Eulalia Ribera Carbó
Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 20.
Cuando en 1592 se iniciaron los trabajos de jardines en lo que hoy es la Alameda capitalina, los anegamientos eran una constante. El ganado compartía el lugar con un tianguis. Durante décadas formó parte del esplendor del virreinato, el Porfiriato lo hizo uno de sus símbolos y en el último siglo los remozamientos fueron a la par de la estética de los momentos políticos.
El jardín de la Alameda Central de la ciudad de México fue reabierto el 26 de noviembre de 2012 para gozo de los paseantes, con el anuncio de que, luego de ocho meses de haberle sometido a intensos trabajos de remodelación y limpieza, los mexicanos recobrábamos parte de nuestra historia. Lo cierto es que, más que recobrarla, esta última actuación en la Alameda escribió una más de las páginas de historia de un espacio que se redefine desde hace más de 400 años, cada vez que el gobierno decide recomponerlo y adaptarlo a las exigencias políticas, sociales, ideológicas o estéticas de su tiempo.
A mediados del siglo XVI el virrey Antonio de Mendoza inició el reordenamiento de la ciudad de México con los lineamientos dictados por el urbanismo utópico y el espíritu humanista del Renacimiento. Quiso ensanchar también la traza reticular hacia el poniente, más allá de los límites del islote de México-Tenochtitlán, y para eso adquirió los terrenos cenagosos comprendidos entre la vieja calzada Méxicoa-Tacuba (hoy Avenida Hidalgo) y la recién prolongada calle de San Francisco (hoy Madero). Fue ahí donde en 1592 se iniciaron las obras de un jardín para el ornato urbano por iniciativa del virrey Luis de Velasco.
Se plantaron los primeros álamos que dieron el nombre al sitio y proyectaron las calzadas y una fuente; pero la saturación de agua en un suelo chinampero hizo penosos y difíciles los trabajos. El jardín quedaba constantemente anegado, y durante todo el siglo XVII fue siempre pisoteado por el ganado que libre lo invadía para pastar en él, aplastado por el tianguis que se instalaba encima y sucio por la basura que azolvaba las acequias.
Pese a todo, se mantuvo la vocación asignada al lugar, y a comienzos del XVIII, la Alameda era el paseo público de la capital de Nueva España. Cada año, el cabildo elegía a un alcalde encargado de su cuidado y el jardín era escenario importante del calendario festivo: el arribo de virreyes y arzobispos, la celebración veraniega de San Juan, Corpus Christi, carnestolendas; todo pasaba por ahí. Para la segunda mitad de siglo, los ejidos y barrios que se extendían alrededor habían ido perdiendo su carácter rural, y la edificación y reconstrucción de iglesias, conventos y casas reflejó el crecimiento económico y el esplendor urbano del virreinato. El jardín se hizo eco de la reforma administrativa, la ciencia, la técnica y las inquietudes higiénicas. Fue un paseo ilustrado con la desecación y consolidación definitiva de su suelo, la instalación de cañerías, nuevas plantaciones, riego y por supuesto decoración con cercas, fuentes, estatuas, portadas y ampliaciones diseñadas por arquitectos de la talla de Ignacio de Castera y Manuel Tolsá.
A fines de la colonia, la Alameda era el paseo predilecto de los moradores de la ciudad de México. Pero, como es lógico suponer, con la lucha de independencia y los difíciles años de inestabilidad política y zozobra económica que siguieron, quedó lastimada y abandonada. No fue sino hasta después de la restauración de la república, una vez pasados los horrores de la guerra civil y la intervención extranjera, cuando se reiniciaron con dedicación los trabajos para rehacer las infraestructuras del jardín y mejorar su imagen. Desde entonces todo fue innovación. El Estado liberal, definitivamente consolidado con la dictadura de Porfirio Díaz, se empeñó en mostrar grandeza y refinamiento con fuentes, monumentos “clásicos”, bancas de fierro fundido, columnas de chiluca y banquetas de cemento Portland. En la Alameda se instalaba cuanto exigía la bella época: kioscos para la música; carpas para bailes, teatro y zarzuelas; jacalones provisionales para títeres, acróbatas y prestidigitadores; puestos de comida y bebida; aparatos mecánicos desmontables; una pajarera y un reloj eléctrico; un tren infantil; el extraordinario pabellón morisco; flores y árboles de los nuevos gustos botánicos y el fastuoso hemiciclo de inspiración clásica, dedicado a Benito Juárez. Esta es la Alameda que modificada más o menos, hemos heredado en el siglo XXI y la que los encargados del ordenamiento, acicalamiento y gobierno del espacio urbano han restaurado para su conservación.