Privilegio y exclusión: el abastecimiento de agua en Toluca

Privilegio y exclusión: el abastecimiento de agua en Toluca

Ángela León Garduño
Centro de Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades-UAEM

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 59.

El suministro de agua es un privilegio que beneficia a unos pocos, especialmente con poder económico, sobre unas mayorías excluidas y obligadas a exigirlo. Ocurrió desde el siglo XVI y continúa hasta nuestros días.

La compra de agua embotellada se ha convertido en una práctica habitual entre los mexicanos. De acuerdo con la OMS y la UNESCO, actualmente se consumen 273 litros anuales per cápita, lo que ha convertido a México en el mayor consumidor a nivel mundial. Las razones sobran. Nuestro país no cuenta con la infraestructura adecuada para asegurar el abasto de agua a toda la población. Aunado a ello, el problema de saneamiento suele generar cortes en el suministro y un deterioro de las tuberías que daña la calidad del líquido. Ante la incapacidad del Estado para garantizar el derecho al agua potable, las familias optan por almacenarla en grandes depósitos que se contaminan con facilidad. En el caso de los hogares que sí cuentan con su abastecimiento regular, la mayoría decide no beberla directamente de la llave porque temen que sea insalubre. En su lugar, muchos hierven el agua o adquieren filtros domésticos para purificarla. Mientras que otros millones se han convertido en fieles consumidores del líquido que es envasado por empresas transnacionales y purificadoras locales. Sin embargo, el problema del abastecimiento de agua para consumo humano no es nuevo. De hecho, tiene profundas raíces en el pasado.

Del manantial al convento

En 1624, fray Antonio Vásquez de Espinosa expresó que en la villa de Toluca del Marquesado del Valle se hacían los mejores jamones y tocinos de Nueva España, así como gran cantidad de jabón. La villa era pequeña. Apenas tenía 200 vecinos españoles y, en conjunto, un número más alto de indios, mestizos, mulatos y negros que vivían en los pueblos y barrios aledaños a la cabecera. Además de ser conocida por sus embutidos, Toluca era famosa porque su clima, tipo de suelo e hidrología favorecían la crianza de ganado mayor y menor y la siembra abundante de maíz. Este hecho propició que hacia 1660 su población fuera creciendo, hasta llegar a los 5 000 habitantes a finales del siglo xviii y a casi 9 900 durante la segunda mitad del XIX.

Desde su fundación, en la década de 1560, la población buscó la manera de obtener agua para la explotación agrícola-ganadera y la realización de otras labores productivas y domésticas. En un inicio, las lluvias abundantes y la poca profundidad de las aguas del subsuelo bastaron para que se abasteciera directamente del río Verdiguel –que corría por la zona norte de la villa–, así como de manantiales, ojos de agua temporales y, sobre todo, de pozos cercanos a los brotes de agua. Sin embargo, a medida que el número de habitantes creció fue necesario diseñar un suministro basado en acueductos, cajas, fuentes y alcantarillas que permitieran conducir y recolectar el agua dulce. En ese entonces, el río ya comenzaba a contaminarse debido a la cría de cerdos y a la presencia de obrajes choriceros, molinos, tenerías y jabonerías que arrojaban sus desechos al caudal. Además, se creía que los pozos contenían salitre nocivo para la salud.

Aunque el problema de abastecimiento era común en otros asentamientos de la época, como Puebla, Valladolid o la ciudad de México, a partir de la segunda mitad del siglo XVI los ayuntamientos de las principales ciudades intervinieron en el manejo y abasto del líquido. Ello permitió que un porcentaje de los habitantes pudiera gozar de mercedes de agua particulares para uso doméstico o comercial. En el caso de Toluca, su organización político-jurisdiccional influyó notablemente en la manera en que se concibió la propiedad, concesión y suministro del agua.

Al formar parte del Marquesado del Valle, su población española tenía prohibido elevar el asentamiento urbano a categoría de ciudad e integrar un ayuntamiento. Esto influyó en que sus habitantes no pudieran recibir agua en sus hogares, pues se otorgaron las mercedes a estancieros y ganaderos. Como resultado, la autoridad civil nombrada por el marquesado delegó la responsabilidad del abasto público a dos comunidades de religiosos, los franciscanos y los carmelitas, a quienes dio mercedes a cambio de garantizar el servicio. A su vez, el derecho sobre el agua, de la cual no eran propietarios, los facultó para otorgar licencias y permisos temporales a particulares, quienes no podrían disputarles el control.

Este no era un hecho casual. Desde el inicio de la época virreinal, las instituciones religiosas se habían encargado de realizar tareas públicas imprescindibles para mantener el orden social, entre ellas el diseño de proyectos para llevar agua a la población. Aunado a ello, los espacios conventuales requerían del recurso para alimentar a sus animales y regar sus huertas y hortalizas. El resto, los llamados sobrantes, debía ser distribuido gratuitamente al público a través de derrames, alcantarillas y fuentes. En la villa de Toluca esta labor fue encomendada al convento franciscano de Nuestra Señora de la Asunción (1592). Y, muchos años después, al convento de La Purísima Concepción de los Carmelitas Descalzos (1698).

El convento franciscano se ubicaba al interior del casco urbano y se abastecía de un manantial localizado al poniente de la ciudad. El agua era conducida a través de un acueducto cerrado y subterráneo que recorría alrededor de cinco kilómetros desde su origen, en lo que después sería la hacienda de La Pila. Una vez en el recinto, su abastecimiento se garantizó mediante la construcción de pilas y fuentes que se comunicaban con el derrame principal. Todas ellas fueron colocadas muy cerca del asentamiento español. En el caso del convento carmelita, este se surtía con los derrames de un manantial que concluía su trayecto en el río Verdiguel. Para ayudar con la distribución de agua, los carmelitas construyeron una sola pila desde la cual abastecían a los habitantes de la zona norte, la población de los barrios marginados.

A pesar de que los religiosos estaban comprometidos con su labor y buscaban el bien público, razón por la cual se negaron a otorgar licencias particulares, ninguno de los conventos podía garantizar la provisión de agua potable a toda la población. El problema se hallaba en las condiciones de su infraestructura hidráulica y en su ubicación. La cañería de barro que conducía el agua desde sus edificios se dañaba constantemente. Las pilas y fuentes eran insuficientes y no se abastecían con regularidad. Además, se localizaban muy cerca del convento o de la plaza central, donde sólo los más pudientes podían utilizarlas. En consecuencia, los vecinos de las periferias solían recurrir al acarreo de las aguas sucias del río y de los pozos, optaban por romper las cañerías que alimentaban al convento carmelita o se aventuraban a robar el líquido de los puntos abiertos del acueducto.

Entre la higiene y las inmundicias

A mediados del siglo xviii, el desarrollo del urbanismo ilustrado dio pauta para reformar el orden del espacio e implementar medidas de salubridad pública y embellecimiento de las ciudades. Aunque no hubo un cambio drástico en los hábitos higiénicos, pues su evolución fue paulatina, sí se transformó la percepción respecto a la importancia del agua y el aire, pues se les consideró portadores de elementos nocivos y patógenos cuando entraban en contacto con las inmundicias. Conforme el agua limpia se convirtió en una necesidad colectiva, las autoridades civiles se dieron a la tarea de implementar mecanismos que permitieran encauzar los desechos y las aguas sucias fuera de los centros urbanos. Algunas de estas medidas consistieron en empedrar y alumbrar calles, restaurar los jardines, recoger la basura, así como construir atarjeas y fuentes públicas.

Aunque la villa de Toluca no contaba con un ayuntamiento encargado de realizar estas labores, sus autoridades civiles y religiosas buscaron la manera de prevenir el consumo de aguas sucias y de mejorar el sistema de abastecimiento de agua. Así, los franciscanos alertaron sobre la contaminación del río Verdiguel, que ya entonces se había agravado por la presencia de tenerías, tocinerías y curtidurías, el descenso de basuras de la plaza pública, el paso de animales que dejaban sus excrementos, el lavado de ropa y hasta el desagüe de las letrinas del convento carmelita. Después de plantear la posibilidad de convertir el río en desagüe de la ciudad, los religiosos proyectaron la construcción de cinco pilas con las cuales pretendían cubrir la necesidad de agua de los barrios, plazas y comercios. En 1785 todas ellas fueron colocadas en los puntos donde corría el líquido antes de su entrada al convento.

En cuanto a las autoridades civiles, si bien la villa de Toluca continuaba bajo jurisdicción del marquesado, en 1791 recibieron la instrucción del virrey Revillagigedo de promover medidas para garantizar la limpieza del agua y el aire. Estas consistieron en evitar el estancamiento de aguas, conducir los desechos de las casas mediante caños subterráneos y abrir zanjas inclinadas para el descenso de desperdicios. A pesar de ello, las disposiciones para abastecer de agua dulce a la población continuaron siendo insuficientes. En un intento por mejorar esta dificultad, a inicios del siglo xix las autoridades civiles construyeron un sistema de alcantarillado diseñado para almacenar el agua del manantial de La Pila y distribuirla en diferentes puntos de la ciudad. Además, ordenaron la reparación de cañerías y la edificación de nuevas fuentes. Con el avance del liberalismo llegarían nuevas problemáticas y oportunidades para la ciudad.

Propiedad y concesión

Al jurarse en Nueva España la Constitución de Cádiz de 1812, las autoridades abrieron la vía para que todos los pueblos contaran con ayuntamiento. Como primer órgano del gobierno local, el municipio tendría a su mando un amplio rango de actividades. Entre ellas, regular el precio y abastecimiento de alimentos, mantener la limpieza de las ciudades y garantizar la provisión de agua.

A nivel local, la legislación permitió que en el mismo año de 1812 la villa de Toluca adquiriera el título de ciudad y formara un ayuntamiento que alcanzó su carácter definitivo hasta 1825, una vez declarada la independencia de México. A partir de entonces, la instancia municipal obtuvo el control legal sobre el agua y sus concesiones. No obstante, este cambio suscitó una serie de disputas por la propiedad y abastecimiento del recurso. Naturalmente, las querellas fueron promovidas por los frailes franciscanos, quienes defendían su derecho tradicional de administrar las fuentes públicas y surtir el líquido.

La disputa implicó discutir dónde se ubicarían las fuentes, quiénes concederían las mercedes de agua, qué autoridad vigilaría el abastecimiento público, cómo se mediría la cantidad de agua a repartir, quién repararía las cañerías o con qué legitimidad podrían reclamar el suministro del líquido a sus principales proveedores –los dueños de la hacienda de La Pila–. Además, mientras los religiosos consideraban haber defendido el agua como un bien público, acusaban al Ayuntamiento de querer beneficiar a unos cuantos vecinos y lucrar con la concesión de licencias para aumentar las finanzas municipales.

Estos conflictos estuvieron acompañados de un interés creciente de los particulares por obtener licencias. Aunque ya entonces conocían la importancia higiénica de conducir el agua hasta sus hogares, la mayoría de los mercedados pretendía utilizar el recurso en beneficio de sus negocios y comercios. Con el fin de lograr su cometido, los solicitantes se comprometían a financiar la construcción de fuentes para uso público. Estas debían ser colocadas en los patios centrales de sus casas y mantenerse limpias. Su obligación como beneficiarios era permitir que el vecindario ingresara para surtirse de agua.

A partir de la década de 1830, cuando Toluca fue nombrada capital del Estado de México, los dueños de casas y comercios ubicados en el corazón de la ciudad solicitaron cada vez más licencias de agua para uso privado. Pero, dado que la cantidad de mercedes concedidas era mínima respecto a otros centros urbanos, el convento franciscano continuó fungiendo como abastecedor. Mientras tanto, el Ayuntamiento luchaba por ordenar y otorgar los permisos legales, pues la mayoría de los vecinos no sabía a qué instancia dirigirse para solicitarlos y ello generaba confusión.

El agua como servicio

Al iniciar la década de 1850 el crecimiento de la ciudad fue ampliando la necesidad de extender el sistema de distribución. No sólo había aumentado la población, sino que los comerciantes demandaban el líquido para impulsar sus negocios. Quizá por ello, y atestiguando la decadencia del convento, los particulares finalmente reconocieron la autoridad del Ayuntamiento como proveedor. Fue entonces que los religiosos aceptaron compartir su función y, sobre todo, solicitar la autorización del organismo local para otorgar licencias. En ese sentido, la aprobación de la Ley Lerdo del 25 de junio de 1856 –bajo la cual el gobierno federal ordenó subastar los bienes de la Iglesia y las corporaciones civiles– no determinó la plena administración del municipio sobre el abasto del agua, pero sí fortaleció su poder.

En poco tiempo, la adjudicación de mercedes a particulares aumentó de quince beneficiados en 1849, a 77 en 1864. La mayoría para uso productivo, pues los solicitantes eran dueños de tocinerías, tenerías, panaderías, molinos, zahúrdas, mesones, huertas, baños y lavaderos. En cuanto al abastecimiento público, el Ayuntamiento se ocupó de construir y dar mantenimiento a las 21 fuentes de la ciudad, reparar las cañerías, atender las demandas de la población y resolver las querellas con los propietarios del manantial.

La relación del Ayuntamiento con los particulares fue cada vez más estrecha, aunque no necesariamente cordial. En un inicio, las cuentas municipales eran tan limitadas que los individuos continuaron ofreciéndose a financiar la construcción de sus propias fuentes. No obstante, la intervención del gobierno estatal cambió la relación entre las autoridades locales y la población, así como la visión sobre el acceso al agua.

En 1861, el gobernador ordenó al cuerpo municipal instalar una red de tubería de cobre en toda la ciudad, pero especialmente en las calles donde nunca habían tenido suministro. Debido a su costo, el sistema ya no podría ser financiado por los principales comerciantes de la capital. Se requerían recursos públicos que provendrían de dos vías: los ingresos recaudados con las licencias y el cobro de un impuesto por el uso del “derrame”. Es decir, una cantidad de 24 pesos anuales que pagaría todo particular durante el tiempo que se realizara la obra. Además, el decreto ordenaba cobrar una cuota de quince pesos anuales, de forma permanente, por el servicio de abastecimiento. A cambio, las autoridades se comprometían a llevar agua hasta el interior de las casas.

La nueva política convirtió al Ayuntamiento en un administrador del abastecimiento y a este en un servicio por el que había que pagar. Ello implicó adoptar un sistema de recaudación que generó protestas entre la población. Si bien los comerciantes y empresarios no opusieron resistencia, los vecinos menos acomodados se negaron a pagar ambas cantidades. Desde su visión, el Ayuntamiento les imponía un servicio que de todas formas ellos mismos podían satisfacer al acudir a las fuentes públicas. Así, el número de mercedes sólo aumentaría hasta la década de 1880, cuando las ideas higienistas se popularizaron.

Desperdicio y escasez

El reto más grande del Ayuntamiento consistió en otorgar mercedes a particulares y al mismo tiempo garantizar el abasto público. Como hemos visto, durante la primera mitad del siglo xix eran pocas las personas que tenían agua en el interior de sus casas. En 1852, la Comisión de Aguas lo apuntó al declarar que mientras “las clases privilegiadas” tenían agua potable, “los domicilios de las clases pobres y menesterosas” ubicados en las afueras de la ciudad, no contaban con “agua limpia y potable”.

Este hecho no era privativo de Toluca. En 1881 los vecinos de la ciudad de México presentaron varias quejas en la prensa denunciando la falta de agua. Otras denuncias hacían referencia al abuso de algunos mercedados quienes, aprovechando su relación con el fontanero mayor –la persona encargada de medir la presión del agua–, se proveían de más líquido del que les correspondía, dejando a otros sin el recurso, a pesar de que cumplían con su contribución. De igual forma, señalaban que estos abusos provocaban un descenso en el abasto de los sitios públicos. En consecuencia, los vecinos de las periferias debían destinar una parte de sus ingresos al pago de aguadores, o esperar hasta la noche para recoger “unas gotas de agua”, después de haber iniciado pleitos con otros pobladores.

En Toluca, la entrada del Ayuntamiento a la dinámica de abasto de agua trajo consigo innovaciones tecnológicas y la construcción de una nueva infraestructura con la que se sustituyeron materiales y se intentó adoptar un sistema de tuberías conectadas que pretendía ofrecer un suministro abundante, homogéneo y controlado. Sin embargo, el costo de conducir el agua hasta los hogares sólo era accesible para unos cuantos; la mayoría interesados en darle un uso productivo que perjudicaba al interés público. Aunado a ello, cuando se presentaban las temporadas de sequía o escasez, la prensa y el Ayuntamiento solían dejar a su suerte a los sectores marginados. Entre 1879 y 1880, por ejemplo, la ciudad de Toluca pasó por una de las sequías más importantes de la época. El periódico La Soberanía del Pueblo lo sugirió al publicar una columna con la demanda de un grupo de vecinos. Los quejosos pedían al Ayuntamiento remediar la escasez de agua. Sin embargo, aunque las fuentes públicas y muchos hogares no estaban siendo abastecidos, el periódico declaró que tenían razones para “no hablar ni una palabra” del Ayuntamiento. Así, exhortaron a los vecinos a dirigirse a otro medio para “manifestar sus quejas”.

Ante lo restringido del sistema y las pocas vías para demandar el recurso, los habitantes de las periferias recorrían grandes distancias en búsqueda del líquido que proveían las fuentes y el río. De día o de noche, hombres y mujeres se formaban esperando obtener agua de los pozos. Algunos para uso doméstico y otros, como los aguadores, para su venta. Sin embargo, estos lugares también eran espacios donde las mujeres lavaban su ropa mientras platicaban de su día a día o donde los hombres se bañaban mientras alimentaban a sus animales. Todo ello bajo el riesgo de ser violentados, asaltados o de contraer enfermedades.

El suministro

Como hemos visto, el abastecimiento y contaminación del agua son problemas que se remontan, por lo menos, hasta el siglo xvi. Históricamente, su suministro ha contribuido a definir la jerarquía de los espacios urbanos y, en consecuencia, a exacerbar la desigualdad. Así, mientras existen asentamientos cuyos habitantes tienen el recurso al alcance de sus manos, la población de las periferias aún debe recorrer largas distancias para acarrear el líquido. En relación con su calidad, el asentamiento de las industrias, el proceso de urbanización, la descarga de materiales tóxicos y los sistemas de producción agroindustriales son factores que han agudizado la contaminación del agua desde, al menos, la década de 1970. Ante este panorama, el reto actual consiste en emprender alternativas que permitan gestionar su suministro de manera equitativa y sustentable. Para ello, se requieren acciones individuales, pero, sobre todo, comunitarias. Y, lo más importante, exigir la implementación de políticas públicas locales, estatales y federales, encaminadas a prevenir y sancionar las tragedias ambientales provocadas por la industria nacional e internacional.

El pasado y presente del abasto del agua nos recuerda que aún hay mucho camino por recorrer en la búsqueda por garantizar que su consumo se respete como un derecho humano. Además, es fundamental que todas las generaciones comprendan la importancia de cuidar un recurso imprescindible para el desarrollo de la vida humana y la conservación de los ecosistemas en el mundo.

PARA SABER MÁS

  • Aréchiga Córdoba, Ernesto, “El médico, el aguador y los acueductos: aprovisionamiento de aguas potables en la ciudad de México” en Alicia Salmerón y Fernando Aguayo (coords.), Instantáneas de la ciudad de México. Un álbum de 1883-1884, México, Instituto Mora/UAM, 2013, vol. 2, pp. 91-108.
  • Camacho Pichardo, Gloria, “Las fuentes de agua en la ciudad de Toluca (1824-1850) o de cómo se introdujo el agua a las casas: ¿higiene o confort?” en Diana Birrichaga Gardida (coord.), La modernización del sistema de agua potable en México 1810-1950, México, El Colegio Mexiquense, 2007, pp. 59-75.
  • Castañeda González, Rocío, “Esfuerzos públicos y privados para el abasto de agua en Toluca (1862-1910)” en Blanca Estela Suárez (coord.), Historia de los usos del agua en México. Oligarquías, empresas y ayuntamientos (1840-1940), México, Conagua/ciesas/imta, pp. 107-182.
  • Iracheta Cenecorta, María Del Pilar, “Abastecimiento de agua, salud y medio ambiente en la ciudad de Toluca (último tercio del siglo XVIII-primera mitad del siglo XIX)” en María Teresa Ventura et al. (coords.), El agua en las regiones, miradas históricas y perspectivas contemporáneas, Puebla, Instituto de Estudios de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”-Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2013, pp. 105-131.