Las utopías agrícolas de Michoacán desde la colonia hasta el siglo XX: Una historia con tres momentos

Las utopías agrícolas de Michoacán desde la colonia hasta el siglo XX: Una historia con tres momentos
Alfredo Pureco Ornelas / Instituto Mora
Revista BiCentenario #10

Pareciera que Michoacán es un lugar predilecto para las utopías. Y es que ellas se han intentado en tres momentos que, aunque terminaron sin frutos perdurables luego de la muerte de sus promotores, sí dejaron una huella importante en el espíritu humano que, a la fecha, podemos apreciar y recuperar. El primer momento se dio a finales del siglo XVI, cuando algunos europeos de buena voluntad miraron al continente americano como un espacio de regeneración. Un ejemplo de ello fueron los misioneros llegados a estas tierras que, como el primer obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga, suponían que la colonización del Nuevo Mundo era una oportunidad que Dios otorgaba a los hombres para empezar de nuevo, para renacer. La evangelización de los nativos representaba también la oportunidad de formar al hombre nuevo, de modelar un tipo de conciencia alejada de los vicios. Para el humanismo español aquel siglo XVI fue una época que ofrecía la posibilidad de hacer experimentos novedosos en aras de la perfección espiritual. El obispo Quiroga, recuperando el planteamiento de dos grandes renacentistas –Tomás Moro y Tomasso Campanella–, jugó a dar vida a su propia utopía en los pueblos-hospital de Michoacán.

Vasco de Quiroga
Vasco de Quiroga

La pretensión de Quiroga era fundar pueblos agrícolas que, con apego a las ordenanzas monárquicas, permitiesen aprovechar la humildad y sencillez de los indíenas para reivindicar los valores de la iglesia cristiana en su etapa prístina. Además, buscaba promover la especialización productiva de cada poblado en aquello en lo que tenía mayores posibilidades y aptitudes, con lo que se daría un intercambio benéfico para todo el entorno. Así, los prototípicos hospitales-pueblo de Santa Fe, de la Laguna y del Río en Michoacán y la Santa Fe de México, en las cercanías de Cuajimalpa, nacieron en la década de los años 1530. Aunque el empeño por sostener el proyecto transformador fue arduo, en el largo plazo era difícil de sostenerse financieramente. A la muerte del incansable Quiroga, su aspiración no tuvo heredero y feneció.

Esta experiencia colonial precedió a otras dos, ocurridas de forma muy distinta aunque en el mismo escenario. La segunda aconteció en el Porfiriato, cuando se trató de proyectar la imagen de un México moderno, con un amplio progreso material. La tercera ocurriría después de la Revolución, como producto del arraigo del ideario cardenista encaminado a abrir el desarrollo social en el campo. Sobre estas dos últimas experiencias, nos extenderemos un poco más.

Antes de referirnos a ellas, quisiéramos precisar que el sentido etimológico de la palabra utopía es el no-lugar. Es decir, la utopía es un artificio de la mente, de una abstracción, un proyecto, por lo cual nace en el ámbito de lo individual e íntimo. Su hechura responde a los ideales de su sujeto-creador y por lo mismo responde a sus aspiraciones, las cuales, sin duda, estarán determinadas por la época en que le toca vivir. De tal modo, una utopía puede ser de orden ético, social, político y hasta económico y aun llegar a ser programas de transformación de gran aceptación social y entonces perdurar o bien limitarse al aislamiento de quien las sueña y morir cuando éste muere.

La utopía empresarial privada

El espacio idóneo para realizar una utopía es aquel que, para quien la proyecta, se encuentra vacío. Es un territorio inmaculado, desprovisto de identidad por creer que no pertenece a nadie; sin embargo, tal espacio es posible de colmarse con lo ajeno, con lo anhelado, que allí puede florecer. Esta descripción se ajusta relativamente bien a lo ocurrido en el campo de los negocios y la empresa agrícola moderna que pretendió arraigar el régimen porfiriano en México por conducto de extranjeros. Y es que en las últimas dos décadas del siglo XIX el general Porfirio Díaz invitó, por medio de su ministerio de Fomento, a colonizar México. Idílicamente se pretendía romper con la tradición y el provincianismo que se pensaban como la cara del atraso para hacer progresar al país, modernizarlo y volverlo cosmopolita. Sin embargo, sólo en casos muy excepcionales pudo lograrse este modelo del “buen” colono y uno de ellos lo representó el italiano Dante Cusi, quien se estableció con su familia en la Tierra Caliente de Michoacán en 1884 para construir una utopía agrícola y empresarial privada.

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El emigrado llegaba de Milán pensando, como muchos otros italianos de su época, que América era un continente abierto a las oportunidades de éxito económico individual. Lo que encontró fue un territorio muy distinto al que dejó atrás; uno aislado, casi desierto y agobiantemente tórrido. Su plan original no había sido establecerse en Michoacán, sino en Estados Unidos, donde pretendía convertirse en productor y comercializador de algodón. No se pudo, así que tuvo que conformarse con la idea de que, si en algún lugar iba a convertirse en un hombre de fortuna, sería en México.

El lugar que los recibió fue Parácuaro, pequeño paraje cerca de Apatzingán. Al inicio, Cusi y su familia se contentaron con poder sobrevivir a la ruina en que estaban. Se asociaron con otros italianos que arrendaban propiedades por la zona y con ellos, si bien no mucho después de forma autónoma, se hicieron agricultores, comerciantes, arrieros y hasta prestamistas en pequeño. De arrendatarios pasaron a pequeños propietarios y su carácter de extranjeros y trabajadores les dio buena reputación y el aprecio del gobernador Aristeo Mercado y más tarde del mismo don Porfirio.

La zona a donde llegaron Cusi y su familia se había ocupado desde la época colonial en el cultivo de añil, algodón, arroz y, sobre todo, como enorme pastizal para la crianza de ganado bovino. Sin embargo, aunque las propiedades eran de gran extensión, las pocas haciendas que continuaban en funcionamiento se hallaban en profunda crisis derivada del estado que las había dejado, por un lado la guerra de Reforma y por otro, la resistencia al imperio francés. En cambio, las unidades productivas más pequeñas, los ranchos, gozaban de cierta bonanza relativa y fue desde ellos que Dante Cusi comenzó a despegar junto con el naciente siglo XX.

En la medida en que creció el poder económico de la familia, el entorno de los valles soleados en que quedaron sus propiedades fue siendo objeto de una gran transformación geográfica y social. Ese plan transformador respondía a los deseos de Porfirio Díaz y sus ministros de Fomento de poblar el campo con emigrados europeos que vertieran su saber innovador, introdujesen nuevas tecnologías agrícolas, cultivos comerciables que se impusieran sobre los de autoconsumo –lo cual llevaría a la especialización y por lo mismo al monocultivo– y, finalmente, alentaran –aunque sin mayor compromiso– la mediana y pequeña propiedad individual al estilo de las granjas.

Dante Cusi y sus hijos lograron alcanzar esas metas en la primera década del siglo XX, al adquirir una extensión de 62,000 hectáreas en los valles de Tamácuaro y Antúnez por la vía de préstamos hipotecarios que les concedió la Caja de Préstamos para Obras de Irrigación y Fomento a la Agricultura. En aquellos lugares fundaron las haciendas siamesas de Lombardía y Nueva Italia. En ambas, los cascos de las haciendas se edificaron prácticamente en medio de la nada, pues desde hacía mucho tiempo los pequeñísimos caseríos en que se ubicaron se encontraban en ruinas y casi despoblados.

La tarea más importante para hacer productivas aquellas llanuras era proveerles de una fuente de agua para convertir los semidesiertos en planicies fértiles. Aquí entró en escena la pericia y saber de los italianos, quienes, familiarizados con la ingeniería hidráulica de su tierra de origen, Lombardía, lograron sacar el agua del río Cupatitzio, la que iba por el lecho de un cañón muy profundo por abajo del nivel del terreno que se quería irrigar. Esto se logró mediante la introducción de nuevos materiales como la tubería y el remachado de acero, así como del empleo de fuentes novedosas de energía en la comarca como la térmica y la eléctrica. Las tareas de nivelación y construcción de nuevos canales de conducción del agua fueron otras obras que llamaron la atención.

Justo al inicio de la Revolución mexicana, para 1910, los Cusi continuaban ampliando hacia el sur la frontera agrícola de Michoacán, rumbo a los linderos de la rivera norte del río Tepalcatepec. Para ello no sólo se habían especializado en la producción de arroz, sino que estaban prestos a incorporar las innovaciones en materia de mejoramiento genético del ganado y de las semillas agrícolas que empleaban. Experimentaban con simientes, con la adaptación de especies frutales y pecuarias, e importaban tanto de Estados Unidos como de Europa maquinaria para hacer funcionar la parte agroindustrial de la refinación del arroz.

Aquel despegue económico tendría grandes implicaciones sociales y, aunque muchas de estos cambios fueron eclipsados por la Revolución, su trascendencia vale la pena recuperarse. Por ejemplo: si en 1910, recién fundada la hacienda de Nueva Italia, contaba con 700 habitantes, al mediar el siglo XX alcanzaría una población de 4,700 personas. Este crecimiento demográfico se presentaría de forma ininterrumpida, a pesar incluso de la misma Revolución. En la especialización del cultivo del arroz se demandó de forma estacional, sobre todo para el periodo de cosechas, una amplia mano de obra que, desocupada de sus propias labores agrícolas, llegaba de las regiones altas de Michoacán e incluso de los vecinos estados de Jalisco y Guerrero.

Lejos de que los Cusi pensaran en sus haciendas como sitios que les investirían automáticamente de prestigio social, y en concordancia con la imagen señorial del terrateniente tradicional, aquellas fueron contempladas desde su origen con una mentalidad moderna, burguesa, diría Werner Sombart –el famoso sociólogo y economista aleán. Se trataba de unidades económicas hechas para la producción de excedentes y por consiguiente eran entendidas como fuente para la obtención de ganancias. El cálculo económico y técnico, del que Dante Cusi estaba muy al tanto desde que en su juventud fue empleado bancario en Milán, y como hijo de campesinos en su natal Brescia, pudo ser aplicado con prurito en la Tierra Caliente michoacana.

Nivelación de terrenos, apertura de canales de riego, encauzar corrientes de agua por desniveles de suelo e introducción de fuentes alternas y novedosas de energía como la eléctrica fueron algunos de sus grandes logros. Aquellos italianos veían materializada en sus haciendas michoacanas la América que habían soñado al salir de su patria cisalpina. Era su anhelo personal realizado y un ejemplo de progreso muy al estilo del plan modernizador del campo que el general Porfirio Díaz deseaba para la república. La utopía pública y la privada convergían en una sola e idéntica.

La utopía campesina socializante

La Revolución no impidió que aquellos negocios capitalistas siguieran funcionando a pesar de los coletazos que la revuelta armada infringió a Michoacán. La coyuntura cambiante obligó a que lo que era un negocio familiar se constituyese en sociedades anónimas, de las cuales la más importante fue la Negociación Agrícola del Valle del Marqués, S.A. Si bien las gavillas de bandoleros, revolucionarios y efectivos del ejército constitucionalista impusieron préstamos o despedazaron la infraestructura agrícola, ello no impidió que Lombardía y Nueva Italia pudieran sortear el escenario adverso.

Sería hasta la década de los años 1920 cuando las relaciones entre jornaleros y hacendados entraron en una larga fase de fractura que resultó imposible de superar. Los intereses de clase no pudieron contenerse más dentro de la matriz paternalista que Dante Cusi quiso imponer por mucho tiempo en el manejo de las relaciones laborales y en 1938, luego de numerosas huelgas, el presidente Lázaro Cárdenas decidió que Nueva Italia y Lombardía fueran intervenidas por el gobierno para dejarlas, de manera íntegra, con todo y su infraestructura, en manos de sus trabajadores bajo la forma de un ejido colectivo. El anhelo del general Cárdenas no era sólo entregar la tierra y dejar a su suerte a las clases rurales indigentes, sino establecer en ella un prototipo de a hacienda sin hacendados. Luego de la entrega formal a poco más de 2,000 campesinos, ocurrida en el mes de noviembre, se inició una segunda fase de transformación del espacio terracalentano, ahora por obra del ideario social del cardenismo; otro ideal, otra utopía.

El ejido comenzó a operar en las parcelas dadas a los jefes de familia radicados en las comunidades de las ex haciendas. De los terrenos para uso agropecuario, se apartó en cada una un espacio para la educación agrícola de niños y jóvenes.

Para ese entonces, las haciendas eran generadoras de 13,500 toneladas de arroz, 2,000 de limón y poseían 17,000 cabezas de ganado. Mantener aquel ritmo de producción exigía recursos financieros que sólo se lograron obtener mediante la constitución de Sociedades Colectivas de Crédito, una por cada núcleo productivo anterior a la expropiación. La idea planificadora del presidente Cárdenas se imponía como esquema para la marcha de aquellas unidades de producción cuya inspiración habría abrevado en los experimentos colectivistas rurales de los koljoses soviéticos.

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Lázaro Cárdenas, el otro utopista.

Al igual que se vieron afectadas las antiguas propiedades de los Cusi, así también se transformó la propiedad agraria de toda la rivera norte del río Tepalcatepec, prácticamente desde los límites con el estado de Jalisco en el extremo poniente, hasta el río del Marqués por el oriente. De 1936 a 1959, en aquella extensa región se fundaron una treintena de ejidos, que en otro sentido representó un cambio poblacional abrupto para la zona debido a que los asentamientos se establecieron allí donde anteriormente existía una bajísima densidad demográfica.

En relación a la planeación urbana de los núcleos ejidales, llama la atención el cuidado con que se pretendió dar satisfacción a sus habitantes en términos, no sólo en su desarrollo material, sino humano en general. La traza urbanística de los núcleos ejidales estaba planeada de forma escrupulosamente reticular, al centro de la cual se encontraba a menudo una plazuela en forma de glorieta a la que convergían cuatro anchas avenidas. Dentro de esos núcleos se disponían, a priori, lugares para escuelas, los servicios de los distintos órdenes de gobierno, el mercado, la biblioteca, una sala de espectáculos, un asilo para ancianos y otro para huérfanos, parques deportivos, refrigerador comunal y escuelas técnicas agropecuarias y de artes y oficios. En la teoría, el proyecto de los ejidos terracalentanos y su planeación no dejaba un cabo suelto.

En términos de infraestructura las disposiciones fueron integrar aquella comarca al resto de Michoacán y del país, pues si bien los Cusi habían hecho hasta lo imposible para ser competitivos con su arroz en mercados de mediana y larga distancia, siempre tuvieron el obstáculo del relativo aislamiento entre sus haciendas y Uruapan, el puerto ferroviario más cercano y desde donde desplegaban su potencial comercializador de productos agrícolas. Sin embargo, en 1940 quedó construida la vía del ferrocarril de 80 kilómetros entre Uruapan y Apatzingán, a través de los ejidos de Lombardía y Nueva Italia y a poca distancia de muchas otras propiedades ejidales.

No obstante que en 1940 Lázaro Cárdenas dejó la presidencia de la república, su interés por la zona de Tierra Caliente de Michoacán permaneció. La comandancia de las operaciones militares en la costa del Pacífico que le fue asignada durante la Segunda Guerra Mundial lo mantuvo apartado de sus proyectos de fomento rural, pero en 1947, cuando el presidente Miguel Alemán lo designó Vocal Ejecutivo de la recién creada Comisión del Río Tepalcatepec, los retomó. Con nuevos bríos buscó ampliar la superficie de riego en esos feraces valles y desarrollar a un nivel insospechado el sistema hidráulico y de presas que los italianos Cusi habían inaugurado en el Porfiriato.

Epílogo

El Michoacán del siglo XVI, lo mismo que todo el continente americano, era visto por los humanistas europeos, como una tabla rasa en la cual podía crecer un proyecto de humanidad diferente. Para el obispo Quiroga no se trataba solamente de emplear la fuerza laboral indígena al estilo que pensaron muchos conquistadores, sino de hacer de ella la columna vertebral de la que nacería una sociedad nueva. Su utopía era de carácter ético y económico; pero justamente por tener esa doble mira pereció con facilidad ante las fuerzas contrarias cuando él murió. Por su parte, la utopía porfiriana modernizadora expresada en la empresa agrícola de la familia Cusi casi se llevó a cabo, pues transformó físicamente un desierto en tierras altamente productivas. A ellas concurrieron cientos de personas en busca de trabajo o refugio durante la insurrección, pero el problema llegó cuando la acumulación demográfica rebasó los requerimientos de fuerza laboral de las haciendas y esto las hizo quebrar. En forma posterior, el presidente Cárdenas tuvo gran interés en que las conquistas de la Revolución se entregaran a las masas desposeídas que habían participado en ella y, por tanto, procuró para los pobres un proyecto de sociedad igualmente diferente; regenerada, útil para la nación y capaz de reproducir valores surgidos de la Revolución. Su gobierno otorgó oportunidad de crecimiento comunitario a los ejidos, pero desafortunadamente tampoco se pudo lograr la utopía socializante en el campo michoacano a plenitud, esta vez porque la semilla de la corrupción administrativa creció en las unidades colectivas de producción y el impulso que dio nacimiento a éstas se agotó poco a poco.

Tanto la utopía de Vasco de Quiroga en el siglo XVI como los proyectos porfiriano y posrevolucionario de transformación de la Tierra Caliente de Michoacán, terminaron como ensoñaciones surgidas de valores individuales, que se perdieron a medio camino entre lo ideal y lo posible. Utopías, al fin, pero ligadas siempre e inexorablemente a un impulso vital muy humano y, por lo mismo, también a la historia.

PARA SABER MÁS:

  • FERNANDO BENÍTEZ, Lázaro Cárdenas y la revolución mexicana, México, FCE, 2004.
  • EZIO CUSI, Memorias de un colono, Morelia, Morevallado, 2004.
  • LUIS GONZÁLEZ Y GONZÁLEZ, Los días del presidente Cárdenas, México, El Colegio de México, 2005 (Historia de la Revolución Mexicana, vol. 15).
  • MAURICIO MAGDALENO, Cabello de elote, México, Porrúa, 1986 (“Escritores Mexicanos”, 85).