Prisioneros mexicanos en Francia

Prisioneros mexicanos en Francia

Ana Rosa Suárez Argüello
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 61.

Tras la rendición de Puebla en mayo de 1863 más de medio centenar de militares mexicanos fueron desterrados a Francia. Allí fueron reubicados en diferentes ciudades hasta que poco a poco, en el lapso de dos años, pudieron regresar a México. Lo hicieron por separado, con vivencias diferentes según las opciones que aceptaron.

En vista de los avances del enemigo, lo largo del sitio y la escasez de municiones, pertrechos, refuerzos y víveres, los asistentes al consejo de guerra convocado por el general Jesús González Ortega, el 16 de mayo de 1863, votaron por rendir Puebla a las tropas comandadas por el general Forey. Acordaron, además, disolver el ejército para que los soldados pudieran ir en socorro de la ciudad de México; romper el armamento; inutilizar la pólvora y volar los depósitos con ella, luego de lo cual generales, jefes y demás oficiales se entregarían como prisioneros, sin pedir garantías de ninguna clase.

Al amanecer del día siguiente, la plaza fue puesta a disposición del general francés, quien ordenó la entrada de un batallón de cazadores, autorizando a los militares mexicanos a permanecer en el palacio, los edificios o casas que desearan y conservar sus equipajes, armas y distintivos militares. Dos días más tarde pidió al general González Ortega y sus oficiales firmar el compromiso, bajo palabra de honor, de quedarse en las residencias que les asignaran, abstenerse de cualquier acto bélico o político y no comunicarse con familiares y amigos sin la venia del mando francés. La mayoría se negó, pues hacerlo los deshonraría y afirmó que volvería al combate tan pronto pudiera.

La entrada del ejército victorioso a la ciudad de Puebla fue el 19 de mayo. Los prisioneros fueron 26 generales, 1 200 jefes y oficiales y 12 000 soldados. Casi ninguno portaba armas y, después de tantas semanas de sitio, ni siquiera uniforme o equipo alguno. Como se temió que pudieran evadirse y tomar las armas de nuevo, el cuartel general francés invitó a la tropa a regresar a sus hogares o sumárseles y, de hecho, 4 000 soldados eligieron esta opción.

En cuanto a los jefes y oficiales, Forey decidió deportarlos a Francia, ordenando que no se les dejara salir de sus alojamientos, pues algunos –como Porfirio Díaz y Felipe B. Berriozábal– habían escapado. El 20 de mayo, los remitió a Veracruz como prisioneros de guerra, a pie y desarmados, vigilados por una escolta militar, mientras cantaban el himno nacional y la Marsellesa. A los dos días salieron los generales en diligencias y calesas, pero también sin armas y custodiados. Viajaron varios días, alojándose los de mayor rango en casas adecuadas y los demás en corrales sin techo, caballerizas y chiqueros, donde durmieron aun sobre el lodo causado por la lluvia. A lo largo del camino, las poblaciones les proveyeron de alimentos y tabaco. Cuando el 26 pararon en Orizaba, se les retuvo en un cuartel de las tropas francesas, donde alentados por González Ortega, la mayoría burló la guardia y volvió a las filas de la república. Los 532 que no pudieron escapar siguieron la marcha, más vigilados. Al llegar a Veracruz abordaron dos navíos: a 54 generales y coroneles, con sus ayudantes, se les asignó el viejo Darien y a 468 tenientes coroneles, comandantes y oficiales subalternos les tocó el Cérès, un transporte para caballos. Zarparon el 10 de junio.

Según el testimonio del coronel Emilio Rodríguez Arangoiti, los generales viajaron con comodidad, tanto por los lugares que les asignaron y el trato recibido, como por la comida que se les dio, servida en mesas con vajilla de porcelana, cubiertos, vasos de vidrio y servilletas. Se amontonó al resto en “una especie de galeras corridas, cerradas en todo el largo con rejas de fierro, […] ahogándoles con el calor del clima y con el de la máquina”, con tablas por lecho, sin baños y un rancho de ínfima calidad. Muchos enfermaron y se deprimieron aún más.

En Francia

Luego de varias semanas de navegación, el 23 de julio las naves echaron anclas enel puerto de Brest. Después de una cuarentena de tres días, se juntó a todos en el Darien, que se dirigió al puerto de Lorient. Antes de desembarcar, las autoridades militares del puerto les exigieron el compromiso escrito de seguir el derrotero que se les fijara y para el que se les dio dinero, así como quedarse en la población de destino: se envió a los generales y sus ayudantes a Evreux; a los coroneles, tenientes coroneles y comandantes a Tours, y al resto se le repartió entre Blois, Bourges, Moulins-sur-Allier y Clermont-Ferrand. El general José María González de Mendoza, quien era el oficial de mayor graduación y cargo, fue reconocido como su jefe y radicó en París. Todos se sintieron felices de viajar hacia los puntos señalados, por primera vez en semanas sin vigilancia. En cada localidad los recibían el jefe militar, junto con su Estado Mayor, y el ayuntamiento, recordándoles que eran prisioneros en esa plaza, debían respetar las leyes y no alejarse más de tres millas sin licencia previa. Se les dejó moverse con libertad en las poblaciones y conservar sus espadas, tuvieron que firmar revista de presente en la gendarmería cada tercer día y recibieron una pensión mensual, para pagar sus alimentos y una habitación en un hotel o casa particular. A muchos apenas les alcanzó, siendo lo peor que carecían de ropa suficiente y, menos aún, apropiada para el frío. Cabe referir aquí cómo los describió a la sazón un periódico:

La mayoría son jóvenes […] están bastante al corriente de nuestros hábitos y generalmente hablan         francés con facilidad, pero con un acento muy pronunciado. […] En general, los prisioneros son muy     afables: expresan de inmediato lo que sienten. […] Preguntan mucho y lo agradecen con una cortesía algo ceremoniosa.

Son hombres robustos, delgados y nerviosos, de estatura media o inferior a la media. […] Parecen vigorosos y acostumbrados a la fatiga. Tienen tez morena, ojos y cabello negros, frente ancha, a veces una nariz ligeramente aplastada y labios gruesos, barba escasa, dientes muy blancos; son muy limpios y cuidan sobre todo sus manos, que son pequeñas y delicadas; pero las yemas de los dedos son amarillas por la costumbre de confeccionar sus cigarrillos.

El mismo periódico agregó al otro día:

Su vestimenta no tenía de uniforme más que la pretensión. […] Varios llevaban un listón con los colores mexicanos: verde, blanco, rojo y una medalla con dos inscripciones interesantes: Por un lado: la república mexicana a sus valerosos hijos; por el otro: a los gloriosos vencedores de los soldados franceses. Llevan esto con un orgullo que no desagrada […].

Se sabe que en octubre de 1863 se citó a una reunión a los residentes en Tours y suponemos que fue igual con todos los grupos. Un coronel del Estado Mayor les ofreció entonces la opción de volver a México, si firmaban una carta en la que darían su palabra de honor de “no combatir jamás [… a] la intervención francesa en México y a permanecer extraño[s] a toda tentativa política opuesta al gobierno establecido en aquel país”. Fue la primera vez que se les presentó en Francia el que llamaron “requerimiento infamante”, es decir, la oferta de la libertad a cambio de un juramento de sumisión.

Sin embargo, una mayoría cansada del exilio y la pobreza debió de considerar que, dado que muchas poblaciones de México, así como jefes militares y empleados se habían adherido al nuevo régimen, ya no se trataba de defender la independencia, sino de elegir el mejor sistema de gobierno para el país: republicano o monárquico. De modo que 352 prisioneros accedieron, obteniendo a cambio la libertad y el pasaje en un vapor que el gobierno de Napoleón III puso a su disposición en el puerto de Tolón, a pesar de que quienes se quedaron los llamaron “renegados”. Llegaron a Veracruz el 14 de septiembre. De aquí tomaron diversas direcciones, siendo vigilados por las autoridades imperiales; algunos, no obstante, se las arreglaron para presentarse ante el gobierno de Juárez. 180 aguantaron pese al presunto olvido de su gobierno, la falta de dinero y crédito y la distancia.

            En este contexto, Maximiliano aceptó el trono en abril de 1864 y firmó el tratado de Miramar que obligó a Napoleón III a liberar y devolver a México a los prisioneros. Con base en esto, el gobierno francés decidió que, como el nuevo imperio ya disponía de autoridades legítimas, no tenía más obligación de sostenerlos y que, para enviarlos de regreso, bastaría con su palabra de no tomar las armas contra Francia. Si se negaban, se les desconocería como prisioneros, adquirirían la condición de refugiados políticos, serían vigilados por la policía y, en un mes, dejarían de recibir su pensión y tendrían que vivir de su trabajo o sus propios recursos. Ante este dilema, otro grupo aceptó, fue liberado y embarcado con destino a su país. Los demás siguieron en Francia, sufriendo por la pobreza, el invierno y la nostalgia, pero también por el temor de caer en la mendicidad.

En esta circunstancia, el 28 de abril, el general Epitacio Huerta, quien los dirigía desde el 11 de marzo pues González de Mendoza había prestado juramento,pidió la mediación de Matías Romero, el ministro en Washington, para que el gobierno de Juárez les enviara lo más indispensable para subsistir y el pasaje a México. Subrayaba que “bien pronto,

[los oficiales]

carecerán de un pedazo de pan y estarán envueltos en la miseria”. Si bien el 22 de mayo ofreció llamar la atención de las autoridades supremas, no podía hacer más, en tanto que el gobierno de Juárez, huyendo como estaba, apenas había podido remitir a Luis Maneyro, el cónsul mexicano en París, y al general González de Mendoza, al inicio de 1864, alrededor de $24 000.00 pesos, a fin de que los distribuyeran entre todos. Era poco para remediar sus males, pero debió de hacerles sentir que no habían sido olvidados.

La situación se complicó cuando el general Huerta recibió de la legación de México en París un escrito de fecha 10 de mayo, que ratificaba la postura oficial, a saber, que los militares mexicanos internados en Francia serían liberados y quienes no se hubieran acogido a “la benevolencia del emperador Napoleón III”, no podrían seguir “como prisioneros, ni recibir los auxilios que hasta aquí les ha facilitado el gobierno francés”. Tampoco les facilitaría lo necesario para sus gastos, en pocas palabras, en un mes serían dejados a su suerte.

Huerta respondió que si no se acogieron a “la benevolencia” del emperador fue porque iba en contra de su deber, honor y amor a la patria. Sostuvo que la decisión de tratarlos como refugiados políticos se alejaba de la práctica internacional y el gobierno francés tenía la obligación de devolverlos al punto de donde los sustrajo, en vez de exponerlos a la miseria. Todos los grupos respondieron igual.

La presión fue en aumento. El 16 de junio, el comandante de la plaza de París les recordó que serían libres desde el primero de julio; que quienes firmaran recibirían su pensión hasta el día en que se les repatriara y si se negaban podrían seguir en Francia, pero sólo si tenían medios para sobrevivir. Si no, se les llevaría a un puerto mexicano entregándolos a los mandos imperiales. Se ofreció también a pagar el traslado a cualquier punto de la frontera de Francia a quienes quisieran irse por su cuenta. Un grupo aceptó el transporte, pese al riesgo de ser encerrado en San Juan de Ulúa y no poder ayudar a defender la república. Otros decidieron trasladarse a España, por lo cual recibieron la pensión del mes de junio y el valor del pasaje hasta Bayona.

Conforme se acercaba el primero de julio, el general Huerta se sintió más preocupado. Acudió a Manuel Terreros, un empresario mexicano que residía en París, quien le facilitó $6 500.00 francos y obtuvo ayuda de los demás mexicanos en esa ciudad. Pero lo reunido, más lo que él puso, sólo alcanzaba para unos pocos, de modo que pidió a los 27 oficiales de Tours zarpar desde San Sebastián a Estados Unidos y ahí ponerse a las órdenes de Matías Romero. No pudieron más que pagar el pasaje a Cuba, con el deber de cubrir lo faltante quince días después de su arribo.

El grupo partió en la corbeta Conchita el 18 de julio de 1864. En La Habana se topó con el general Manuel Doblado, quien sufragó su deuda y compró el pasaje de 25‒dos estaban enfermos‒ en una goleta inglesa hasta Matamoros. Al arribar el 17 de septiembre, no pudieron descender pues la escuadra francesa bloqueaba el puerto y, con el temor de ser detenidos, pidieron protección a un vapor estadunidense que los llevó a la isla del Brazo de Santiago. Allí estuvieron más de tres semanas, asilados por las autoridades de la Unión, que les dieron tiendas de campaña y comida. Poco a poco se marcharon. Algunos a Matamoros, pese a seguir ocupada, otros se quedaron con la mira de viajar a sus estados tan pronto pudieran y 17 eligieron Nueva Orléans, a donde llegaron el 15 de octubre. Ahí pidieron al cónsul de México ayuda para volver, pero este tenía recursos limitados. El regreso parecía imposible, pues el gobierno de Juárez se había refugiado en Chihuahua, casi todo el territorio estaba invadido por el enemigo y deberían atravesar grandes distancias para alcanzarlo. Acudieron por ayuda al departamento militar del golfo de México, afirmando que el gobierno mexicano o ellos mismos responderían por lo que les prestaran.

Por fin, uno viajó a Matamoros y cinco se quedaron en Nueva Orleans, pues habían arreglado su regreso. Once llegaron a Nueva York el 17 de noviembre y, después de un mes, el 20 de diciembre, partieron para Tabasco, a bordo de un bergantín inglés que accedió a cobrar en la aduana cuando llegaran. El 10 de febrero fueron recibidos con festejos en San Juan Bautista. “Este memorable día –escribió el coronel Cosme Varela– fue el primero en que pisé el suelo de mi adorada patria”.

Faltaba resolver la suerte de quienes seguían en Franciay que alrededor del 8 de julio recibieron la comunicación de que debían marcharse, a más tardar al otro día a las 15:30 horas, pues de no hacerlo irían a prisión. Y, como si no bastara, el capitán Rafael Cano, quien encabezaba al grupo de Bourges, informó el 11 de julio al general Huerta que, al saber que el gobierno de Napoleón III dejaría de abonarles la pensión, casi todos los dueños de las casas en que vivían se habían cobrado con su ropa. Le avisaba que, ante tal situación, emprenderían el recorrido de 557 kilómetros hasta Bayona y ahí aguardarían sus órdenes. Para evitar que los arrestaran en esta población, Huerta les facilitó lo necesario para que cruzaran la frontera y esperasen en San Sebastián.

La mayoría partió para España, dejando atrás deudas con comerciantes que les habían provisto de ropa y artículos de primera necesidad. Sólo unos cuantos siguieron en Francia pues pudieron arreglárselas para sobrevivir en ese país y volver por su cuenta.

España

En España, 40 oficiales mexicanos se ganaron el aprecio de los vecinos. Sin embargo, su situación era tan difícil que cuando uno falleció en el hospital de caridad, sus compañeros se repartieron la ropa que dejó tan pronto regresaron del cementerio. Pero les ayudó, escribió después Juan de Dios Peza, “hablar la lengua de sus padres y estar al amparo de la proverbial y nunca desmentida hospitalidad castellana”.

Para enfrentar la miseria, en enero de 1865 formaron una asociación y se obligaron a trabajar en lo que pudieran –como albañiles o agricultores–; llevar una caja común; colocar en un banco o casa de comercio lo que les sobrara, a fin de hacer un fondo para volver juntos a México, salvo si algunos podían adelantarse, en cuyo caso se haría un sorteo para decidir quién se marchaba antes.

Entre tanto, en París, Huerta no ahorraba esfuerzo, trabajo, trámites y gastos para procurar el regreso de sus compatriotas. Acudió de nuevo a los mexicanos, de quienes poco pudo reunir, por lo que el 12 de julio pidió apoyo a Jesús Terán, el ministro en Londres, quien solo pudo enviar $3 000.00 de su bolsillo. Viajó a Cádiz y San Sebastián para arreglarse con algún buque y ver si los amigos de México le hacían un préstamo. Comisionó a dos oficiales para viajar a Washington a hacer ver a Romero la situación de sus compañeros y conseguir recursos. Escribió a Juárez y al ministro de Guerra, insistiendo en la “fuerte miseria” de quienes, “fieles a la causa nacional, sufren en España […]”. Por último, convenció a Terreros de pagar ambos el regreso de sus compatriotas y así lo hicieron.

Por fin, el 27 de febrero de 1865, 39zarparon en el vapor Elena desde San Sebastián, por Liverpool, a Nueva York. Romero, quien dispuso entonces de una suma recaudada en Chile para México, los envió a Acapulco, vía Panamá, donde se reunieron con el general Juan Álvarez, aunque los nativos de Sonora y Sinaloa siguieron a San Francisco y de ahí volvieron a su terruño.

Terminaron así los quebrantos de nuestros prisioneros de guerra. Sin duda, el recuerdo que trajeron de Francia no fue el mejor. No sólo porque Napoleón III había invadido su país, sino por el maltrato a que los sometió durante su destierro, desde la salida de Puebla hasta su estancia en las poblaciones que los recibieron, dándoles una pensión limitada, presionándolos para que firmaran un juramento que los deshonraba y echándolos de su territorio cuando perdieron el estatus de prisioneros de guerra.

PARA SABER MÁS

  • Carretero Madrid, Jorge (Ed.) , Prisionero de guerra del imperio francés. Diario del teniente coronel Cosme Varela. Episodio histórico ocurrido durante la intervención: 1863-1865, Puebla, Consejo Estatal para la Cultura y las Artes y Fototeca Anticua, 2012.
  • Huerta, Epitacio, Apuntes para servir a la historia de los defensores de Puebla que fueron conducidos a Francia; enriquecidos con documentos auténticos, México, Imprenta de Vicente G. Torres, 1868, en https://cutt.ly/qwqoB568
  • Romero, Matías, Apuntes para formar un bosquejo histórico del regreso a la república por los Estados-Unidos de algunos de los prisioneros mexicanos deportados a Francia, acompañados de documentos oficiales para rectificar los apuntes de Sr. D. Epitacio Huerta, México: Imprenta del gobierno, en palacio, 1868, en https://cutt.ly/cwqoNsxQ
  • Suárez Argüello, Ana Rosa, “Prisioneros mexicanos en Francia (1863-1865)”, Ronald Soto-Quirós e Isabelle Tauzin-Castellanos, ed., Migraciones, viajes y transferencias culturales: huellas de movilidades entre México, Centroamérica, Francia y España (1821-2021), Puntarenas, Costa Rica, Editorial de la Sede del Pacífico, Universidad de Costa Rica, 2022, pp. 119-139, en https://cutt.ly/CwqoNQQy

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