Ana Rosa Suárez / Instituto Mora
BiCentenario #9
El anciano irradiaba poder. Escribía con trazos firmes y precisos, absorto, sin duda el ceño fruncido le ayudaba fijar la atención. Ponía ahora la pluma en el tintero, se miraba en el espejo de marco estofado en oro y, con un peine de carey que extraía de la levita, se arreglaba los abundantes cabellos blancos, sin que uno solo quedara sin colocar.
Lucas no reconoce la plaza que se deja ver por la ventana, pero al observarla con esmero se percata de que es la Plaza Mayor de la ciudad México, el sol mañanero que dispone juegos de luz y sombra en las fachadas la hace lucir más bella que en cualquiera de las ilustraciones guardadas en casa. Algo espeso le escurre por la cara, se palpa una herida en la sien, le duele, cómo se la causó, en qué momento, dónde se encuentra. Cierto, el caballo se encabritó ante las llamas que surgían de la Alhóndiga y no pudo dominarlo. Abre los ojos, vaya, el día se extinguió, su madre descubrirá pronto su falta, en todo caso, lo sabrá en cuanto note su ropa vuelta harapos y sucia de tierra y tizne, además ha de tener el cuerpo lleno de cardenales. Lo mejor será marcharse, le queda un buen trecho por recorrer y más si se sigue por callejuelas y atajos para no ser notado. No puede levantarse, siente que todo gira a su alrededor, le palpita la sien, se recuesta de nuevo, vaya, su escapada se malogró y la curiosidad lo ha metido en un lío, aunque también el secreto anhelo de romper reglas que a veces lo asalta, en particular desde que doña Ignacia tomó el mando familiar. No quería contrariarla, pero tuvo que comprobar si los insurgentes se hallaban en verdad a las puertas de Guanajuato, pues bien, lo hizo y lo lamenta, sólo desea alejarse para siempre Dejará al anciano, quién será, e parece familiar pero no lo recuerda, su rostro es serio y solemne como el de los desconocidos que casi saltan de los retratos colgados en el salón, el semblante duro y amargo le traía la memoria a su madre, desde que enviudó sonríe rara vez, sólo a él.
Rezaba de rodillas en el reclinatorio colocado en el rincón, ante la imagen de la virgen de los Remedios. Lo hacía con devoción, en voz baja, pero le escuchaba rogar que se le concediera fuerza para cumplir con su misión de proteger a la Iglesia. Se sacudía el polvo de las rodillas y alisaba las supuestas arrugas de una impecable levita obscura antes de sentarse frente al escritorio. Miraba su imagen en el espejo, su cabello seguía en orden, pero lo peinaba de nuevo, como si no pudiera evitarlo. Por fin movía la pluma sobre el pliego mientras susurraba que debía conservarse la religión católica, único lazo que ataba a la nación y la redimiría de los males que la amenazaban.
Está de acuerdo, la culpa de lo que pasa es de ese cura Hidalgo por alzar a la indiada, su obligación como párroco era ayudar al gobierno a guardar el orden, no enardecer a la multitud. Tiene que retornar, hará el esfuerzo, allí corre peligro, y su madre no entenderá ni le personará, si dirá que mandó que nadie saliera. Observa a su alrededor para situar a su caballo, silba para que se acerque, intentará montarlo y luego se dejará ir en él. No asoma, de seguro trota asustado por la cuesta de Marfil, con prisa por alcanzar el corral. Qué hará, ir a pie es impensable, nada más de alzar la cabeza todo le da vueltas, la herida le arde, le punza el oído, Dios Santo, qué tiene. Se apartará de los rescoldos, la Alhóndiga se incendió cual pira gigante, el maíz y la harina y los víveres acopiados la atizaron, falta que lo que resta del techo acabe por derrumbarse y se desplome sobre él una viga en llamas. Se alza poco a poco, se arrastra lentamente a lo largo de unas varias y cae postrado en un zaguán, apenas a tiempo para evitar a la turba que fluye hacia el recinto; así tuvo que ser la que invadió el Nuevo Mundo, con puro indio armado de palos y flechas y hondas y lanzas, capaz de todo. Unos cuantos llevan fusiles y disparan al aire, dos o tres esgrimen carrizos que portan la imagen de la virgen de Guadalupe, otros alumbran el camino con ocotes ardientes, esa pesadilla le acosará mientras viva.
Recorría el aposento de un lado a otro, se paraba delante de la ventana para examinar la Plaza Mayor y de inmediato volvía a andar, pisaba con fuerza el tapete que vestía de púrpura el piso de duela, como si de esa forma desahogara el enojo y le servía, cierto, se notaba más dispuesto. Ahora reñía con un militar sentado a su frente, se trataba de alguien importante, de uniforme extraño, de seguro correspondía a algún regimiento recién desembarcado de España. Por último el anciano aprobaba, a disgusto, con el mismo enojo que su madre exhibía cuando actuaba como Doña Ignacia. El militar se iba, chispeante de gozo. Volvía el rasgar de la pluma y la voz que declaraba que la tropa se iba a reducir a lo imprescindible para perseguir a los indios bárbaros y dar seguridad en los caminos, nada más…
[…]
Para leer el artículo completo, suscríbase a la Revista BiCentenario.
PARA SABER MÁS:
- Muñoz, Rafael F., Santa Anna: el dictador resplandeciente, Fondo de Cultura Económica, México, 2005.
- Lira, Andrés, Lucas Alamán, Cal y Arena, México, 1997.
- Ver Dolores Tosta “de Santa Anna y Lucas Alamán” en: http://www.youtube.com/watch?v=6VrDrnywaOk&feature=related
- Ver “La Toma de la Alhóndiga de Granaditas” en: http://www.youtube.com/watch?v=bEHC6Bla6DA&feature=PlayList&p=175AA243E483D6CC&playnext_from=PL&playnext=1&index=25