La génesis del ejército nacional

La génesis del ejército nacional

Eduardo Adán Orozco Piñón
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 46.

La guerra de independencia impulsó la creación del ejército nacional. Las fuerzas armadas sufrieron entonces transformaciones, derivadas de las disposiciones legales que se dictaron a lo largo de los once años de lucha y que fueron una base sustantiva para la constitución de las fuerzas armadas de la nueva nación.

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Las explicaciones tradicionales que nos ofrecen los historiadores sobre el periodo de la independencia siempre han mostrado las continuidades y rupturas en los once años de guerra civil; sin embargo, muy frecuentemente el estudio de esos aspectos deja de lado una realidad inamovible: la independencia fue esencialmente una guerra. Tengamos en cuenta que en todo conflicto bélico las fuerzas armadas se vuelven protagonistas, pues son ellas quienes detentan el ejercicio legítimo de la violencia. Así, para comprender este periodo bélico es necesario prestar atención a esas fuerzas para entender su composición, sus mecanismos de financiamiento, su justificación y utilidad política, su organización y, sobre todo, sus implicaciones en la conformación del México independiente y del primer ejército nacional. Para ello adentrémonos en un recorrido de las trasformaciones de las fuerzas armadas durante los once años de la guerra de Independencia a través de las diversas disposiciones legales que habrían de ser la base del primer ejército mexicano.

La organización militar (1768-1810)

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Tengamos en cuenta que el ejército se divide en dos grandes rubros: el permanente, que siempre está listo para entrar en acción, y las fuerzas de reserva o auxiliares, que son llamadas en caso de ser necesario y funcionan como apoyo en las operaciones del primero. Por lo tanto, es pertinente entender la estructura de ambas fuerzas en la Nueva España de finales del siglo XVIII, pues ambas entraron en operación en 1810 para combatir la rebelión de Miguel Hidalgo.

La historia de las fuerzas armadas novohispanas, en un sentido moderno, se inicia durante el reinado de Carlos III, cuando se implementó una serie de cambios en cuestiones político-militares que buscaron crear una estructura burocrática para fortalecer la figura del rey y centralizar el poder, poniéndolo todo en manos del monarca, así como mejorar la extracción de riquezas obtenidas de los territorios americanos y organizar un aparato defensivo y coercitivo que se encargara de reforzar la autoridad del Estado. Estos cambios llegaron a Nueva España con la ordenanza de 1768 y el Reglamento para las Milicias de Infantería y Caballería de la Isla de Cuba de 1769. En términos militares, el virreinato no contaba con un ejército permanente, por lo que el control de la seguridad interior estaba a cargo de los cuerpos milicianos en las costas, que eran organizados en ocasiones de peligro y administrados por las diversas regiones en donde operaban. La ordenanza de 1768 creó al primer ejército permanente –también llamado “de línea”–, y tuvo la intención de regular la conducta de los militares, brindando conocimientos tácticos, logísticos y estratégicos para hacer la guerra de forma sistemática y organizada.

Por su parte, el Reglamento de 1769 buscaba preparar a los súbditos para que, en tiempos de crisis, apoyaran a las fuerzas regulares o permanentes en la defensa imperial. Este sistema defensivo buscaba crear en un liderazgo efectivo, a través de entrenamientos regulares y la creación de un espíritu de cuerpo, es decir, una identidad propia. Cada regimiento miliciano debía contar con al menos un cirujano y un capellán, pues la religión seguía siendo un elemento común en todo el imperio. Se enfatizaba en la disciplina, que debía ser igual para todas las tropas, y se entrenaba únicamente los domingos por la mañana. En última instancia, este modelo de milicias pretendió que las colonias se defendieran por sí mismas en caso de ataques extranjeros.

Una vez establecidas las fuerzas permanentes (ejército de línea) y las auxiliares (milicias provinciales y urbanas), a finales del siglo XVIII se inició un debate sobre el modelo defensivo más apropiado para Nueva España. Destacaron dos posturas. La primera corresponde al llamado Plan Crespo, formulado por el coronel Francisco Crespo, quien tenía trece años de servicio en América en el momento de formular su plan. El autor señaló la necesidad de que el ejército tuviera una gran flexibilidad, mediante un equilibrio entre las fuerzas regulares y milicianas, para responder a cualquier tipo de amenaza.  La propuesta era fortalecer los cuerpos milicianos para volverlos más eficaces, pues se comprendía que la espina dorsal del sistema defensivo debía recaer sobre ellos.

La segunda postura fue apoyada por el virrey segundo conde de Revillagigedo, quien propuso dar al ejército permanente más responsabilidad defensiva al mantenerlo en estado óptimo, bien organizado, armado y apoyado por pocos cuerpos milicianos. Se restaba importancia a los regimientos de milicia por el temor de las autoridades de que, al armar a las castas, éstas se rebelaran. Durante el gobierno del virrey marqués de Branciforte, se retomó el proyecto de Crespo, aunque se procuró alejar a las castas del servicio de las armas. Esta fue la estructura militar que prevaleció hasta el estallido del movimiento de independencia.

De manera paradójica, el proceso de militarización iniciado a raíz de las Reformas Borbónicas, que buscaba centralizar el poder imperial, produjo un resultado opuesto. Las élites criollas de Nueva España incrementaron su poder político al participar en la organización de las milicias, logrando hacerse con el control de ellas a través de la compra de puestos de comandantes y oficiales.

Transformaciones durante el conflicto armado (1810-1820)

Como es bien conocido, en 1810 criollos descontentos se reunieron en la ciudad de Querétaro para planear un movimiento contra el gobierno virreinal. El cura Miguel Hidalgo fue invitado, dando un matiz diferente a la conjura al abogar por una completa independencia. La conspiración fue descubierta y ante la imposibilidad de organizar una fuerza disciplinada que sostuviera el movimiento –como lo buscaban Ignacio Allende y Juan Aldama–, los insurgentes recurrieron al reclutamiento masivo. Campesinos, mineros, artesanos y trabajadores de todas las clases constituyeron el grueso de sus fuerzas.

Cuando estas huestes comenzaron a movilizarse en el Bajío novohispano, el gobierno virreinal se vio forzado a recurrir a todas las corporaciones militares existentes que, por primera vez, entraron en acción de manera conjunta. Se constituyó así un verdadero ejército de operaciones, conocido como ejército realista aunque, como se verá más adelante, el nombre de “realista” no es del todo correcto. Los cuerpos auxiliares ya existentes también fueron movilizados: las milicias provinciales y urbanas, las corporativas (como las del Consulado de comerciantes) y las fuerzas costeras y presidiales. Además, se crearon nuevos cuerpos formados por voluntarios, como las compañías patrióticas y los defensores de Fernando VII, organizados para demostrar su lealtad al rey y combatir a los rebeldes. Estos voluntarios fueron considerados fuerzas irregulares y en cuestiones de reglamentación estuvieron más cerca de las milicias que del ejército permanente.

Por otra parte, la primera insurgencia, encabezada por Miguel Hidalgo, no logró crear un ejército bien organizado; en vez de ello, sus fuerzas eran una amalgama popular sin disciplina ni armamento y sin mandos bien jerarquizados. Sin embargo, gradualmente sus líderes se apegaron a lo estipulado en las Ordenanzas militares españolas para instruir a la gente en el servicio de las armas y evitar los abusos de los soldados contra la población civil. De esta manera, ambos contendientes compartieron una cultura militar y una identidad –de ahí que este conflicto adquiriera tintes de guerra civil–, por lo que no es difícil comprender el por qué los insurgentes acataron, con pocas reservas, un documento jurídico creado por el régimen al que combatían.

Debido al éxito inicial del movimiento independentista, la estructura militar novohispana tuvo que reformarse para combatir a los rebeldes. En mayo de 1811, el futuro virrey Félix María Calleja ideó un plan de contrainsurgencia. El Reglamento político militar –también conocido como Plan Calleja– señalaba la creación de nuevos “cuerpos urbanos” para proteger los pueblos que los realistas habían recuperado; también se anunciaba la fusión de las compañías de voluntarios en la llamada Compañías Patrióticas, y siendo conocidos sus integrantes, en la época, con el simple nombre de “patriotas”. El Plan otorgaba así un brazo armado a los diferentes poblados de Nueva España, mientras que el ejército permanente quedaba libre para destruir a “las gavillas que por su número dan que temer a los pueblos”.

En cada ciudad, villa o pueblo se nombraría un comandante de armas, quien estaría encargado de organizar los cuerpos urbanos de caballería o infantería, en el que deberían servir los vecinos con sus propias armas y uniformes. Su objetivo era “observar… la más exacta y severa policía, arreglándose a los bandos de la materia y a las circunstancias”. De manera similar, el Plan Calleja estipulaba la organización de compañías rurales encargadas de vigilar “los caminos de su distrito, arrestando a los sospechosos”, que fueron conocidas con el nombre de compañías “volantes” o “sueltas”.

Para que este proyecto resultara efectivo, se tuvo que fusionar el mando político con el militar en cada provincia. Así, los comandantes militares al servicio del gobierno virreinal adquirieron gran poder en las regiones de su mando, lo que propició actos de corrupción y abusos por su parte de los comandantes y por sus subalternos, siendo un ejemplo Agustín de Iturbide, de quien llovieron quejas por sus actos irregulares mientras fue comandante de Guanajuato. Con el Plan Calleja la población civil se vio ampliamente involucrada en el conflicto armado y, por si fuera poco, se puso fin al sistema de castas en el ámbito militar: la separación étnica quedó atrás pues las circunstancias obligaban a que todos los varones participaran en un mismo cuerpo para su propia defensa. Por otra parte, el documento estipulaba que la elección de los oficiales de los nuevos cuerpos armados debía hacerse de manera democrática entre sus miembros. En cuanto al financiamiento de estos cuerpos, cada localidad debía hacerse cargo de los costos de la guerra, lo que significaba que el gobierno central se desligaba de su sostenimiento, con lo que se dejó en el ámbito regional el control de las numerosas milicias de reciente creación. Los ánimos centralistas plasmados en los reglamentos del siglo XVIII comenzaron a desmoronarse, la capital del virreinato perdió el control de sus fuerzas armadas, mientras que los pueblos, villas y ciudades de las provincias se hacían de él.

Durante la guerra de independencia las milicias urbanas creadas por el Plan Calleja y los cuerpos de realistas –que funcionaban de igual manera que los primeros– se convirtieron en el brazo armado de los pueblos y de las ciudades novohispanas que los financiaban, de tal manera que estas fuerzas terminaron por convertirse en un eficaz instrumento de control social de las élites hacia los sectores populares, generando relaciones fuertes de clientelismo político al usar los regimientos milicianos para proteger sus propios intereses.

Un nuevo cambio en la estructura militar novohispana llegó el 25 de mayo de 1815, al publicarse en la Gaceta del Gobierno de México un bando del virrey Calleja, en el que ordenaba que los cuerpos de “patriotas” pasaran a llamarse oficialmente “realistas fieles”, pues tanto virreinales como insurgentes se nombraban patriotas a sí mismos, lo que producía confusión respecto a quiénes eran los auténticos defensores de la patria. Tengamos en cuenta que la palabra “patriota” se utilizaba para designar a aquel individuo que luchaba por defender a su nación; en ese sentido, “patriota” era aquel que peleaaba por la integridad de España y su imperio, pero al terminar la guerra contra las fuerzas de Napoleón Bonaparte en 1814 la integridad de España estaba salvada y ahora se combatía para defender la figura del rey. De ahí la nueva nomenclatura de “realistas fieles”. De hecho, cuando hablamos de un ejército “realista”, nos estamos refiriendo a estos cuerpos auxiliares. En ellos recayó la responsabilidad de la defensa de las poblaciones novohispanas entre 1815 y 1820.

Cabe mencionar, que desde 1812 habían comenzado a llegar regimientos expedicionarios desde España con la finalidad de apoyar y tomar el mando de las operaciones militares en contra de los insurgentes. Eran unidades del ejército español que combatieron contra las tropas napoleónicas, por lo que, una vez en Nueva España se sumaron a las acciones del ejército permanente y lograron desatar un programa efectivo de contrainsurgencia.

Por otra parte, los insurgentes no pudieron crear una estructura única de mando por más que lo intentaron. La Suprema Junta Nacional o Junta de Zitácuaro otorgó en 1812 facultades a cada jefe para organizar su territorio como mejor le pareciera. Esta medida aceleró la desorganización de la insurgencia. Algunos años después, en 1814, se promulgó la Constitución de Apatzingán con intenciones de centralizar el mando militar y político en un gobierno republicano, independiente e insurgente, pero esto nunca pudo ser llevado a la práctica, debido a las vicisitudes de la guerra. Tras la muerte de Morelos, las fuerzas insurgentes se dispersaron. Cada comandante se organizó como mejor pudo y, aunque hubo intentos de organizar y centralizar el mando ninguno logró concretarse. Ese fue el panorama que encontró Xavier Mina y su “División Auxiliar de la República Mexicana”, cuando llegaron a reforzar a los insurgentes en 1817. Sin embargo, resultaron ser insuficientes para reanimar la chispa de la insurgencia y tras la muerte del español, no volvió a existir un proyecto que coordinara los movimientos entre 1818 y 1820.

Consumación de la independencia (1820-1821)

El restablecimiento del liberalismo en España, en 1820, significó la entrada en vigor, por segunda ocasión, de la Constitución de Cádiz. El gobierno liberal español buscó reformar las fuerzas armadas del imperio para asegurar su propia protección ante algún intento de golpe absolutista. Para ello, lanzaron diferentes leyes y decretos que transformaron, una vez más, el panorama militar en la América septentrional. Algunos provocaron descontento entre los comandantes novohispanos, particularmente por las limitaciones a los fueros militares. En este contexto se desarrolló la rebelión de Iturbide, que pretendió frenar estas reformas. Ello explica el vasto apoyo que los comandantes virreinales dieron al movimiento iturbidista.

El 24 de febrero de 1821 fue promulgado el Plan de Iguala, que convocó a peninsulares y americanos; a insurgentes y leales; a miembros de las fuerzas permanentes y milicianos para sumarse en un nuevo ejército que protegiera y asegurara la independencia de la América Septentrional. Siguiendo esta convocatoria, los variopintos cuerpos armados del gobierno virreinal –ejército permanente, regimientos expedicionarios, milicias provinciales y urbanas, cuerpos de fieles realistas, milicia nacional– junto con las fuerzas insurgentes que continuaban en operación –como las comandadas por Vicente Guerrero, Pedro Moreno o los hermanos Ortiz– se amalgamaron en supuesta condición de igualdad, en el ejército de las tres garantías. Para su reglamentación, debía seguirse lo señalado en las Ordenanzas de Carlos III, al menos hasta que se creara un nuevo documento reglamentario.

En realidad, el Plan de Iguala no era un proyecto militar, sino un plan político apoyado en las fuerzas armadas, que no buscaba romper con el orden colonial, sólo deseaba una reforma pacífica que llevara a la independencia, con el pretexto de que las leyes y reformas del gobierno liberal español era totalmente inadecuadas a la realidad americana.

Durante la campaña militar de 1821, Iturbide se vio obligado a reglamentar una fuerza auxiliar para el ejército trigarante. Así, el 8 de julio de 1821 se publicó un decreto ordenando la creación de la Milicia Nacional Local, cuyo objetivo sería “afianzar el orden y la tranquilidad de los pueblos”, además de servir como fuerza auxiliar contra los enemigos de la libertad. Respecto al reclutamiento señalaba que cualquier individuo capaz de tomar las armas podía alistarse de manera voluntaria. La Milicia Nacional quedaba bajo las órdenes directas del ejército trigarante y no de las localidades como hasta entonces había sido, ya que se señalaba que “el comandante militar del pueblo, villa o ciudad será el Primer Jefe del cuerpo”.

Con el Plan de Iguala y el Reglamento de Milicia Nacional quedaban conformadas las fuerzas armadas de la siguiente manera: un ejército permanente (el ejército de las tres garantías) y una fuerza auxiliar (la milicia nacional). En caso de necesidad, esta milicia debía apoyar las operaciones del trigarante, tal como habían hecho las milicias provinciales y urbanas durante la primera década del siglo XIX.

El Plan de Iguala y la rebelión de Iturbide de 1821 trastocaron radicalmente la estructura militar virreinal. El ejemplo más claro de ello es el siguiente: los comandantes de milicias, que no eran militares de carrera y no podían aspirar a altos rangos dentro de la vida militar, se unieron a la rebelión abandonando su condición de milicianos para ser parte del ejército permanente, y así lograron alcanzar los grados más altos dentro de la carrera de las armas.  Antonio León, Miguel Barragán, Anastasio Bustamante, y Agustín de Iturbide son ejemplos de esta situación.

La guerra de independencia había provocado el alistamiento masivo de hombres en los cuerpos milicianos, que terminaron por superar en número al ejército permanente. Estos milicianos e irregulares se incorporaron como elementos del ejército de las tres garantías. En ese sentido, el Plan de Iguala buscó regularizar y ordenar dentro de una estructura única (el trigarante) a los variopintos cuerpos militares en operaciones desde 1810.

La guerra civil de 1810-1821 trastocó la vida de diversos modos, de ahí que sea considerada por muchos especialistas como una revolución. Las transformaciones del panorama militar que hemos expuesto líneas arriba constituyen un efecto o consecuencia más de esta época revolucionaria. En este proceso podemos encontrar la génesis de la vida política y militar del México independiente, así como el ascenso de los comandantes militares como rectores de la vida pública durante la primera mitad del siglo XIX mexicano. Aquellos que difícilmente podían acceder a puestos de poder durante el virreinato, ahora tenían en sus manos el devenir nacional.

PARA SABER MÁS

  • Archer, Christon I., El ejército en el México borbónico 1760-1810. México, Fondo de Cultura Económica, 1983.
  • Moreno Gutierrez, Rodrigo, La trigarancia. Fuerzas armadas en la consumación de la independencia. Nueva España, 1820-1821, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Fideicomiso Felipe Teixidor y Monserrat Alfau de Teixidor, 2016.
  • Ortiz Escamilla, Juan, guerra y Gobierno. Los pueblos y la independencia de México, 1808-1825, segunda edición, México, El Colegio de Mexico / Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2014.

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