Silvia L. Cuesy – El Colegio de México
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 15.
¡Me carga la chingada!, me oyen gritar mientras humedezco de orines el tronco de un cazahuate, ¡ya estoy harto! Las mentadas son lo común entre la tropa y no hacen caso al escucharme. Lo inusual, opinan entre disimulados cuchicheos, dos o tres, es el imperceptible, lento cambio en mi proverbial mirada, cada vez más taciturna, hosca, enigmática, ocultando algo a las habituales furias.
Las soldaderas me preparan el rancho; se enfría intacto en la escudilla, la ignoro cuando me la ofrecen. Con la muina apenas contenida, enciendo el puro con una varita seca prendida en la fogata; exijo a un vale mi acostumbrada botella de licor, y me alejo del grupo. Mis lugartenientes se atragantan las advertencias y consejos preparados; por el ademán firme de mi mano entienden lo inconveniente del momento. Paso de largo, las espuelas le sacan chispas al polvo, y dejo a mis espaldas el campamento con la vista de mi escolta fija nomás en mí. Al propinarle una encabronada patada al cachorro juguetón, lo mando por los aires. Mientras me acomodo en el promontorio de piedras un mohín, mezcla de sorna y fastidio, se refleja en mi cara; de seguro le rompe las costillas y por eso el animalito chilla sin consuelo. Trato de divisarlo por encima del hombro, pinche perro que se me atraviesa.
El puro y el coñac me ayudarán a desenredar cavilaciones, y la luz de las estrellas tal vez las aclarará. Me quito el sombrero, con los dedos abro surcos en mi cabello; cientos, miles, millones de luceros son el mejor tocado para mi cabeza. Recargado sobre una roca contemplo con anhelo la paz y el orden del firmamento, y un cálido y tranquilizador cobijo me envuelve en medio de la sierra.
Chinameca, Chinameca, la bocanada de humo parece perseguir el recuerdo del origen náhuatl de esa palabra. Chi-na-me-catl, musito. Lugar de cercas de cañas, organizo el significado en una frase. Luego le sigue otra, lugar donde usan lazos de zacate de caña. Cerca, lazos, caña. Chinamitl, mecatl, acatl. Atenazo con el índice y el pulgar una escama de tabaco de la punta de la lengua. Cerca… cerca… cercado. El repentino vuelo de un murciélago rasga la negrura, mi vista no alcanza a perseguirlo. Lazo… lazo… lazado. Las aletillas de la nariz se me dilatan con el aroma de tortilla tatemada, aroma engatusador excepto ahora; ni el olor de iguana asada logra seducirme. Caña… caña… ¿Cuál caña? Aquí ya no hay caña; sólo cenizas y aflicción, y promesas no cumplidas. Soy bueno para engalanarme con los más finos trajes charros y para no llevar a cabo lo ofrecido. Pregúntenle a Inés, a Josefa, a Gregoria…a cuántas más… Ellas les dirán si llegué cuando me esperaban, si las vi parir a sus chamacos, si nada más fueron las únicas en mi vida. Caña, ¿cuál caña? Un vendaval macabro la arrancó de cuajo. ¡Qué chulada la fragancia de la zafra! El gusto nos duró el paso de una estrella fugaz. Casi dos años sin tener a los carranclanes montados en nuestro morrillo. Las sonrisas campesinas atoradas de oreja a oreja, y acompasados a las aguas de los apantles, hombres, mujeres y escuincles atareados en los campos de las haciendas confiscadas. Caña, maíz, pollos, comida en abundancia; eso fue hace casi cuatro años. Labriegos sombrerudos bajo el sol, viejas llevando itacates a sus maridos o hijos. Titipuchal de tortillas calientitas, frijoles negros, colorados y bayos, chile de sobra. Fiestas, corridas taurinas, jaripeos, canciones, borracheras. ¿Era esto el anarquismo mencionado por los leídos? Estar pegado a la tierra ha sido el ideal del campesino. La guerra se lo llevó todo a la mismísima chingada, a la mierda, carajo. De nueva cuenta han aparecido racimos humanos penduleando de los árboles; lenguas multiplicadas por doquier en siniestra mueca de burla. El coro de grillos deleita mis oídos. Hoy, apenas hoy, empiezo a entender. El gran triunfo del hombre es cuando reconoce su derrota; concluir una lucha es una victoria, y sólo se consuma cuando alguien dice: ¡hasta aquí!
Chinameca, el canto de la muerte, miquistli, fue de trueno, salía de los mA?useres federales cuando me emboscaron hace tiempo en el casco de la misma hacienda que visitar en un rato. Imagino las miradas de estupor de los soldados enemigos al no encontrarme; no me tocaba aún, discurro. Chinameca… El hedor a difunto era mi propio miedo transpirado en cada poro cuando, entonces, agazapado tras las paredes me sentí perdido. Recuerdo el opresor amasijo atorado en mi esternón, pasó al gaznate y me catapultó al monte; milagrosamente salí bien librado, sin amilanarme, ese menguante verano de 1911. Mi estómago y pecho liberan el aire retenido mientras esa escapatoria se aleja de mi mente.
Pinche “Ave Negra”, aprendió bien su oficio en Santa Clara, buen administrador el pérfido. Con sus falsedades por poco me desbanca del Cuartel General, fue una abyecta deshonra caer en sus intrigas; de sus mañas… de ésas mejor ni acordarse. Harto, hastiado de estar harto, malditos intelectuales deslenguados, ni siquiera “El Gordito”, ni de eso fueron capaces, no pudieron enseñarme una palabra para decir: ¡estoy encabronadamente harto!, y otras más para explicar el sentimiento metido muy dentro, que me hurta la dignidad, como si cada día transcurrido me enchiquerara el alma… Soy despreciable, vil.
Gentuza espuria anda quitándose el poder, y al subir uno a la silla y caer el siguiente, vuelvo a pedir a un intelectual de mierda exponer en palabras inteligentes y bonitas lo que quiero decir con claridad, y no con malentendidos. Mi revolución es mi revolución, mi revolución es la revolución de los campesinos del sur, y estos licenciaditos coyones a fuerza han intentado hermanarla con otras que a mi qué carajos… El rasguido de una guitarra, débiles voces que cantan si no le cumplen al pueblo/sobre las armas pagarán, el relincho de un caballo alebrestado, el titilar de las luciérnagas, se detienen ante mi ira, la ira del cabecilla suriano.
¿Habrán tenido razón los correligionarios?, los que insistían en la conveniencia de establecer pactos y acabar con la cruenta lucha. Sí a ciencia cierta que hay un lugar para mí en el infierno; me lo gané por haber mandado ajusticiar a mi compadre y a tantos más, aun parientes. ¿Y si ellos tuvieran la razón y no yo? Y resulta que ahora ando pretendiendo pactar ¿tons pa’qué las ejecuciones ordenadas por mí? ¿ A cuántos no mandé fusilar por hacer tratos con el enemigo? Un par de nubecillas pasajeras me entusiasma en el transcurso de un parpadeo, y en el siguiente tengo la certeza de haber extraviado mi enjundia en algún escondrijo de la entidad. Y ahora algunos seguidores me han hecho buscar a los gringos, al sobrinito de don Porfirio y demás rivales, carajo, y a mí se me revuelve la sangre nomás de pensar en la infidencia a las ideas con las que comenzó todo este desmadre. ¿En qué maldito instante dejé a los fuereños intelectuales meter su cuchara en asuntos de mi pueblo? Méndigos catrines, la cagué con ellos. Y por su tozudez y la mía me llevé entre las patas a los campesinos. ¿De qué les servirá a los morelenses tanta puta ley? Ni para hacerlas tacos y calmar su hambre ancestral. ¿Para qué tanto méndigo plan?, ni para abanicar un rayo de esperanza, los restantes se fueron agotando con los afanes de ocho años de ahorcados, acribillados, mutilados; ocho años de sangre y lágrimas, y sudor y afanes.