La rebelión fallida de Francisco Murguía

La rebelión fallida de Francisco Murguía

Edgar Sáenz López
Dirección de Estudios Históricos – INAH

Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 60

El zacatecano Francisco Murguía López de Lara fue uno de los generales más connotados durante el proceso revolucionario. Leal a Venustiano Carranza desde los tiempos de lucha contra el huertismo, sus triunfos en el campo de batalla fueron fundamentales para consolidar la victoria de la facción constitucionalista y permitirle gobernar el país.

Francisco Murguía en su oficina, retrato, ca. 1916, inv. 22957, SINAFO-FN. Secretaría de Cultura-INAH-MÉX. Reproducción autorizada por el INAH.

En 1915, después de sonados triunfos contra Francisco Villa en El Bajío, Murguía ganó mucha fama. Tras el establecimiento del constitucionalismo en forma de gobierno, fue comisionado para enfrentar a los restos del ejército villista que, en forma de guerrillas, operaban en el norte del país. La encomienda finalizó en 1918; si bien no pudo exterminar definitivamente al villismo, fue el general que más daño infringió a su estructura militar.

A pesar de ser uno de los hombres fuertes y de confianza del presidente Carranza, la situación del zacatecano no era del todo favorable, ya que había tenido roces con uno de los generales más poderosos del país: Álvaro Obregón. Los enfrentamientos comenzaron desde los tiempos de lucha contra el villismo, pues cada uno proponía estrategias militares distintas. En 1915, Murguía se negó a entregar al general Lucio Blanco a Obregón para que fuera fusilado, y el sonorense no pasó por alto este desafío a su autoridad. La tensa relación entre ellos se agravó en marzo de 1920 con el estallido de la rebelión de Agua Prieta. Murguía no secundó el movimiento, permaneció leal al lado carrancista, y fue incluso nombrado jefe de la Columna de la Legalidad, que pretendía llevar al presidente a Veracruz para establecer su gobierno.

Lealtad

Desde la defección de los hombres del Plan de Agua Prieta, Murguía tuvo claras sus lealtades: no vaciló un momento en dar su apoyo al primer jefe y en emplear todas sus energías para tratar de revertir la hecatombe que se aproximaba.

Como jefe de la columna, tuvo que enfrentarse a muchos contratiempos causados por aquellos militares que pretendían detener el convoy carrancista que salió de la estación Buenavista el 7 de mayo de 1920. Murguía y su gente no soportaron la presión de sus contrincantes: en las estaciones de Aljibes y Rinconada tuvieron lugar importantes batallas que diezmaron notablemente a los carrancistas. Además, la voladura de vías hacía casi imposible que llegaran a su destino por ferrocarril.

Ante la complicada situación, la opción más viable para llegar a su destino era atravesar la sierra. Aprovechando las difíciles condiciones de los perseguidos, la traición se presentó en la figura de Rodolfo Herrero, quien, fingiendo una falsa lealtad a Carranza, se ofreció como guía para conducirlo por caminos seguros. Sin embargo, él y su gente acribillaron al presidente fugitivo la madrugada del 21 de mayo de 1920.

Tras el asesinato de Carranza, Francisco Murguía quedó a merced de los sonorenses, cuya persecución no tardó en llegar. Él mismo, como jefe de la Columna de la Legalidad, recibió el encargo de regresar a la capital con el cuerpo inerte del expresidente y, antes de llegar, fue capturado en Ecatepec. Se le acusaba de complicidad en el magnicidio, y poco a poco fueron acumulándose las instrucciones para privarlo de la libertad. Se le imputaron todas las faltas y abusos posibles. Se giraron instrucciones para que se le denunciara en cualquier lugar de la república. Entre otras cosas, se le acusó de desvío de fondos, abusos de autoridad y otros crímenes por los que se pretendía seguirle proceso, además de que se le retiró la investidura militar.

Prisión y exilio

Una vez capturado, Murguía fue encarcelado en la prisión militar de Santiago Tlatelolco. Es de suponerse que no fue fusilado por el respeto que el general conservaba en la milicia, pero esto tampoco fue suficiente para conseguirle una pronta liberación: permaneció detenido, del 23 de mayo al 21 de octubre de 1920, es decir, desde que cayó el régimen de Carranza hasta poco antes que terminara el interinato de Adolfo de la Huerta. La suerte le fue favorable y pudo escapar durante este breve lapso, pues con el gobierno de Álvaro Obregón difícilmente habría sentido los vientos de la libertad.

Tras su excarcelación, conseguida por falta de pruebas en su contra, la tranquilidad tampoco era una opción conveniente. Ante tal situación, decidió ponerse lejos del alcance de Obregón, quien intentó detenerlo. Durante su fuga, se sacrificaron algunos adeptos suyos que se negaron a dar cuenta de su paradero, entre ellos su hermano José Carlos Murguía, que fue pasado por las armas.

Finalmente, pudo refugiarse en San Antonio, Texas, donde se estableció por poco más de un año. Durante su exilio empezó a fraguar un movimiento para derrocar al gobierno del sonorense. Un primer esbozo de rebeldía llegó con el llamado Plan de Saltillo, fechado el 22 de enero de 1921. El documento dirigía una invitación a sus excompañeros del ejército constitucionalista a “tomar las armas para el restablecimiento del orden constitucional mancillado por jefes indignos y ambiciosos que no supieron ser leales a las instituciones y al gobierno”. De la misma forma, llamaba al pueblo mexicano a que se “levantara contra la usurpación, en defensa de los ideales por los que ha venido luchando desde 1910, y para dejar sentado el principio que jamás deberá gobernar a nuestra patria nadie que tenga manchadas las manos con sangre o la conciencia con la traición y con la deslealtad”.

Durante su estancia en Estados Unidos, Murguía recibió apoyo de parte de algunos mexicanos exiliados en aquel país, así como de muchos en México, que se encontraban inconformes y guardaban la esperanza de que él dirigiera un movimiento opositor. Sin embargo, rechazó el apoyo que los simpatizantes de Félix Díaz le ofrecieron, pues aceptar su ayuda habría sido traicionar los ideales de su levantamiento. Aceptó encabezar la rebelión y, a mediados de 1922, emprendió su regreso a México. En apariencia tenía un movimiento armado, muchos simpatizantes y una red de generales que habían emitido decretos de apoyo desconociendo al gobierno federal. El escenario se presentaba alentador, pero la realidad sería muy distinta.

Retorno y apoyos débiles

Francisco Murguía entró al país por el norte el 25 de agosto de 1922. En su imaginación, lo recibiría al menos un contingente de 1 000 hombres, tendría recursos y sin mucho esfuerzo podría encontrarse a las puertas de la ciudad de México. La realidad fue diametralmente opuesta: el general no obtuvo recursos, fueron apenas dos decenas de hombres los que se le anexaron y sus núcleos de apoyo se encontraban demasiado lejos y cercados por las tropas del gobierno como para poder prestarle apoyo.

La organización del movimiento de Murguía estaba muy bien resuelta en los planes. Los generales de la rebelión se distribuían a lo largo del territorio nacional, lo cual resultaba promisorio. El general Juan Carrasco estaba operando en la zona de Sinaloa y Nayarit, Manuel C. Lárraga y César López de Lara en La Huasteca, Líndoro Hernández en el estado de Hidalgo, Porfirio Rubio en Querétaro, Miguel Alemán y Cándido Aguilar en Veracruz, Aquileo Juárez en Chiapas, Carlos Greene en Tabasco y Yucatán, José V. Elizondo en Nuevo León, Rosalío Hernández en Chihuahua y Domingo Arrieta en Durango.

Desafortunadamente, lo llevado a cabo en las ideas no pudo trasplantarse a la realidad. Los rebeldes fueron maniatados por las fuerzas del gobierno y, si bien no eran exterminados, no se les permitía siquiera acercarse para apoyar a Francisco Murguía. Obregón jamás desestimó a los enemigos y dispuso los contingentes necesarios para no permitir moverse a los rebeldes. Uno a uno, estos núcleos fueron perdiendo fuerza hasta dejar a Murguía sin ninguna posibilidad de ayuda. Mientras esto sucedía, el jefe del movimiento intentaba avanzar con la esperanza de conseguir adeptos. Para ello, lanzó dos documentos en los que dejaba clara su posición contra el gobierno de Obregón y los motivos que lo llevaron a sublevarse.

Fechada justo a su ingreso al territorio nacional, Murguía emitió una carta abierta a Obregón, cuyo objetivo era justificar su descontento. Asumió la dirección del movimiento pues, a su decir, el gobierno del sonorense llegó a través de un cuartelazo y una vez instalado se había convertido en un mal régimen, inmoral, malversador de fondos, despilfarrador e indigno internacionalmente, nacido y sostenido por el crimen: “El más humillante y vergonzoso que ha tenido el país, que ha adoptado el asesinato como sistema fundamental”. Además, le atribuía una larga lista de asesinatos políticos cometidos durante este tiempo, entre los que destacaba el secuestro y asesinato del general Lucio Blanco. La declaración de guerra contra Obregón fue firmada con la frase: “De usted lealmente enemigo, Francisco Murguía”.

El otro documento fue el Plan de Zaragoza, que trazó los senderos de la rebelión y las acciones pertinentes en caso de triunfar. Este programa condenó la destrucción de la obra de Carranza, y de la reforma agraria, además de las imposiciones descaradas. Entre los puntos más importantes resalta que: se desconocían los actos del gobierno que en forma de crédito comprometían la soberanía nacional; en caso de triunfo los principales jefes serían los gobernadores provisionales en las entidades en las que operaban, y si hubiera más de un jefe, el general Murguía elegiría al gobernador; y se convocaría a elecciones de los poderes federales.

Rebelión fallida

Todos los jefes adeptos fueron derrotados, Murguía se quedó sin gente y el ejército lo persiguió tenazmente. En cuestión de días, los gobiernistas, empeñados en capturarlo, dieron con su paradero. Obregón no perdonaría las palabras que el “forajido” había vertido en sus postulados.

Fueron pocos los enfrentamientos que sostuvo Murguía. Ya que sus condiciones no le permitían lidiar contra un ejército que lo superaba ampliamente en número, el combate era su última opción, pero esa carta siempre podía ser la última de su juego. La estrategia de evasión le permitió no ser derrotado en un lapso demasiado breve. Los periódicos –con claras simpatías gobiernistas– anunciaron su persecución e informaron de los escasísimos combates que se perpetraron. En septiembre montó una ligera escaramuza en la población de Abasolo, Coahuila, y posteriormente se enfrentó a los federales en Piedritas, ubicada en Ocampo, Durango, lugar en el que pudo hacer huir a los militares, aunque gran parte de sus fuerzas, las que apenas llegaban a 70, fueron dispersadas o muertas.

La catástrofe para el movimiento llegó el 4 de octubre en un lugar llamado Jagüey del Huarache, en Mapimí, Durango, donde habían llegado gracias a un guía que les fue facilitado en la hacienda La Zarca. Sus exiguas tropas se disponían a descansar cuando fuerzas del general Gonzalo Escobar los alcanzaron y destrozaron. Tras su captura, los miembros de su estado mayor Ricardo Palacios y Abelardo Abrego fueron fusilados, y Alberto Salinas, reducido a prisión. Murguía y Eduardo Hernández, su segundo en jefe, lograron salir con vida, pero el golpe sufrido resultaba muy complicado de revertir. Pocos días después, Hernández, enviado por Murguía a buscar apoyo, fue asesinado por su asistente. El zacatecano se quedó solo ante el funesto desenlace que se precipitaba.

Delación y final

El destino llevó a Murguía a Tepehuanes, Durango. Solitario y en condiciones físicas muy desfavorables, fue acogido por el cura de aquel lugar, el párroco Jesús Cázares, el 20 de octubre. Tenía la esperanza de que, en algún momento, sus simpatizantes lograran encontrarse con el triunfo y él ponerse nuevamente al frente del combate. Sin embargo, Cázares le informó de la situación en que se hallaban todos los generales adheridos a la rebelión. Sabía, a través de la lectura de los diarios, que no había ninguna posibilidad de éxito y lo convenció de que la solución más racional era solicitar la amnistía ante el gobierno.

Murguía mantenía una relación cordial con el entonces secretario de Guerra y Marina, general Francisco R. Serrano, a través del cual intentó salvar su vida. La misión de entrar en contacto con Serrano le fue encomendada al señor Rómulo Gamboa, que llegó a la ciudad de México el 26 de octubre, pero cuyas gestiones a través de diferentes personas no dieron resultado hasta el 31, cuando logró entrevistarse con el secretario. Éste prometió gestionar la rendición del general vencido al día siguiente, en reunión con el presidente.

Pero no dio tiempo, pues, justo el último día de octubre, los generales Abraham Carmona y Miguel V. Laveaga, gracias a la delación de una persona cercana al párroco Cázares, tuvieron noticias del paradero de Murguía y emprendieron camino para capturarlo. Se presentaron en la iglesia de Tepehuanes a las 20:30. Murguía no opuso resistencia y manifestó a sus captores que, en esos momentos, un comisionado suyo trataba de negociar su rendición. La noticia se comunicó de inmediato al centro del país, rápidamente se le formó un Consejo de Guerra y en la madrugada del 1 de noviembre de 1922 fue condenado a morir fusilado ese mismo día a las 9 de la mañana. Antes de caer bajo las balas del gobierno, se dirigió a los soldados que tenía enfrente para comunicarles sus últimas palabras:

Ustedes tienen el honor, como yo lo tuve, de pertenecer al ejército de mi querida patria, sigan mi ejemplo, siendo siempre fieles al gobierno constituido. Si por azares del destino, México se viere hollado por planta extranjera, defendedle con todo el valor hasta derramar la última gota de vuestra sangre. El general en jefe me ha conferido el honor de que yo dirija mi propia ejecución, y tengo la suficiente entereza para mandarla; pero no lo hago porque no quiero suicidarme, pues a mí, óiganlo bien, no me fusilan, sino llanamente ¡me asesinan!

Francisco Murguía dejó de existir. Su lealtad a Carranza y sus diferencias irreconciliables con Álvaro Obregón fueron los motivos de la defección que ocasionó su muerte. Un personaje controvertido, acusado de abusos durante su carrera militar y en especial en la campaña contra el villismo (donde se ganó el mote de Pancho Reatas por su afición a colgar prisioneros), pero también uno de los pilares del triunfo constitucionalista contra el huertismo y el convencionismo.

PARA SABER MÁS:

Berrueto González, Arturo, Murguía. Paradigma de la lealtad, Saltillo, Coahuila, Gobierno del Estado de Coahuila, 2004.

Beteta, Ramón, Camino a Tlaxcalantongo, México, Fondo de Cultura Económica, 1961.

Urquizo Francisco, L., Los últimos días del general Murguía, México, Secretaría de Educación Pública, 1994. Valadés, José C., La Revolución y los revolucionarios, vol. 2, parte 1, La revolución constitucionalista, México, Instituto Nacional de Estudios sobre Historia de las Revoluciones en México, 2007 (Memorias y testimonios).

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