismo industrial del último tercio del siglo XX. Conocer su legado puede ayudar a entender la génesis en la renovación del diseño y calidad en la impresión de la gran prensa capitalina contemporánea, en que se privilegia la imagen sobre el texto. El Heraldo fue el germen del diarismo visual que hoy impera en México. A fines de 1965, el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz capitalizaba el último tramo del desarrollo estabilizador y el “milagro mexicano” y las promesas de los regímenes posrevolucionarios: estabilidad económica y paz social. La prensa en los sesenta era condescendiente y reproducía el autoritario discurso de los gobiernos emanados de la revolución mexicana sin contrapesos de opinión. En realidad, predominaba una prensa muy homogénea entre sí.
Justo durante los primeros meses del arribo de Díaz Ordaz a la presidencia, surgieron nuevos diarios en la capital de la república que muy pronto marcarían la diferencia respecto al formato monocromático dominante hasta entonces: El Sol de México y El Heraldo de México. Eran la manifestación de la modernidad tecnológica en la prensa nacional, el comienzo de una tendencia de la prensa industrial presente hasta nuestros días, en que la imagen gradualmente se impone sobre el texto. Ambos medios impresos pertenecieron, coincidentemente, a empresarios poblanos, durante el nacimiento del régimen de un presidente oriundo de Puebla.
El Heraldo de México, en particular, irrumpió en el mercado diarístico nacional como uno de los líderes en innovaciones tecnológicas, coberturas informativas y diseño editorial. Su circulación fue ininterrumpida, del 9 de noviembre de 1965 al 19 de noviembre de 2003. Destacó como una empresa editorial a la que sus propietarios inyectaron un gran capital, lo que permitió la construcción de un edificio en la colonia Doctores, la contratación de recursos humanos y servicios informativos, la adquisición de la tecnología más vanguardista en el mundo, entre la que destaca la compra de rotativas Goss-Urbanite, especializadas en procesos de impresión en offset a color.
De taquillero a voceador
Los antecedentes de El Heraldo son peliculescos, pues del negocio de vender las entradas al cine provenía la fortuna que, años después, permitiría a Gabriel Alarcón Chargoy, empresario poblano (aunque nacido en Tianguistengo, Hidalgo), hacerse de un periódico. En 1938 se asoció con William Óscar Jenkins para construir la primera sala de su cadena: el cine Reforma, en la capital de Puebla. Durante las décadas de la llamada Aépoca de oro de la cinematografía nacional, luego de que su Cadena de Oro, la más importante de América Latina, y sus 385 salas, ubicadas en las mejores plazas a nivel nacional, concentró con la Compañía Operadora de Teatros (COTSA), operada por Manuel Espinosa Iglesias, la mayor parte del mercado de los cines en México.
En 1960, el gobierno de Adolfo López Mateos decretó la expropiación de estas empresas privadas que habían convertido en monopolio la exhibición, propiciando que Espinosa Iglesias y Alarcón, discípulos y socios del multimillonario William O. Jenkins, cuando éste era el mandamás de los dos grupos de exhibición cinematográfica en México, buscaran refugio en otras actividades. El primero, ya con antecedentes en el sector bancario, optó por concentrarse en la actividad financiera, en tanto que el segundo, sin resignarse a estar lejos del mundo de la farándula, la vida social y el contacto directo con el poder, consideró la idea de hacer su propio diario.
Había varios factores que hacían viable este proyecto. Tras el revés de la expropiación, un clima político más favorable se aproximaba. Resultaba insoslayable desaprovechar la coyuntura política en que Díaz Ordaz, poderoso secretario de Gobernación, amigo y paisano, se perfilaba como el aspirante con mayores posibilidades para llegar a la silla presidencial. Eran condiciones idóneas para que Alarcón se sintiera alentado a erigir su periódico, especialmente cuando el cuarto poder ejercía influencia significativa en amplios sectores de la opinión pública; concentrarse en una empresa que restituyera su liderazgo en el sector y lo acercara a las crápulas del poder. De esta forma podría reivindicarse ante la opinión pública del amargo recuerdo de que se le hubiera señalado como el autor intelectual de la muerte del líder del Sindicato de Trabajadores de la Cinematografía, Alfonso Mascaría, el 10 de agosto de 1954. Justo entonces Gabriel Alarcón había conocido de cerca el poder de la prensa; así, según diversas fuentes, una vez absuelto de aquel proceso judicial, que gracias a los periódicos sembró la sospecha de su responsabilidad, prometió a los reporteros que habían dado seguimiento al caso que algún día sería el dueño de un periódico. Con el propósito de limpiar su nombre y además, ejercer el poder a través de un medio de comunicación, el otrora magnate de las salas cinematográficas no escatimó en gastos y apostó una cuantiosa inversión de siete millones de pesos para materializar el sueño de poseer un periódico. Alarcón no era un hombre improvisado si se trataba de invertir su capital y tomó sus previsiones para alcanzar la rentabilidad de un negocio tan inestable en el corto plazo y en teoría constituía una verdadera aventura, considerando que su experiencia de vender entradas de cine y palomitas era muy distinta a editar diarios.