En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 35.
La historia lineal de los vínculos entre las naciones parece necesitar de algunos nudos y enredos que las paralizan por un tiempo hasta encontrar quienes los desaten para inyectarle mayor energía y volver a avanzar sin piedras ni lodos que la atoren. En ese lapso de marañas abunda el griterío y el desentendimiento, la amenaza de la fuerza y el golpeteo incesante de la descalificación. Desde una de las trincheras se lanzan fuegos artificiales que obligan a agazaparse del otro lado, hasta que la pólvora deje de iluminar el cielo por cansancio de los artilleros o pérdida de eficiencia. Juegan al límite, pero en el fondo la pólvora sirve para intentar imponer condiciones aunque no caerá a tierra. Podrá haber daños, pero no destrucción. Las necesidades de convivir están implícitas y terminan por imponerse. Que de la noche a la mañana una parte quiera hacer responsable a la otra de sus propias carencias o imponerse, habla de una estrategia antigua y repetida. Después de varias décadas de vivir en una vecindad en armonía, México se encuentra con que el vecino estadunidense ya no quiere que las hojas del árbol que los divide le caigan a él y de paso pretende tirarle por encima de la barda lo que no le sirve. El nudo y los enredos han vuelto a instalarse. En la década de 1920 pasó algo similar. Y el discurso y la vocinglería fueron bastante semejantes a los de hoy. Había xenofobia, racismo, prejuicio y desconfianza. Los factores políticos y económicos alimentaban el distanciamiento. El político se llamaba anticomunismo; el económico, petróleo y tierras. Se criticaban el atraso y la pobreza, la capacidad de gobernar, los orígenes étnicos y la falta de justicia. Hoy se habla de robo de mano de obra, se criminaliza a migrantes y hasta se proponen militares extranjeros para combatir el narcotráfico. La diplomacia de Washington alucinaba con una confabulación mexicano-soviética que instalaría el comunismo aquí y por ende en Latinoamérica, una amenaza para la Doctrina Monroe. La mirada de entonces era la de hombres anglosajones y protestantes, una vieja guardia republicana convencida de la superioridad moral, cultural y económica de Estados Unidos, nos dice María del Carmen Collado, lo cual no dista demasiado de la que se ve en estos días en Washington. El conflicto se resolvió cuando se avizoró una guerra innecesaria y las voces más moderadas pudieron imponerse. Aquella experiencia que abre la portada de esta edición de BiCentenario ameniza el análisis del presente y puede servir de proyección de una vecindad seguramente distante para los próximos cuatro años.
Después de aquellos desencuentros vino una crisis económica como la de 1929, que ubicó como uno de sus blancos a los migrantes mexicanos que llegaron en grandes cantidades tras la primera guerra mundial para trabajar en la agricultura, el tendido del ferrocarril y la industria. La prisión y fuertes multas fueron las dos armas que se esgrimieron para despojarse de ellos. Su economía ya no los necesitaba. La participación de un cónsul en Los Ángeles con sensibilidad para afrontar el problema y creatividad para resolverlo fue relevante aquel año. Rafael de la Colina organizó la repatriación de más de 30 000 mexicanos que vivían en California para llevarlos hasta Guadalajara, Guanajuato y la ciudad de México. Su testimonio agudo describe las mismas dificultades del migrante de hoy en Estados Unidos o en tantas partes del mundo: discriminación, explotación laboral, desconocimiento, indefensión y olvido.
Como contraposición, en la otra punta de cualquier escala comparativa, estaban actrices y actores mexicanas que intentaban destacar en Hollywood por esas fechas. Dolores del Río, Guadalupe Vélez y Ramón Novarro pudieron dar cuenta de una migración exitosa, aunque temporal, y a la que a pocos se le ocurría reprochar. Una muestra de que el tema migratorio es un fenómeno de la pobreza.
A la mirada exterior le sigue el espejo propio. En México hubo en el último siglo poblaciones migrantes que recibieron un trato similar al que se ha documentado para los mexicanos al norte del río Bravo. Lo vivieron los chinos en la primera década del siglo XX y ahora los centroamericanos. Sin embargo, esto no es lineal. Otros inmigrantes como los húngaros, que llegaban hacia fines del siglo XIX y principio del XX, pudieron establecerse sin inconvenientes y aprovechar el desconocimiento que se tenía de México en su país para promocionarlo, aunque implicara ocultar una realidad abundante en inequidades.
Los años de la segunda mitad del siglo XIX y los comienzos del siguiente han sido ricos en circunstancias y hechos que fueron moldeando cambios relevantes. A partir de historias personales relatamos en este número de BiCentenario el aporte a la medicina militar que dio el médico Francisco Montes de Oca con su insistencia en ofrecer una mejor atención de las enfermedades y avances en la salubridad, hasta llegar a crear en 1881 la Escuela Práctico Médico Militar (EPMM). Otro caso a destacar se sitúa en Yucatán y lleva el nombre de Pedro Guerra. La casa de fotografía que abrió en 1877, a la que se sumaría su familia posteriormente, retrató durante 90 años a generaciones de yucatecos y los acontecimientos de la península. Hoy es parte de un acervo que lleva su nombre con más de 500 mil imágenes.
En esos años se fue enraizando una práctica gubernamental que se ha convertido en unos de los fenómenos más lacerantes para el país. Una descripción de cómo era la corrupción en el siglo XIX muestra que desde el Estado se podían generar fortunas, en tanto la impunidad protegía su práctica. Más que un rasgo genético, se trata de una relación con las instituciones que perdura por décadas, argumenta el autor.
En este número 35 hay otras narraciones por descubrir: el compromiso de Gustavo Garmendia con la causa revolucionaria, la figura del charro en la cultura nacional, la tradición tan acendrada de festejar a nuestras madres o la historia de una mujer independentista, también madre, traicionada por el confort de su marido. Hasta la próxima.
Darío Fritz