Pioneros mexicanos en el cine de Hollywood

Pioneros mexicanos en el cine de Hollywood

Dionné Valentina Santos García Escuela Bancaria y Comercial

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 35. 

Dolores del Río, Lupe Vélez y Ramón Novarro abrieron las puertas para triunfar entre los años 20 y 30 del siglo XX en los set de los ángeles. y de allí saltaron a la escena mexicana, como estrellas. pero a quienes intentaron seguir ese camino no les resultó sencillo. la industria cinematográfica mexicana, pobre de recursos y profesionales, tampoco ayudaba para quienes pretendían hacer el camino inverso: descollar en México y ganarse un lugar en la meca del cine mundial.

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En las primeras décadas de la industria del cine, Hollywood se consolidó como un territorio al que artistas de todo el mundo, o simples soñadores, anhelaban llegar. Entre 1920 y 1930 fueron especialmente exitosos para las producciones estadunidenses, aunque despuntaban también las francesas, alemanas, inglesas e italianas. Por el contrario, en México las filmaciones eran escasas y, por si fuese poco, con frecuencia objeto de descalificaciones en la prensa, pues se trataba de realizaciones de factura poco profesional en las que el productor debía dar por perdida su inversión, de manera que las películas extranjeras eran las favoritas del público. Los medios impresos y el público en general parecían preguntarse: ¿y en México, cuándo habrá buen cine? Esta inquietud fue alimentada por el éxito de tres astros mexicanos que cosecharon grandes triunfos en los estudios hollywoodenses, al grado que los cinéfilos que abarrotaban cines como el Palacio, el Monumental o el Granat pensaron que nuestro país podría fabricar con relativa facilidad astros de exportación.

En general, la cartelera de aquellos años se componía de largometrajes extranjeros, pues las producciones mexicanas no llenaban los requisitos mínimos de calidad ni tenían tras de sí a distribuidores poderosos. Excepcionales fueron dos filmes que despertaron cierto reconocimiento de los reporteros: El tren fantasma (1927), una película que, según se promovió en la prensa, “fue hecha por ferrocarrileros” –y en la que participaron estos— , y El secreto de la abuela (1928), de la realizadora Cándida Beltrán y Rendón (“Candita”), una joven yucateca de ojos claros y porte distinguido que logró convocar en la premier a funcionarios públicos y a quien podemos considerar como una de las primeras directoras mexicanas. De estas dos cintas sólo se conserva una versión restaurada de la primera; ambas recibieron un trato amable por parte de los críticos (en contraste con otras producciones mexicanas), pero también dejaron en claro que el problema del cine mexicano era justamente que no se consolidaba como una industria y, mientras no fuera un negocio formal, los deseos de espectadores, cineastas de ocasión y periodistas estaban lejos de concretarse. En suma, no marcaron hitos en la producción nacional y sus protagonistas tampoco tuvieron continuidad, salvo Carlos Villatoro (protagonista de El Tren fantasma) quien lograría colocarse como actor, ayudante de director y realizador en la etapa más fructífera del cine mexicano.

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Las ansias de tener a estrellas locales en las marquesinas mexicanas, previa consagración en Hollywood, fue estimulada por las carreras de Dolores del Río, Lupe Vélez y Ramón Novarro: la prensa seguía sus pasos y, casi siempre para referirse a ellos empleaba pronombres posesivos (“nuestra”, “nuestros”, “nuestros”) que expresaban el orgullo de que estos compatriotas hubieran conquistado un territorio siempre hostil a los mexicanos y de que en el camino hubieran dejado atrás a muchos rivales estadunidenses (fue el caso de Lupe Vélez, quien despuntó con éxito del concurso Wampas, que era la plataforma de las nuevas estrellas hollywoodenses, y que en su versión mexicana sirvió para lanzar a beldades como Esther Fernández y Rita Macedo). Semanarios como Revista de Revistas y El Universal Ilustrado, aunque competían entre sí, en algo coincidían: en dar un tratamiento cariñoso a “la niña Lupe”, “nuestra gran artista Dolores del Río” o “nuestro amanerado compatriota Ramón Novarro”. Por cierto, este último tuvo durante años una relación ambivalente con los reporteros mexicanos, quienes lo mismo lo elogiaban que lo tachaban de inaccesible o engreído (opiniones que tendían a matizarse cuando el propio Novarro aceptaba dar entrevistas). Sin embargo, su personalidad enigmática y sus películas, que lo mismo eran un imán para multitudes en las grandes ciudades de Estados Unidos que en México, hicieron que los reporteros perdonaran sus desaires. Los amantes del cine en México creyeron posible que las estrellas del cine nacional trascendieran las fronteras con una identidad propia y de que a partir de esta se rompieran estereotipos y crearan figuras. Tales intentos fracasaron porque parecieron omitir que tanto Dolores del Río como Ramón Novarro (ambos duranguenses y primos) gozaban de contactos que facilitaron su acceso a Hollywood y, aunque “Lolita” llegó sin hablar inglés, con sus exquisitas maneras y extraordinaria belleza no tardó en convertirse en una de las damas jóvenes más codiciadas por los grandes estudios. Se trataba de dos presencias de enorme fotogenia que podían dar diferentes tipos étnicos y cumplir como protagonistas de historias exóticas situadas lo mismo en Rusia que en las islas del Pacífico.

El éxito de estos actores mexicanos en la meca del cine mundial hacía abrigar esperanzas de que los estudios mexicanos dotaran a las salas nacionales de productos propios, dignos de competir en cantidad y calidad con los filmes hollywoodenses y europeos, y que las historias filmadas fueran representaciones de un pueblo con raíces indígenas, unificado, capaz de ajustarse a la vida moderna sin perder su esencia. Se creía factible, y hasta fácil, repetir el éxito que habían conseguido los tres compatriotas en suelo estadunidense. De los muchos aspirantes, Guadalupe Vélez lograría colocarse, sin proponérselo, en un lugar de privilegio en los estudios y regresó a México a convertirse en leyenda por protagonizar una historia capital para iniciar la industria cinematográfica mexicana: Santa, la primera película hablada de calidad, que sintetizó años de esfuerzos. Pero antes de explicar el porqué de su éxito, recordemos a sus antecesores.

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Lupe, Dolores y Novarro

De Lupe Vélez se ha escrito mucho, sobre todo porque por más de 70 años su suicidio ha dado lugar a toda clase de especulaciones. Lo cierto es que, en su corta existencia, esta potosina con talento para el canto y el baile supo conquistar con habilidad y gracia a los productores, al exigente público y a cotizados galanes del país vecino del norte. Sin embargo, su calidad de estrella se apagó demasiado pronto, en parte por sus escándalos y su abierta sexualidad, que resultó intolerable para la moral conservadora de Estados Unidos. “La niña Lupe” era vista con simpatía por los periodistas mexicanos de espectáculos que atestiguaron sus inicios en el Lírico, aunque algunos cronistas, como Salvador Novo, la vieran con ojos clasistas (“la post-epiléptica Lupe”), pues no poseía el origen aristocrático de Dolores del Río. Pero ella tenía carisma y gran poder de seducción en la pantalla, como lo mostró en The Gaucho, un gran éxito de taquilla estelarizado por Douglas Fairbanks.

Los romances de Lupe, uno de ellos con Gary Cooper durante la filmación de Wolf Song (1929), y su matrimonio con Johnny Weismuller (Tarzán), fueron vistos con desagrado por la hipócrita sociedad hollywoodense, que censuraba las relaciones interraciales. La vida desenfrenada determinó que Lupe Vélez descendiera paulatinamente en su calidad de estrella. Ante tal situación, el retorno a México fue una opción viable. Contratada para filmar La Zandunga en 1937, Lupe volvió en medio de un mar de periodistas que la acompañaron hasta el bungalow que le construyeron en los estudios CLASA, para que viviera a gusto durante la filmación de esta cinta dirigida por el gran Fernando de Fuentes.

Esta figura potosina concluyó su carrera y su espiral descendente un día después de su santoral, en 1944. Su embarazo, la obligó a tomar tal determinación.

Sin duda, la personalidad más perseguida por la prensa y los cinéfilos mexicanos fue la joven y bella Dolores del Río, quien alcanzó un estatus de estrella que por décadas no igualarían otras compatriotas, ni siquiera Katy Jurado, reconocida en años posteriores por su capacidad histriónica. De alta alcurnia, la joven Dolores Asúnsolo era una mujer distinguida que por las relaciones de su marido pudo acceder, sin proponérselo, a la farándula hollywoodense. Invitada a viajar a Hollywood por el productor Edwin Carewe, esta joven de sociedad fue estrella de películas muy redituables tanto en la era silente, con Resurrection (1927) o Ramona (1928, en la que por cierto interpretaba a una mexicana), o en la etapa sonora, con Ave del Paraíso (King Vidor, 1932) y Volando a Río (Thornton Freeland, 1933), entre muchas otras.

En 1942 regresó a México para revitalizar su carrera y además colaboró en actividades en favor de la niñez. Por ejemplo, en los estudios CLASA organizó entregas de juguetes y se comprometió tanto con esta causa que ayudó a fundar la estancia infantil de la Asociación Nacional de Actores, que hoy lleva su nombre. Hasta su muerte en 1983, mantuvo un estilo de vida acaudalado y el aprecio de la prensa y la sociedad en general.

Ramón Novarro, en realidad apellidado Gil Samaniego, protagonista de cintas fundamentales como Ben Hur (Fred Niblo, 1925), El príncipe estudiante del Viejo Heidelberg (Ernst Lubitsch, 1927) supo invertir su capital para vivir bien en los años en los que su estrella se apagaría. Viajó constantemente a la ciudad de México y fue invitado de honor en eventos como la inauguración del Palacio de Bellas Artes en 1934. Sólo colaboró en el cine mexicano en la cinta La virgen que forjó una patria ( Julio Bracho, 1942), un drama compatible con su profunda fe católica. Novarro murió en el olvido, asesinado por un prostituto en su residencia de Laurel Canyon, cerca de Los Ángeles, California, el 30 de octubre de 1968. Su muerte inmerecida y cruel no opaca en nada su legado como actor de calidad en una época clave del cine.

Certamen cuestionado

Como se ve, la carrera de estos tres personajes, compleja y fascinante, resultó ideal para trascender y alimentar el imaginario de los espectadores de los años 1920. Sin embargo, continuar dotando de estrellas mexicanas a los estudios hollywoodenses fue complejo. Con ese objetivo, en 1927 el semanario El Universal Ilustrado lanzó su concurso Cecil B. de Mille para hallar una estrella femenina que se integrara al cine estadunidense. Las condiciones eran al parecer sencillas de cumplir para las aspirantes, pues se fijó como requisito carecer de experiencia en el cine; además, debían ser mexicanas de nacimiento, no menores de 16 años ni mayores de 24 años y, sobre todo, saludables, a fin de comprometer su trabajo (de haberlo) en alguna película. La ganadora contaría con la ventaja adicional de no tener que hablar inglés forzosamente pero, si a juicio del afamado director y productor De Mille, tenía aptitudes, debía dedicar todos sus esfuerzos a aprender esta lengua.

En la realidad, las participantes, al contrario de lo que señalaba la convocatoria, no podían inscribirse espontáneamente, pues requerían de una sala cinematográfica que las patrocinara. Así, los cines Isabel, Monumental y Palacio lograron colocar a sus representantes como favoritas. Sin embargo, en la fase semifinal, la enviada por el cine Granat: una joven de 19 años cuyo nombre resultaba poco adecuado para las pretensiones comerciales de los organizadores: Gloria Petris de Saint Amand, captó la atención de la prensa. En semanas posteriores se la anunciaría como ganadora absoluta con un nuevo nombre artístico, más pronunciable y acorde con el mercado al que se buscaba representar: Gloria de Cota.

El certamen en cuestión tuvo matices evidentemente racistas y clasistas: algunas participantes fueron segregadas por el mismo semanario, dada su condición económica (las crónicas daban nulas esperanzas a las que llegaban en su “fordcito”) y se dio preferencia a una concursante que de autóctona tenía muy poco, pese a que en las bases se buscaba a una joven “mexicana de nacimiento”.

La joven Gloria, de facciones finas y total inexperiencia, lograría despuntar sólo como anunciante de todo tipo de enseres comerciables: desde cerveza, hasta radios, pasando por modas parisinas. Aun los lotes en la colonia Industrial, con su respectiva maqueta, fueron objeto de sus recomendaciones. La carencia de datos posteriores hace sospechar que su carrera en Hollywood quedó en un intento por consagrar a una chica más al gusto mexicano que al ojo de los productores estadunidenses.

Dos éxitos

No obstante los decepcionantes resultados, en 1928 los representantes de la compañía cinematográfica Fox organizaron un nuevo concurso fílmico para descubrir a la ansiada estrella mexicana. Esta vez, el jurado sí dio en el clavo con sus dos ganadoras: Lupita Tovar y Delia Magaña, quien aunque intentó dar el salto a Hollywood se encontró mejor en el teatro de revista mexicano. Lupita, por el contrario, fue adoptada por el cine estadunidense como dama joven para versiones en español de películas en habla inglesa. Así, fue la protagonista de la Voluntad del muerto (Enrique Tovar Ávalos, George Melford, 1930) y Drácula (Enrique Tovar Ávalos, Geoerge Melford, 1930). Su visita a México, a fines de 1930, fue un verdadero suceso, siendo recibida por una multitud en la estación Colonia. En esa ocasión tuvo un encuentro con uno de los grandes escritores de México: Federico Gamboa. Ambos, junto con el periodista Carlos Noriega Hope, recorrieron los rincones de Chimalistac, donde se desarrollaba la novela Santa. Ahí, el literato le presentó a Emeteria, la lavandera anciana que le inspiró a la protagonista de la novela Santa, aunque jamás se dedicó a la vida galante y por el contrario había compartido juegos e historias con Gamboa cuando éste era pequeño. Para concluir la visita, los tres llegaron al cementerio. Lupita se arrodilló para rezar y, como se negaba a creer que Santa no existiera, riendo Federico Gamboa, le contestó: “pues invóquela usted”. Lupita la invocó y Santa llegó al cine Palacio el 30 de marzo de 1932 en la forma de la primera cinta sonora, misma que inmortalizó en nuestro país a una mexicana exitosa.

Como se puede ver estos personajes, sentaron los antecedentes para que posteriormente actores, fotógrafos y directores mexicanos llegaran al cine estadunidense logrando el reconocimiento sin importar su origen

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