César Alejandro Martínez Núñez
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 21.
Los últimos días en la vida de María Ignacia Rodríguez de Velasco fueron de expiación. Quiso reparar algunos momentos de su vida afectiva que tanto le dolían, en los oídos de su nieta Guadalupe, monja del convento de Santa Teresa. Algo de paz, pareció recuperar
María Ignacia sabía que la muerte estaba cerca. Las señales no requerían aparentemente de mayor tacto: estaba enferma, cansada y lo más importante, era vieja. Después de tantos años de ocultar su verdadera edad llegó a convencerse de que tenía cuando mucho cincuenta. Pero durante su enfermedad decidió no engañarse más; hizo las cuentas correctas y para entonces, 1850, iba a cumplir 72 años. El peso de la verdad se le vino encima. De un día para otro, aquellos molestos achaques se convirtieron en insoportables tormentos; en un instante, sus arrugas, esas suaves líneas de carácter, se volvieron profundos abismos del tiempo. Sus manos reflejaban cansancio, sus labios expresaban dolor y sus ojos, aquellos ojos tan azules como el cielo claro, mostraron una vez más la profunda tristeza y el desencanto que sólo conoce un corazón roto.
Sin importar los atentos cuidados y las comedidas preocupaciones de Juan Manuel Elizalde, su tercer esposo, la Güera no lograba arrancarse de la mente a Jerónimo Villamil: el padre de todos sus hijos, su primer marido, su noble caballero y fiero capataz, en fin, su primer amor. Sin embargo, sólo podía contemplarlo a través del velo de las lágrimas y las angustias. Trataba de recordar los tiempos felices, pero una y otra vez las mutuas recriminaciones del pasado volvían a su memoria. Entonces argumentaba de nuevo sobre conflictos del ayer; se desesperaba; rabiaba por la ira y la culpa; lloraba con los puños apretados, lanzaba un grito de agonía que conmovía toda la casa y permanecía después sollozando y balbuceando disculpas por horas. Sin embargo, poco a poco, la gallarda figura de Jerónimo volvía a brillar en su mente. Doña Ignacia, con todos sus años a cuestas, se volvía a entregar como una adolescente ante la mirada de su amado, sólo para decirle una vez más que él había tenido la culpa de todo.
Nada escapaba a la implacable memoria del arrepentimiento y la agonía. La Güera decidió descargar su alma ante la única persona de cuyo perdón estaba segura, Guadalupe, monja del convento de Santa Teresa de la Ciudad de México.
Guadalupe era hija de María Antonia, la segunda de las tres gracias, como se conoció hacía mucho tiempo a las hijas de María Ignacia. Como todas las mañanas desde que su abuela había enfermado, la muchacha se presentó en la habitación para despertarla y darle el desayuno. La Güera se hallaba lista desde la madrugada: cada segundo era vital para la salvación de su alma.
María Ignacia pidió pronto su desayuno; sabía que de otro modo jamás tendría la atención necesaria. Al dar el primer bocado, comenzó. Con tono melancólico preguntó qué era lo que Lupita sabóa sobre su abuelo Jerónimo. La muchacha contestó que no recordaba prácticamente nada de lo que su madre le había contado, salvo que fue un hombre terrible. La Güera asintió con tono triste, pero recordó a su nieta que María Antonia tampoco había conocido bien a su padre pues éste había muerto cuando era muy niña.
Luego pidió a su nieta que escuchara con atención todo lo que estaba a punto de revelarle pues de ello dependía la salvación de su alma. Guadalupe quiso detenerla argumentando que si quería confesarse sería mejor llamar a un sacerdote, pero doña Ignacia la interrumpió diciendo que ya habría tiempo para eso, era necesario poner primero en orden su conciencia para cuando se hiciesen necesarios los oficios, sentía que sus fuerzas se acababan y cada momento resultaba vital.
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Para saber más
- VALLE-ARIZPE, ARTEMIO DE, La Güera Rodríguez, México, Lectorum, 2006.
- ARRIOJA VIZCAÍNO, ADOLFO, El águila en la alcoba, México, Grijalbo, 2005.
- ISRAEL, JONATHAN I., Razas, clases sociales y vida política en el México Colonial, 1610-1670, México, Fondo de Cultura Económica, 2005.
- GALÓ BOADELLA, MONTSERRAT, Historias del bello sexo: La introducción del romanticismo en México, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas, 2002.