Ana Rosa Suárez Argüello
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 14.
Después de la derrota de México por Estados Unidos en 1847, el presidente James K. Polk envió como comisionado a Nathan Clifford, su procurador general, con la misión de negociar la última etapa del tratado de paz. Si bien se ocupó de esta tarea, el novel diplomático tuvo ocasión de conocer la ciudad de México así como de escribir a su familia, residente en Newfield, Maine, a donde él había llegado en 1822, ejercido como abogado e iniciado su carrera política en el Partido Demócrata. De las impresiones de viaje que dejó en estas cartas, hablaremos a continuación.
Clifford inició el 19 de marzo de 1848 un viaje que apenas duró dos semanas; la rapidez revelaba la urgencia de que entrara en vigor el Tratado de Guadalupe Hidalgo, pues el movimiento Todo México, que exigía la anexión de más territorio a Estados Unidos, tomaba gran fuerza. El Senado lo había ratificado y contaba con la aprobación presidencial. Faltaban ahora la ratificación y aprobación mexicanas y Polk consideró a Clifford como el más apropiado para conseguirlas:
Está perfectamente familiarizado con todos mis puntos de vista, tales como se han discutido frecuentemente en el gabinete, respecto al tratado y todas sus estipulaciones. Es además un hombre discreto y muy sensato. […] no hay otra persona de mi gabinete que pudiera estar tan bien preparado para llevar a cabo mis propósitos […] Es un abogado digno de confianza y capaz y he estado satisfecho con él como miembro de mi gabinete.
Pese a que le disgustaba mucho la tarea, Clifford la asumió como un deber. De modo que, por una ruta que de Washington se dirigió a Wilmington, Carolina del Norte, y luego pasó por Charleston, Carolina del Sur; Augusta, Atlanta y Griffin, Georgia; Auburn, Montgomery y Mobile, Alabama, para finalmente llegar a Nueva Orleáns el 26, recorrido en el que viajó en lancha, carruaje, ferrocarril y barco de vapor, y no le faltaron tormentas, incendios e incluso un ligero resfrío, a pesar de lo cual conservó el optimismo: Creo que estoy en el camino del deber y me apresurará confiado en la guía y el apoyo de una Providencia todopoderosa.
El 27 abordó el Massachusetts; esperaba desembarcar en Veracruz a las 72 horas. Pero el viento obraba en contra y el velero no pudo anclar frente al castillo de San Juan de Ulúa sino una semana después. Sin duda, la buena recepción del mando militar, que lo acogió con salvas de cañón y los acordes de Sweet Home y Star Spangled Banner, interpretados por una banda, le deben haber resarcido las molestias de la travesía.
El puerto de Veracruz, despertado a cañonazos en la madrugada, estaba tranquilo y al parecer bajo perfecto control, si bien dirige a la policía la autoridad mexicana, restaurada hace tres días por el nuevo armisticio. Se alojó en casa de Louis S. Hargous, un comerciante estadounidense allí radicado. La ciudad le dejó una pésima impresión: “temeré pasar por este lugar cuando regrese a casa”. No era sólo el mal clima; los mexicanos se mantienen apartados de nosotros y no lamento que lo hagan porque no me agradan en lo más mínimo. Era ésta una actitud insólita en el pueblo hospitalario que es el mexicano, sin duda explicada por la reciente y muy dolorosa derrota militar.