Carlos Tello Díaz
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 27.
Presentamos un extracto del libro Porfirio Díaz, su vida y su tiempo, de Carlos Tello Díaz, que la editorial Debate publicará próximamente.
El 3 de mayo en la noche, día de nuestro arribo a Puebla, el general en jefe don Ignacio Zaragoza detuvo en su alojamiento a los generales que sucesivamente llegábamos a darle parte de las novedades del día y de la marcha, escribió Porfirio. Cuando nos habíamos reunido los generales don Ignacio Mejía, don Miguel Negrete, don Antonio Álvarez, don Francisco Lamadrid, don Felipe B. Berriozábal y yo, nos manifestó el general Zaragoza que la resistencia presentada hasta entonces era insignificante para una nación como México. Zaragoza tenía su cuartel en la iglesia de los Remedios, al este de la ciudad, por la salida del camino a Amozoc –una iglesia fortificada como todas, en la que apenas era posible entrever el esplendor del barroco del siglo XVIII. Durante la plática que tuvo con sus oficiales, vestidos todos de casaca y pantalón de paño azul obscuro, con botones y galones de oro en los hombros y los puños, el general en jefe agregó que una nación de más de 8 000 000 de habitantes no podía permitir que el invasor llegara sin oposición hasta la capital, que por eso debían combatir hasta el final, hasta el sacrificio, si no para vencer, cosa difícil, al menos para causar en el enemigo el daño suficiente para obligarlo a permanecer en Puebla, con el fin de dar a la nación el tiempo necesario para preparar la defensa del resto de la República. Todos los jefes ahí presentes respondieron animados de los mismos sentimientos.
Los templos y los conventos de Puebla, unidos por una serie de trincheras, servían de puntos de apoyo para la defensa de la plaza, que además estaba protegida, fuera de ese perímetro, por los fuertes de Loreto y Guadalupe, situados al noreste de la ciudad, sobre la cresta del cerro de San Cristóbal. Zaragoza empleó la noche del 3 de mayo en mejorar las fortificaciones del interior, en hacer trabajos de zapa alrededor de los fuertes, para lo cual mandó expropiar los instrumentos de labranza de las haciendas en las inmediaciones de Puebla. Después artilló los fuertes del cerro con lo que tenía, que no era lo mejor. Sus cañones pare- cían antiguos: había que cargarlos por la boca, con balas en forma de esfera, potentes, pero muy poco certeras. La desproporción entre las fuerzas enfrentadas en esos momentos era gigantesca. Los fusiles de los franceses tenían, en promedio, un alcance de 800 metros; los de los mexicanos, en general, un alcance de 300 metros. Existe la leyenda de que muchas de las armas utilizadas por Zaragoza databan de los tiempos de la batalla de Waterloo. Es posible, pues entre ellas estaba el mosquete llamado Brown Bess, inglés, común a fines del siglo XVIII, usado en la campaña contra Napoleón, después en India y en África, vendido por los ingleses a México durante la invasión de Estados Unidos, por lo que circulaba todavía al estallar la guerra de Intervención. Aquel mosquete no era de chispa sino de pedernal, con la cabeza del martillo hecha de sílex. Pesaba cerca de cinco kilogramos, sin la bayoneta.