Darío Fritz
Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México núm. 24.
Los que nacieron con el ferrocarril a un paso de sus casas o formando parte de sus vivencias personales –subir en él para vacacionar, visitar familiares, asistir a una cita médica importante–, saben de los ritos que podía generar y el respeto que deparaba. Desde preparar maletas, llegar con anticipación a la estación, instalarse a conversar en la sala de espera, divagar por los acompañantes que la fortuna deparaba para la travesía (especialmente para los pasajeros de poblaciones intermedias que subían sin asientos numerados) o si la calefacción ayudaría a hacer más soportables las noches gélidas. El andén de una estación ferroviaria podía ser bullicioso, y nadie dejaba de otear en el horizonte para ver al filo de las vías si aquella mole de hierro se acercaba. Un punto de luz en la inmensidad lo delataba en la noche; el vibrar de los durmientes o un pitido perdido lo hacía reconocer en el día. Pero su entrada a una estación siempre era triunfal. Nadie se animaría a llamarle la Bestia. Todos callaban a su paso, sinónimo de respeto y gratitud, o una necesidad ante el estruendo ensordecedor. El olor particular del combustible y de los frenos de la locomotora invadían con su aura, diferente del que se sentía dentro de los vagones. El rito continuaba: mientras los pasajeros se acomodaban en sus asientos y hasta algún familiar subía a ayudar, especialmente hombres, abajo los más curiosos caminaban junto al convoy para ubicar a conocidos de otros pueblos o descubrir nuevas caras. Era también una forma de sociabilizar. Tres personajes eran clave en la llegada del tren: el jefe de estación, tan respetado como el jefe policial del pueblo, el guarda y uno casi invisible pero imprescindible, el maquinista. Serio y concentrado observaba todo el tiempo el horizonte, atento a que nada se le atravesara sobre las vías. Tenía su glamour, como el de los pilotos de aviones actuales, aunque eran su antítesis. Desconocidos para el pasajero, vestían overol, se engrasaban con tanto fierro que manipulaban y como cumplían funciones de mecánicos, sus manos distaban de estar sedosas. El glamour lo alimentaba el poder de conducir hasta un nuevo destino. Ese era el caso de Guillermo Fernández (manos en la cintura en la imagen) posando junto a su equipo en la locomotora que en los años veinte cubría el recorrido México-Veracruz. Después de haber sido uno de los reprimidos en la huelga de Río Blanco, sumarse a la revolución y sufrir la persecución de los huertistas, en tiempos de paz ya pudo dedicarse a su pasión de la infancia: manejar locomotoras. Al pasar por Orizaba gozaba con tocar el silbato y que le saludaran. Allí estaba Luz del Carmen Bravo, que corría desde su casa cercana. En poco tiempo se casarían y tendrían dos hijos. El 22 de octubre de 1921 el maquinista enamorado le envió esta foto con dedicatoria, una postal de su otra pasión.