Valdría la pena preguntarnos quiénes somos los mexicanos con miras a entender las celebraciones del próximo Centenario y Bicentenario. ¿Qué significa ser mexicano doscientos años después de la Independencia y cien años después de la Revolución? A?Significa, simplemente, que nos ponemos la camiseta cada vez que juega la selección mexicana, que sabemos de memoria el nombre de algunos “héroes” aunque confundamos a los de la guerra de Independencia con los de la de Reforma, que estamos orgullosos de nuestra comida, que no perdemos ocasión para llevar a nuestros amigos extranjeros a visitar las pirámides de Teotihuacan? ¿O hace falta algo más?
Cuando uno regresa a México después de vivir varios años en el extranjero es inevitable que los encuentros fortuitos en las calles, los contrastes sociales y el misticismo de las tradiciones nos hagan reflexionar sobre lo que llamamos “nación mexicana”. Es inevitable porque vivir fuera significa encontrarse con “el otro” y ese encuentro siempre nos obliga a definirnos en términos de los referentes más obvios: la comida, el paisaje, la historia, las tradiciones y acaso el fútbol y otras pasiones de menor importancia; porque tarde o temprano, los contrastes entre México y otros países nos muestran que esos referentes simbólicos y culturales que desde afuera nos parecían tan obvios al hablar de nuestra nación y nuestra identidad nacional ocultan en realidad mucho de lo que en verdad somos. Más aún, si se toma conciencia de lo que significa que México está a punto de celebrar dos siglos de vida independiente y un siglo de la Revolución Mexicana, resulta tentador preguntarnos no sólo quiénes somos, sino si seguimos siendo los mismos o, en otras palabras, si los fundamentos de nuestra identidad han cambiado a lo largo de todo este tiempo.
A los viajeros que hemos vivido este proceso obligado de reflexión nos llama la atención, por ejemplo, la manera en que muchos mexicanos damos por hecho la existencia y la continuidad de “la nación” y de una identidad nacional compartida, como si fuera algo que no es problemático, que ha existido desde siempre y jamás cambiará. Pero la historia nos demuestra que no es así. Las identidades y las naciones han estado sujetas al fluir eterno de la historia: los imperios han surgido y desaparecido (Roma, Bizancio, Tenochtitlán), los reinos de antaño se han convertido en invenciones nacionalistas que pueden o no corresponder con los territorios de sus antecesores (el Imperio Austro-Húngaro, la Unión Soviética) y los países se han dividido y/o fracturado (Etiopía y Eritrea, la ex-Yugoslavia).
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