Cosa de todos los días

Silvia L. Cuesy

Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 54.

Mucho gusto, mi general, tantos años penando por saber de usted… Empecé con las ganas cuando llegué a trabajar aquí, hace ya harto tiempo… Y nadie me daba razón. Anduve pregunte y pregunte por todos lados. De algunos asuntos supe casi sin yo indagarlo. Averiguar su historia se me volvió una testarudez, no sé por qué. Nadie me daba razón, le digo. ¡Chin!, como si usted no existiera; hasta topar, ¿a qué no adivina con quiénes?: con los vendedores de libros viejos del rumbo que tanto saben… Pero cómo no va a existir, si aquí estamos, ¿no? Yo frente a usted y usted frente a mí. Quizá su excelencia no se imaginase nunca este momento; la verdad es que yo mucho menos. Curiosa la vida, ¿verdad?, ni aunque lo hubiese yo pedido me habría imaginado llegar a conocerlo. Si le toca a uno, aunque se esconda; si no le toca, aunque se ponga, dicen los refraneros.

Pasado el mediodía dieron la orden de venir a buscarlo, y que pega el brinco mi corazón. Cálmate, me dijeron mis dos compañeros que sabían de mi admiración por usted. Desde ese instante me comieron las ansias. Tal vez ansias de la misma calaña de aquellas que se apoderaban de usted al dirigir una batalla en contra de los sicarios del retroceso, como llamaba a sus enemigos. ¿Se acuerda de la sensación? A que sí. Seguro era como si le prendieran leña en los tanates, se lo apuesto. Haga memoria… Desde niño sobresalía por sus dotes de mando. Esas dotes, sin pierde, van acompañadas de un hormigueo como de lumbre; tal vez igual al que traigo metido en la mugre de las uñas por la emoción de conocerlo al fin. No es para tanto, dirá usted al desgaire, fingiendo modestia. ¡Claro que sí! Su padre había sido militar y mucho le habrá enseñado, no se haga… Cómo no. Pero creo que no nomás fue eso, si me permite mi muy humilde opinión. Aunque ¿quién soy yo para andar dando opiniones a altas horas de la noche? Llegué de pronto y comencé hable que te hable y su excelencia se preguntará qué clase de sabandija seré yo que aparecí de la nada sin mediar presentación ni cartas credenciales. ¿Acaso lo sobresalté con las linternas ahora que se fueron los otros? Y dirá sabandija porque mis humildes ropas no dan para pensar otra cosa, ¿eh? En cambio, su ilustrísima, ¡no’mbre!, usted es todo un militar, su atuendo de gala lo dice todo, aunque el fino paño esté raído hasta la lástima y haya perdido el color como lo pierde quien se desmaya justo antes de desplomarse. Disculpará su excelencia, pero las órdenes de arriba son órdenes que hay que cumplir sin decir ni pío, y aquí me tiene: obedeciéndolas.

Volviendo a mi humilde opinión, mi general, creo que ya traía usted un don. Diosito se lo dio, ¿no?, así como le dio el color claro de sus ojos. Si en sus charreteras alguien pretendiera ponerle todos sus galones tendrían que coserlas, una tras otra, hasta el mismo filo de la manga. ¿Exagero? A lo mejor… Permítame arreglarle el uniforme, el corbatín está torcido y la chaqueta empolvada. No creo que le apetezca fumar ¿verdad?, yo solamente cuando estoy cansado. ¿No le molesta si prendo un cigarrito?

Me escuece una preguntita desde hace rato… ¿Alguna vez sí lamentó no haber estado en la inmortal batalla de Chapultepec? Quizá hoy tuviera una mayor gloria de haber combatido al invasor ese 13 de septiembre, ¿no cree? Ya se lo dije, cuando a uno le toca, le toca y cuando no, no. ¡Chin!, de no haber sido porque semanas atrás, cuando por órdenes del presidente en turno lo pasaron a filas, habría usted peleado en esa precisa y preciosa batalla tan celebrada cada año. ¡Lástima! Mire usted…, lo que son las cosas… Su brazo de subteniente niño sostuvo, disciplinado, la espada contra los polkos, gente revoltosa y egoísta, confundida y sin rumbo. Fueron las riñas casi bíblicas las que desataron el tufo a pólvora también en esta pobre ciudad de México, ¿no? Por todos los rincones los habitantes de nuestro desventurado país, convertidos en verdugos de sus propios hermanos, prendieron la mecha y luego ya no hubo cómo apagarla al aproximarse los invasores. ¡Ni cómo ni por dónde hacerle! Entonces fue cuando enfrentó a los gringos en alguna de las acciones en defensa de la capital y de la patria. Sin embargo, mantener las posiciones de Santa Clarita y Puente Colorado fue tanto inútil como intrascendente. No, no se sulfure, mi general. Espérese. La verdad, se lo confieso, anduve lee y lee, porque sépalo: sé leer sin trabajos. Ahí como lo ve, revisé algunos tomos que me prestan mis amigos libreros y no encontré datos sobre acciones memorables en la que usted tuviera un destello del mismo lustre que sus condiscípulos del Colegio Militar. Nin-gu-na, ¿eh? Ninguna acción memorable… Tampoco el otro general tuvo entonces notoriedad y honra, a pesar de sí haber combatido en el Castillo. No les tocaba… No les tocaba todavía…

¿Sabe?, yo los pienso a usted y al otro general todo el tiempo, más ahora que, ya ve, estoy cumpliendo este encarguito, y, chin, vuelve uno a revivir momentos y viejas heridas. Cosa de todos los días, dirá usted. Viera que no. ¿Y sabe cómo me los figuro? En el Colegio Militar jugando a la guerra. No en la primera guerra en la que les tocó bautizarse de sangre a edad temprana siendo alumnos en el Colegio de Chapultepec, en esa no; de esa acabamos de hablar. No. Me los imagino en la contienda en la que el país, débil y sin instituciones sólidas, una vez más, fue presa de los colores defendidos por sus habitantes. Unos contra las leyes, otros a favor de ellas. Pero, entonces, le digo, regreso en el tiempo y los inventos de chiquillos, librando la guerra constitucional que les tocó pelear después, en el futuro, en la flor de la juventud. Esa que ni en Calpulalpan halló fin, por más que así se creyera. Todo lo contrario: llegaron épocas peor de tormentosas y atormentadas…

A los dos los veo escoger a sus soldados entre el grupo de condiscípulos imberbes y con la tez llena de granos con pus. Cada uno selecciona a los más grandulones, mensos y dejados para usarlos como caballos, y luego los relajientos, a gritos y empujones, les piden participar. A usted lo veo dirigir la brigada de los Tragacuras montado en las espaldas de uno de los grandotes; el otro general jinetea también, valiéndose del lomo de otro, al frente de la brigada del Golpe de Pecho; nombres que, digo yo, se habrían puesto uno a otro en son de burla, como acostumbran los amigos para atizar sus guasas. Y a cada uno, los escucho clarito cuando repiten lo visto en sus clases:

–Sobre las trincheras –grita usted a sus condiscípulos simulando una acción en una gran meseta–. Tenemos que acabar con los rezanderos, arrebatarles sus misales y ponerles en las manos a la democracia. ¡Adelaaaante!

–Tercera columna, cargar de nuevo por su derecha –ordena su adversario, convencido de que este movimiento acabará con los jacobinos a quienes tanto odia–. Flanquear a los liberales por la izquierda. Este cerco los acabará por perder. ¡Áaaaanimo, ánimo, mis aguerridos. Dios está con nosotros!

–Si el enemigo te aprehende, apréstate a morir con honor –dice usted con valentía y convencimiento–. Desmonta el supuesto caballo y entrega al contrincante el palo que ha servido de espada, al ser derrotado en un asalto sin igual. Es la ley de la guerra.

–Yo haría lo mismo si estuviera en tu lugar, general Valle; con el rival no hay que tener piedad, aunque sea nuestro mejor amigo –dice el cabecilla del “ejército” victorioso.

Después acaba la escenificación en medio de la algarabía y las carcajadas de sus “soldados”. Faltando pocos minutos para entrar a los cursos vespertinos, se dan un fuerte abrazo y luego todos agarran camino hacia sus respectivas aulas.

A ver, permítame recordar mientras dejo todo listo para mañana. Perdón…, para dentro de unas horas, ¿eh? ¡Chin!, no sólo hay que arreglar su persona, también hay que terminar de barrer y limpiar; aprovecho y sigo acarreando memorias mientras hago lo mismo con las cubetas de agua. El Colegio Militar se cerró nueve meses luego de sufrir la invasión de Estados Unidos. En ese tiempo a su excelencia le dio por la poesía. ¿Se acuerda? Luego, el Colegio se puso en actividad otra vez y usted abandonó los versos para atender de nuevo la física y la mecánica, gracias a Dios… Asegún vi sus poemas eran malísimos, palabra. Era usted bien cursi, digo yo, aunque le enoje mi ignorante parecer. Una cosa es saber rimar y otra ser poeta, como le escuché decir a alguien.

Al terminar su carrera científica ascendió a teniente de ingenieros en el Batallón de Zapadores, quesque uno de los cuerpos más distinguidos por tener la oficialidad más instruida y decente, dicen los libros, eso dicen… Lástima que haya sido durante el gobierno de Santa Anna, digo yo, que tanto condenó sus once presidencias; a que usted igual, ¿no? A ese cargo renunció su excelencia por no poder servir a un régimen que mantenía preso a su padre. ¡Ni pensarlo dos veces! A él, a su señor padre, lo habían agarrado cuando establecía componendas levantiscas, fraguando una insurrección más, según la costumbre entre militares y políticos. Al escapar su progenitor, él y usted se unieron al movimiento revolucionario de Ayutla que después colocó al dictador, de una vez por todas, de patitas en la calle. Pero antes, mientras eran peras o eran manzanas, la carrera de su amigo Miguel subía como la leche al hervir. Se había opuesto al movimiento y permaneció del lado blanco, o sea, con Santa Anna ataviado entonces de ese color. Porque vaya si el presidente quince uñas fue uno de los campeones en el arte de cambiar el color de chaqueta asegún la conveniencia del momento.

Nadie más que ustedes sabrán si tanta leyenda sensiblera sobre su amistad, la suya con Miramón, fue de veras así de íntima y estrecha… Digo, para salvarse mutuamente una y otra vez hasta que finalmente uno perdiera la existencia en este volado que es la vida… Yo hubiera pensado que se conocían desde la cuna. ¿A poco no, mi general? Quizá porque los dos eran hijos de militares participantes en la lucha por nuestra independencia. Luego, porque la capital no era en ese entonces una ciudad grande, y digamos que por la década de 1830 las familias bien –eso si ustedes de veras eran familias más o menos bien– vivían por los mismos rumbos y frecuentaban los mismos lugares… Por eso a mí no me extrañaba pensar que sí, que ya se conocían… Y resulta que no. Según me contó alguien, sus tempranas vidas no se habían cruzado. Me sorprendió saber que usted pasó su tierna infancia en el poblado de Jonacatepec, cercano a la heroica Cuautla, quizá tierra de sus ancestros. Fue después, cuando se avecinaba la guerra contra Estados Unidos, que se conocieron en el Colegio Militar. Le atiné, ¿verdad? ¿A poco no? Pero como le iba diciendo…. No me vaya a decir que no. Usted llevaba cosa de dos años en el Colegio, y era ya sargento segundo, cuando Miramón ingresó como cadete en el 46. Dicen que usted se distinguía por sus buenas calificaciones, por su disciplina, pero también por su espíritu alegre. No me diga que de eso no se acuerda, ¡Ay, usted!

Perdóneme la risita, mi general, perdóneme. Ahora que lo veo bien, me doy cuenta de que necesitaría un buen corte de pelo, ja, ja, ja… Quien lo viera no adivinaría por qué en sus mocedades le apodaban “El Pelón”. Mire nomás las greñas, déjeme relamerlas hacia atrás un poco con tantita saliva. Ándele, ya quedó. Dispensará mi torpeza y la risa, pero jamás pensé en trabajar en condiciones, digamos, tan comprometidas y apresuradas… La comitiva está por llegar y se sorprenderán hasta el disgusto si le ven los seis pelos de la barba tan crecidos. ¡Ufff! Ni modo, mi general, ¡chin!, no traigo ni tijeras ni navaja, ni me dijeron que lo hiciera ni a mí se me ocurrió. Oiga, ¿usted sólo se cortaba el pelo a rape o lo hacía algún peluquero del ejército, o quizá de la ciudad? ¿Qué tantas idioteces pregunta este pendejo?, debe estar discurriendo con justa razón. Pero siempre se me figuró que lo hacía por tener cabello rebelde, y viéndolo ahora creo que usted descubrió su calvicie prematura y así la disimulaba. ¿A poco no? Tal vez me equivoque. Digo, uno puede equivocarse en tantas cosas.

A ver, a ver. ¿Qué tanto hizo en París en el ‘56? Parece que no fueron meses muy fructíferos en cuanto a aprendizaje militar, ni tampoco en actividades diplomáticas en la Legación. Pero, ¿qué tal los amoríos? Verá: me lo imagino enamoradizo y galán, piropeando aquí y allá, y dejándose querer por las francesas que dicen por ahí que son atrevidas… Es usted un caballero y nunca dará detalles, y aunque me coma la curiosidad mejor ni le insisto… Pero eso sí, supe que regresó con un buen repertorio de canciones y, por supuesto, avispado para darse a conocer como un esforzado caudillo en la guerra constitucional. En cada batalla, sus proezas igualaban en arrojo a las de Don Quijote al atacar a los molinos de viento, digo yo.

Otra desgraciada etapa aquella… ¿La recuerda? Como si la rebelión de los polkos en el 47 se hubiera prolongado… En mi pobre opinión, como si la guerra en defensa de la Constitución se regara como verdolaga por todo el país trayéndonos peores males. Ni como contradecirme porque así fue. Sí. El país, el ejército, la población, las familias quedaron divididos en colores. Usted enfrentándose a su amigo; salvaguardando cada uno, a su modo, a la pobre y pisoteada patria. Porque a la patria se le puede amar de muchas maneras, digo yo. Reburujados los hombres: rojos, blancos, verdes y grises. Toda esa gente, amó a la patria según el color que su alma les dictaba. El color lo escoge cada individuo, y ese individuo se allega a otros sujetos del mismo color, estará usted de acuerdo conmigo, ¿no? Más aún, más peor, digo: dentro de grupos de algún color, de pronto, llega alguien con otra tonalidad… Lo que le quiero decir es que, por ejemplo, usted, mi general, era rojo rojo, pero tenía amigos rojos con blanco o rojos con verde, incluso blancos, como es el caso del general Miramón. ¿Qué de qué hablo? Me hubiera preguntado desde el principio, caray. Yo mismo ya me enredé. ¡Híjole! A ver, mire, haga memoria: los rojos eran los liberales –los había radicales y moderados, según el tono de rojo; le repito, usted era rojo rojo; en usted no había tonos: era rojo y ya–, blancos eran los conservadores, verdes los que tenían esperanza y grises los que no tenían ni querían nada. ¡Chin!, a estos hubiera pertenecido yo que no tengo nada y nunca quiero tener nada, porque, dicen los que saben, así llega uno a tenerlo todo… Me basta con mis tres o cuatro libros y con esta chamba miserable para ser feliz. Ahí como ve, he conocido gente importante y hoy, si tengo suerte, hasta platico con alguien distinguido tan campante como estoy platicando con usted, mi general. ¿A que ya no se acordaba de tantas cosas? ¡Ay, usted! Pues pregúnteme algo y yo le contesto; eso sí, si antes no me gana el sueño…

Fíjese que los anticuarios de libros y yo los imaginábamos el otro día al general Miramón y a su ilustrísima, discutiendo en el restorán La Estrella, en la calle del Refugio, repite y repite lo mismo de siempre. Pero en esta ocasión, después del abrazo ya no habrá otra vez…

–Entiende, entiende, cabezota hueca; no digas palabras por decirlas, un Estado fuerte solamente lo lograremos con la destrucción de las instituciones feudales de la colonia, incluida la monarquía como forma de gobierno…

–¡Ah!, qué terquedad la tuya, Leandro. ¿De dónde sacas que una república democrática será la solución? ¿Qué no ves que no somos Estados Unidos?

–Ni tampoco somos Europa, su alteza Miramón I. –Burlándose de Miguel y llamándolo con el mote que le había puesto, alusivo a las ideas de algunos conservadores allegados a su compañero–. Dime, ¿dónde están los condes y los duques de abolengo de esta nación? ¡Carajo, Miguel, que no se te peguen esas ideas! Te va a carcomer la polilla. Y todo por andar liándote con los retardatarios. Acuérdate del dicho: “el que con lobos anda, a aullar se enseña…”.

–¡Ayayay, ¡qué generalito este!, –le reviraba su amigo y opositor, aludiendo al apodo que le pusiera cuando niños como guasa a su precoz escalafón militar–. Usted siempre tan ocurrente…

Los dos montados en su macho…, terqueando… La división barría con las leyes y las normas; se perdía la moral y aparecieron el odio y la maldad… Más que dos grandes fuerzas, cada grupo representaba grandes debilidades, mi general. Así lo leí, ¿eh? ¿A poco no? Irónico ¿no? Fuerzas que eran debilidades. Yo estoy de acuerdo con mis amigos y así se los dije: la poca o mucha organización del país se desvaneció como alma en pena que regresa al Purgatorio… Esa es la triste verdad.

–Entiende, Miguel, entiende por vida tuya: la Iglesia no puede andar mete y mete las narices en el gobierno. –Dice usted mientras se pasa la palma de la mano por la cabeza como queriéndosela rascar con las púas de cabello cortadas casi a rape–. Hay que separar Iglesia y Estado. Entieeeende de una buena vez.

–Por lo visto, como cada uno defenderá con ardor su postura; muy amigos, muy amigos, pero hasta la muerte seremos también enemigos. No hay modo de conciliar lo irreconciliable, Leandro. Ustedes los liberales federalistas siempre con los ojos puestos en Estados Unidos, viendo qué copian de su forma de gobierno, y con ropajes ajenos quieren vestir a la patria. –Miramón retira el plato con un dejo circunspecto ocasionado por la plática y por las agruras que le provoca el picante mole de olla que apuró hasta la última cucharada.

–Y ustedes los conservadores, suspirando como señoritas por la llegada de un príncipe azul que le coloque a la patria una corona en la cabeza. –Suelta usted una carcajada y lustra el plato con el último cacho de tortilla. Y a los postres, ambos siguen en rebatinga por la patria. Esa pobre patria, jaloneada por unos y otros como si se tratase de una muñeca de trapo, vieja y descosida, disputada por un par de perros, digo yo.

Bueno, basta de imaginaciones… Pura dramaturgia trasnochada, dirían mis amigos libreros. Le acomodaré los botones, no se vayan a caer y luego vengan los reclamos si alguno se pierde, ¿eh? No querrá que los invitados lo juzguen desaliñado. ¡Ay!, mi general, lo que hacen la vida en campaña y el correr de los años… ¡Chin!, en verdad trae usted mala cara y está a punto de desaparecer por la delgadez. Mire nomás. ¿Dónde se melló este diente que está por caerse? El disgusto que le estoy causando hoy será el último que padezca. No espere más visitas mías. Nadie volverá a alterar su paz, se lo juro. La Rotonda de las Personas Ilustres será su premio por los gloriosos servicios que prestó o que habría prestado a la patria de no haber sido fusilado por la espalda. Sí, oye bien, por la espalda. Como traidor, a sus 28 años. Fue por órdenes de uno de los más sanguinarios y despiadados generales del bando contrario, del bando blanco, dijéramos. Sí, del bando de su amigo Miguel…

Ya son las ocho de la mañana, escuche su excelencia las campanas de San Hipólito… Estamos a un día de comenzar el verano. Mire el cielo, va a estar despejado y caliente, se lo apuesto. Arando y meando, mi general, vámonos apurando que en unos minutos llegará la comitiva oficial para comenzar la ceremonia en su honor. Hoy da inicio y concluirá mañana domingo en presencia del presidente de la república. Déjeme nomás le acomodo los chapines de seda, sus pies cadavéricos no alcanzan a hormarlos… No se espante con el gentío. En unos instantes estarán, seguramente, algún familiar lejano y despistado, reporteros y curiosos, que siempre los hay; para eso colocaron gradas afuera, y no faltarán los discursos de rigor por parte de las autoridades.

Lo desvisto después de las fotos, las cámaras recién invadieron con sus clics el silencio sepulcral. Ahora aparto las ropas. Cabe usted perfecto en la bolsa donde reúno su osamenta. Sin tropiezo alguno entra en la nueva caja que trajeron ayer… Es más pequeña. Sus adornos dorados la hacen ver enjoyadísima si la comparamos con la pobreza de la que acaba de dejar… Hasta nunca, mi general… yo aquí me quedo al cuidado de los demás difuntos…

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *