Honores fúnebres a Benito Juárez en Toluca

Honores fúnebres a Benito Juárez en Toluca

Guadalupe Villa G.
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 59.

Recuperamos aquí el discurso que se pronunciara en el Congreso mexiquense para recordar al presidente el 27 de julio de 1872, tras su sorpresiva muerte.

La repentina muerte del presidente Benito Juárez causó una gran conmoción entre los mexicanos. Un día después de su deceso, fue fijado en lugares públicos el bando que daba noticia del trágico suceso. En todo el país se dispusieron honras fúnebres y homenajes en memoria del Benemérito. En la capital de la república, la bandera nacional se izó, rematada con crespones, a media asta. La fachada de los edificios de gobierno fue cubierta con cortinajes tricolores adornados con garzas negras. Los empleados de las oficinas vistieron de negro, el comercio cerró sus puertas y las fuerzas armadas lucieron brazalete negro.

En Toluca se designó una comisión de nueve ciudadanos –el número definía simbólicamente los días de guardar luto– para viajar a la ciudad capital, como parte de la comitiva de honor que acompañaría la inhumación del presidente.

La capital del Estado de México pasó nueve días de riguroso luto y en el último de ellos el gobernador constitucional corrió un exhorto para que los habitantes asistieran a la “Solemnidad cívica, para honrar la memoria del ilustre C. Benito Juárez, que tendrá lugar en el Teatro Principal el día 27 del presente a las siete y media de la noche.- Toluca, julio 25 de 1872.”

Llegado el día, el interior del teatro lucía palcos y galerías cubiertos de tela blanca con anchas franjas negras, rematadas con coronas de ciprés y encino. Las columnas fueron cubiertas de género negro, lo mismo que el palco principal, destinado a la comitiva oficial.

De acuerdo con las crónicas periodísticas, en el centro del primer plano, se levantaba “majestuoso e imponente” un catafalco de tres cuerpos rematado por un busto laureado de Juárez, profusamente iluminado con numerosas velas. A la derecha e izquierda del catafalco se alojaban respectivamente la Sociedad Filarmónica y el Orfeón Popular.

Uno de los cronistas señaló que “por más popular que se pretendió fuera el acto, hubo siempre la ‘aristocracia del dolor’. Todo el frente de las plateas y aun de la galería, estaba ocupada de señoras enlutadas y lo demás del teatro, por hombres igualmente vestidos de negro.” El señor gobernador arribó al teatro acompañado de una numerosa comitiva, formada por empleados, funcionarios y vecinos distinguidos de la capital.

El folleto dedicado a la Solemnidad Cívica con que el Estado de México honró en su capital la memoria del ilustre Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, C. Benito Juárez (1872), describe la programación musical llevada a cabo por la Sociedad Filarmónica, la cual abrió y cerró la ceremonia con la marcha fúnebre Ione, del músico italiano Errico Petrella (1813-1877). El programa incluyó: Invocación a Dios, del compositor mexicano Julio Ituarte (1845-1905), cantada por el coro del Orfeón Popular; Miserere del Trovador, de Giuseppe Verdi (1813-1901); Himno apoteosis a Juárez, compuesto para la ocasión por el connacional Leonardo Canales; Plegaria de los Lombardos, de Verdi; Coro de Pirro, aria de la ópera del mismo nombre escrita por Canales, y la Marcha Fúnebre, del pianista y compositor austriaco Sigismund Thálberg (1812-1871). Discursos y un recital de poesía, completaron el programa.

La disertación que aquí se reproduce fue pronunciada por el diputado de la legislatura del Congreso del Estado de México, licenciado Ruperto Portillo.


“C. Gobernador:

En medio de este fúnebre aparato, en este lugar donde veo reunidas a tantas personas contemplando con el corazón conmovido este triste túmulo, enmudece la lengua y no se encuentran palabras que puedan explicar el dolor profundo que ha causado a los buenos mexicanos la muerte del Benemérito C. Benito Juárez.

Tan fatal acontecimiento ha dejado un inmenso vacío, no sólo entre nosotros, que le amamos como a la patria por ser el símbolo de su autonomía, sino entre los libres de todo el orbe que veían en Juárez al denodado caudillo de la libertad.

¿A qué fin señores nos reunimos en este lugar? Venís todos impulsados del mismo sentimiento, contristados por el dolor mismo a derramar vuestras lágrimas; pero también a recibir algún consuelo oyendo los justos elogios, los merecidos homenajes de respeto y admiración que tributan al padre adorado sus hijos agradecidos.

A tan justa demostración de sentimiento no podría permanecer indiferente la diputación permanente del Estado.

Por eso es que por mi humilde conducto recibís las protestas de su más sentido pésame.

Inmensa es en verdad la pérdida que acaba de sufrir la patria con la muerte del más ilustre de sus hijos. Corta fue su carrera política, pero ¡cuán dignamente la llenó!

Cuando la providencia se digna escoger entre la multitud los varones extraordinarios que destina a cambiar la faz de las naciones, les comunica a la vez el poder material y el poder inteligente de la humanidad, mostrándoles a raros intervalos en la escena del mundo, y en circunstancias que al efecto prepara la elevación o ruina de las sociedades existentes.

Tal fue Benito Juárez. Vástago de una familia pobre de cuyos auxilios quedó privado en edad temprana, formó por sí solo su brillante porvenir.

Los grandes hombres son agentes pasivos de las circunstancias, y al mismo tiempo los agentes activos de su propio genio.

¡Qué energía de voluntad!

Juárez, con la conciencia de su genio avasalla las dificultades que se opusieran a su paso, y con una constancia propia sólo de su enérgico carácter, recibe y fecunda en su alma virgen las cimientes de la educación; y siguiendo en los planteles de Oaxaca una carrera brillante, el digno hijo del pueblo ve coronados sus afanes, obteniendo el honroso título de abogado.

Este rasgo de su vida es bastante para darlo a conocer. Su educación estaba terminada, pero no sólo en el estudio de su profesión, había recibido también y fecundado con cuidadoso afán las cimientes de la libertad y del progreso.

No me propongo seguir paso a paso a Juárez en todos los actos de su vida. Todos los sabéis, todos habéis visto su rutilante estrella opacada algunos instantes, aparecer después con nuevos y más brillantes fulgores en el firmamento.

Todos sabéis que Juárez fue el atrevido iniciador de la Reforma. Su célebre Ley Orgánica de Tribunales, fue el primer golpe del ariete asestado en su base al coloso de los privilegios del clero y del ejército.

Dado el primer paso en tan espinoso camino, nada detiene a este hombre extraordinario en su propósito, ni la inconsecuencia de Comonfort presidente entonces de la república que da el golpe de Estado, ni el momentáneo triunfo del partido del retroceso.

Derrotadas por todas partes las huestes liberales, Juárez no desmayaba; retirado en medio del peligro al puerto de Veracruz, ahí opone la razón a la injusticia, las célebres Leyes de Reforma a las armas fratricidas de los jurados enemigos del progreso, y conmoviendo al país hasta en sus cimientos, se desploma el edificio de la revolución reaccionaria, y huyen sus caudillos, deslumbrados con la esplendente llama de la civilización.

La nacionalización de los bienes eclesiásticos, la independencia de la Iglesia y el Estado, el matrimonio civil, la exclaustración, la libertad de cultos, he aquí los sublimes principios de reforma. ¡Gloria al caudillo denodado que nos dio patria, libertad y reforma!

Juárez, sin duda, no puede engalanarse con las glorias de los militares que en mil combates obtuvieron la pléyade de héroes de la Reforma, pero tiene la suya que le es propia, casi exclusiva, tal vez menos brillante pero más sólida, sí, más grande. ¡Jamás desconfió de la salvación de su patria, fue su reformador y salvó la independencia de México!

Juárez no había llegado aún al culmen de la gloria. Faltábanle otros combates en su azarosa vida, el destino le preparaba nuevos triunfos, y otros lauros debían ceñir su frente inmortal. La patria tuvo nuevos días de luto, la conquista se presenta con su lúgubre acompañamiento de desolación y muerte bajo el hipócrita pretexto de una intervención, y México ve coronado en el palacio de Moctezuma a un príncipe extranjero.

Cuando después de haber surcado el ámbito dilatado de los mares adelantábase sereno Cristóbal Colón al continente americano, de repente silva el viento, fulguran los relámpagos, ruge el trueno, rómpense las jarcias, pierde el tino el piloto y va el bajel a estrellarse contra los escollos o sepultándose bajo las ondas. Pero mientras que rezan arrodillados los marineros, impávido Colón y confiado en sus altos destinos, ase el timón, gobierna el buque a través la tormenta y lóbregas tinieblas, y sintiendo que toca la proa las playas del Nuevo Mundo, grita con retumbante voz: ¡Tierra!, ¡tierra!

Tal así, cuando la nave del Estado se extraviaba con áncoras rotas y destrozadas velas cuando hasta los más patriotas temblaban por el porvenir de la patria sojuzgada por el extranjero, y el triunfo de la intervención era inminente, Juárez de pie en la proa desafía la estampida del rayo y sosegando a los aterrados pasajeros, conduce la nave a la tierra prometida.

¡Qué trabajos en su larga peregrinación por los remotos límites del territorio nacional! Abandonado hasta de los más ardientes patriotas, acompañado de unos cuantos héroes, nada le arredra, nada es capaz de domeñar su voluntad de hierro, y firme con la conciencia de su deber, arrostra los peligros, sufre con abnegación los más crueles desengaños y alentado el valor y nobles esfuerzos de los mexicanos, camina en alas de la gloria de triunfo en triunfo, hasta obtener el más espléndido que registran los anales del mundo.

Maximiliano de Habsburgo con el prestigio de su real prosapia, ayudado por el ejército francés, orgulloso con los triunfos de Magenta y Solferino, no pudo resistir al humilde hijo del pueblo que no tiene más armas que la justicia de su causa, y sucumbe al fin en el Cerro de la Campanas.

Después… sois testigos de los nobles esfuerzos de Juárez por reconstruir el país, por consolidar la paz, y restablecer el imperio de la ley. Y a pesar de que en los últimos años sufrió el tormento de verse combatido por sus mismos partidarios, fiel a sus principios de libertad, respetó siempre los sagrados derechos del pueblo, y sostuvo su autoridad sin descender a los rencores de partido y murió con el consuelo de haber restablecido casi enteramente la paz en la república.

Respetó la libertad del pensamiento sufriendo con sublime abnegación las injurias vertidas en la exaltación de los partidos: jamás abusó de sus triunfos, vivió entre el pueblo y murió en su seno, humilde y cifrando su orgullo en la pureza de su raza y como dice un escritor insigne “no le conmovieron ni las tempestades de las vicisitudes, ni las armonías de la felicidad”. Fue la roca acariciada por el mar en calma y azotada por las tormentas; siempre impasible.

¡Oh! Ya que al destino plugo hundirnos en la desesperación, arrebatándonos al más insigne de nuestros hermanos, respetemos su memoria, no con vanas demostraciones de sentimiento, sino siguiendo su noble ejemplo y sírvanos de consuelo que, si su cuerpo ha vuelto a la tierra, su memoria de hoy más, será eterna como el cielo, pues la muerte le ha franqueado las puertas del templo de la gloria.”