¿La culpa es de Trump?

¿La culpa es de Trump?

Leticia Calderón Chelius
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm.  40.

El discurso xenófobo y violento del presidente estadounidense contra los migrantes, y en especial contra México, ha puesto al país en una fuerte disyuntiva sobre cómo manejar las relaciones bilaterales cuando, además, somete a revisión el Tratado de Libre Comercio para América del Norte que es clave para la economía mexicana. ¿Pero cuánta responsabilidad tiene México en esta situación si no ha podido parar la sangría de ciudadanos que deben buscar alternativas económica en Estados Unidos porque aquí no las obtienen?

Los Angeles march for immigrant rights. Fotografía de Molly Adams, 2017. Flickr Commons.
Los Angeles march for immigrant rights. Fotografía de Molly Adams, 2017. Flickr Commons.

La asimetría es la principal característica de la dinámica de México con Estados Unidos. Lo ha sido así desde el inicio de la relación bilateral de ambos países en el siglo XIX y lo fue durante todo el siglo XX. Cuando ambos países iniciaron un vinculo comercial de franca colaboración e intercambio mercantil a partir de 1994 con el Tratado de Libre Comercio (TLC), en el que también participa Canadá, las diferencias, desencuentros e incluso hostilidades en torno a varios temas de la agenda bilateral quedaron al margen, por lo menos públicamente –salvo contados casos que generaron algunas controversias–. Así, por años, se decía que México y Estados Unidos no solo eran países vecinos y aliados, sino incluso amigos.

Desde Washington hasta la capital de México, y durante más de 25 años, los diferentes representantes de los dos gobiernos mantuvieron un discurso del ambiente promisorio sobre el futuro económico, centrado en la inversión directa en proyectos de producción automotriz, la instalación de plantas maquiladoras, no solo en la frontera norte, sino a lo largo de varias regiones de México, además de la exportación intensiva de productos agrícolas desde ciertas zonas del país como Sinaloa (agricultura intensiva tecnificada destinada a la exportación). En paralelo, con la apertura comercial el mercado mexicano, largamente cerrado a las importaciones, se abasteció por fin de productos de origen estadounidense, pero sobre todo de productos “Made in China” que vía la triangulación que ofreció un esquema de mercado abierto, se volvieron una presencia abrumadora en las etiquetas de los productos que los consumidores mexicanos incorporaron a sus vidas.

Si bien es cierto que el TLC produjo grandes ganadores, también es cierto que falló en una de sus oferta iniciales de generar mecanismos y condiciones para propiciar mejores condiciones económicas para los mexicanos que, entre otras cosas, disminuirían los salarios precarios que son uno de los factores que propician la migración a Estados Unidos. Las ganancias han sido abundantes para algunos sectores, especialmente los grandes inversionistas, pero también hubo grandes perdedores de uno y otro lado de la frontera. Salvo algunos analistas y activistas críticos al TLC en México –y aparentemente en Estados Unidos-, este se percibía como un esquema estable y permanente, una pieza más, si acaso, del engranaje económico de las últimas dos décadas. Los años del TLC coinciden con el incremento en la desigualdad económica a nivel nacional y una pobreza que se volvió incontenible, pese a programas para combatirla y mecanismos de inversión para paliarla. Aun así, el TLC no fue visto como causa del deterioro económico-social que sufrió el país, sino que más bien se ha culpado a otros elementos como la corrupción, la violencia y la impunidad, en un escenario de alternancias del poder político desde el año 2000. En esta ecuación, salvo en ciertos momentos de tensión, nunca se consideró a Estados Unidos como parte central para explicar los problemas del país.

Todo parecía ir relativamente bien hasta la aparición de Donald Trump en el panorama electoral estadounidense (2015), con una fuerza desconocida para México por su discurso violento, que alteró la relación entre ambos países. Esta, si bien nunca fue tersa y mucho menos de pares, siempre estuvo cubierta por la cortesía de los miembros del servicio exterior, la discreción de los políticos en puestos de negociación y, sobre todo, la consigna desde México de no escalar conflictos potenciales para no afectar el marco del convenio mercantil y financiero, ni mucho menos los contactos en otros campos.

Como antecedente de la escalada verbal del nuevo mandatario estadounidense, tenemos que el expresidente Barak Obama tuvo una dura política de deportación (2 000 000 de personas a partir de 2009), incluso superior en proporción al poco más de un año de gobierno de Trump. Asimismo, se registran leyes que han señalado directamente a los mexicanos como “extranjeros indeseables” o el caso del gobierno estatal de Arizona que en 2010 impuso un esquema migratorio abiertamente hostil hacia indocumentados mayoritariamente mexicanos. Por otra parte, el muro, la valla o el cerco electrificado levantado para detener migrantes por distintas administraciones del país vecino ya es parte de la vida cotidiana de la población fronteriza desde hace años.

En este escenario, muchas de las experiencias que se fueron tejiendo a lo largo de los años entre ambos países han tomado un nuevo sentido y requieren de una forma diferente de explicarlas porque no todas las dificultades tienen que ver con la llegada de Trump a la presidencia. Una de ellas es la de la comunidad mexicana en Estados Unidos que ha representado la mayor diáspora (numéricamente hablando) de los últimos años. En efecto, casi 12 000 000 de mexicanos viven fuera de su país de nacimiento, de los cuales 98% radica en Estados Unidos. Ante esto, la narrativa e incluso la postura gubernamental que se construyó desde México alimentó la idea de que dicha migración era una cuestión “natural” que se fue dando como parte de la propia dinámica poblacional entre dos países, y que ciertamente construyó “comunidades transnacionales” profundamente entrelazadas y con un vínculo cotidiano que las nuevas formas de comunicación virtual permitieron mantener unidas e informadas “en tiempo real” –es decir, prácticamente al momento que ocurren los hechos. Esta dinámica, sin embargo, no era una cuestión “natural” en el sentido de que fuera su destino. Por el contrario, el proceso migratorio desde México ha sido una cuestión profundamente injusta. Si bien los diferentes gobiernos no han expulsado a la población (como sí ocurre en países como Filipinas, por ejemplo), por la forma como se ha dado este éxodo –sin certezas y con abandono–, el grueso de la emigración mexicana ha sido forzado.

Los indicadores más recientes señalan que 83% de los programas de combate a la pobreza en México han fallado en su objetivo de modificar las condiciones de vida de la población, al punto que para 2018 esto acanza a 53 000 000 de mexicanos, según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Pública de Desarrollo Social (Coneval), de los cuales, 9 000 000 se consideran en extrema pobreza. Parte importante de esa población es oriunda de las zonas de más alta tradición histórica migratoria del país, como son Michoacán, Zacatecas, Durango y, actualmente, el Estado de México, Oaxaca, Veracruz y Chiapas. Este hecho coincide con que el envío por concepto de remesas alcanzó los 28 771 000 000 de pesos al corte de marzo de 2018, lo que equivale a un envío promedio de 308 dólares por familia que recibe dicho apoyo equivalente (alrededor de 6 000 pesos), más del doble que un salario mínimo al mes. Por tanto, no sólo los programas de combate a la pobreza no ayudaron en su objetivo central de paliarla, sino que hubo familias en las zonas atendidas que modificaron su condición económica porque recibieron recursos por concepto de remesas y no por la acción decidida del gobierno. Esto implica que, sin el apoyo desde el exterior, una parte de la población tendría condiciones aún más precarias o, como suele ocurrir en las comunidades de más alta expulsión migratoria, la propia población se divide entre quienes se benefician de las remesas y quienes no están en el circuito migratorio y, por tanto, son aún más pobres que sus vecinos.

Villano favorito

Como se observa, la situación descrita es independiente de la llegada de Donald Trump al poder. Ciertamente puede argumentarse que, en última instancia, es el sistema económico mundial el que genera las condiciones de extrema desigualdad no sólo en México sino en el mundo, pero el punto es hacer notar que hay condiciones nacionales y decisiones políticas locales que no tienen que ver directamente con la economía mundial, sino que son responsabilidad de los propios mexicanos. Si la pobreza no se ha paliado en el país y, por el contrario, la dependencia al envío de recursos se ha extendido, eso no es culpa de Trump.

Ciertamente, la llegada de Donald Trump significó para México una sacudida en muchos frentes. Su discurso agresivo generó molestia y antipatía en la mayoría de los mexicanos y, sin embargo, ha resultado difícil oponerse a las medidas que desde su llegada a la presidencia puso en marcha. Trump decidió no refrendar la decisión presidencial tomada por Obama de permitir que jóvenes indocumentados llegados en la infancia a Estados Unidos permanezcan en el país y eventualmente regularicen su situación migratoria (conocidos como Dreamers). Decidió parar el proyecto que buscaba otorgar algún tipo de visa de residencia permanente a los 11 500 000 extranjeros indocumentados de los cuales el 50% son mexicanos. Incrementó el número de acciones para detener a la población sin papeles, sobre todo de quienes tienen años establecidos en Estados Unidos, donde han formado una familia, un patrimonio, una vida. Finalmente, su discurso sobre la construcción de un muro para reforzar la seguridad nacional de Estados Unidos no fue sólo una bandera de campaña, sino que se ha vuelto un elemento para mantener movilizadas a sus bases electorales, lo que alimenta el discurso racista y discriminatorio especialmente contra los mexicanos.

Todas y cada una de estas medidas, aunque son profundamente crueles para los afectados, constituyen decisiones de un gobierno soberano dentro de su propio territorio nacional y, por tanto, son difíciles de neutralizar. El gobierno mexicano ha hecho llamados diplomáticos a instancias internacionales para que los legisladores estadunidenses consideren el daño profundo que causa la separación familiar por causa de las deportaciones, sin embargo, dichos llamados apelando a los derechos humanos son exhortos que no han tenido consecuencias concretas. La única manera de aliviar, en parte, el impacto de la nueva dinámica impuesta por Trump desde Washington es facilitar al extremo la llegada de quienes son afectados por las deportaciones (casi 2 000 000 de mexicanos han retornado al país en la última década), agilizar al máximo la obtención de documentación oficial que acredite su nacionalidad como mexicanos –la principal demanda– y aligerar la carga emocional, económica y de integración en su propio país. Nadie nos va a salvar si no nos salvamos a nosotros mismos y Trump lo que ha hecho es amplificar algunos de nuestros principales problemas.

Este recuento sirve para voltear un tanto los ojos hacia nuestro propio país y mirar cuáles son los faltantes, las tareas inconclusas o las promesas incumplidas del modelo en que se basa esta relación bilateral. Echarle toda la culpa a Trump es un recurso recurrente e incluso políticamente muy atractivo porque la propia personalidad del personaje en cuestión y su discurso agresivo dirigido a México y los mexicanos es inaceptable. El problema es que dichos ataques reflejan la debilidad del país que no encuentra respuestas que contengan la crudeza de quien vocifera cada vez que necesita que sus adeptos le aplaudan. Por desgracia, Trump vive del aplauso fácil, lo que implica que México seguirá siendo una víctima de su estrategia político- electoral y no habrá forma de cambiar la correlación de fuerzas si desde nuestro país no se modifican las condiciones que explican no sólo por qué se ha dado un éxodo masivo, sino, sobre todo, el hecho de que prevalezcan las condiciones de pobreza y violencia que hacen tan difícil el retorno.

Para saber más

  • Calderón Chelius, L. y Jesús Martínez Saldaña, La dimensión política de la migración mexicana, Instituto Mora, México, 2002.
  • Hinojosa Corcova, Lucila, El cine mexicano y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Tlcan): Historia de sobrevivencia en tiempos de neoliberalismo, México, Uanl, 2017.
  • López-Castellanos, Nayar (coord.), Centro América: el laberinto de la migración, México, Unam, 2017.
  • Truax, Eileen, Mexicanos al grito de Trump. Historias de triunfo y resistencia en Estados Unidos, México, Planeta, 2017.