Laura Suárez de la Torre
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 20.
A los 13 años supo que quería labrar su propio futuro. Dejó el campo para en poco tiempo llegar al D.F. y ganarse la vida. Primero fue modelo para bodas en una tienda hasta que Frida Kahlo la recomendó para posar. Aprendió a pintar junto a sus maestros y se ganó un lugar entre ellos. Aquí relata pasajes de aquellos tiempos de esfuerzos y alegrías.
Nunca se imagina uno lo que existe detrás de un cuadro y menos aún saber quién pudo servir de modelo para que los grandes pintores aprendieran a dibujar o a recrear la figura humana. Precisamente de esto se trata esta entrevista que realicé a Julia LA?pez en 2012. Allí platica cómo una chica de campo, nacida en 1936, dejó su pueblo y su familia para asentarse en la gran ciudad. Sus primeros pasos como modelo los dio en una escuela para veteranos de guerra, en la colonia Roma.
Deslumbró como una mulata preciosa que serviría de modelo a los pintores y a los escultores que se formaron en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda y la Academia de San Carlos. Allí estudiaron Antonio Ruiz, El orcito, Francisco Zúñiga, Carlos Orozco Romero, Raúl Anguiano, Francisco Corzas, Lauro López, Agustín Lazo, Pedro y Rafael Coronel. Cuántas veces dibujaron su cuerpo, su rostro y sus cabellos ensortijados; cuántas veces estuvo enfrente de ellos posando en su desnudez; cuántas veces su imagen delgada se volvió dibujo, acuarela, óleo, escultura.
Los recuerdos que guarda Julia de esa etapa son muchos, están salpicados de anécdotas y muestran cómo nunca imaginó que una chica tan silvestre, como ella misma se define, llegara a ser parte de aquel grupo de artistas emblemático para el arte mexicano del siglo XX. Con los años, se convirtió en amiga, formó parte del grupo de artistas y aprendió su arte con el solo hecho de verlos pintar. Se volvió pintora autodidacta. Los colores estaban en su mente y los pasó al papel, a la tela, al acrílico. Los niños, las flores, los animales, los árboles de Ometepec volvieron a su mente, fueron su inspiración, se convirtieron en los temas de sus pinturas.
En la Galería Prisse, espacio alternativo para promover a jóvenes pintores, expuso sus primeros cuadros, apoyada por un entusiasta grupo de artistas –Enrique Echeverría, Alberto Gironella, Héctor Xavier, Joseph Bartoli y Valdy– que se oponía a la hegemonía pictórica de Siqueiros, Rivera y Orozco, exponentes máximos de la llamada Escuela de Pintura Mexicana.
La niñez trepada a los árboles
Me da mucho orgullo y estoy muy feliz porque tuve una niñez preciosa que no la hubiera yo tenido aquí (en el Distrito Federal). Soy de la costa chica de Guerrero, de Ometepec, y mi papá y mi mamá eran campesinos. Ellos sembraban algodón, chiles, tabaco, ajonjolí, plátano. Allí se dan los palmares muy frondosos, preciosos, y abajo de las palmas de coco se da el café? y el cacao. Así que eran unas huertas prodigiosas, maravillosas, y nosotros nos trepábamos a los árboles a bajar el coco, la guayaba, todas las frutas, ciruelas, almendras. La pasé de maravilla. Vivíamos arriba de una pirámide en el pueblo, en las cuadrillas donde están las huertas. Y teníamos el río Santa Catarina cerca. Cada cántaro de agua que acarreábamos era cosa que primero íbamos a nadar y luego llevábamos el agua. Me quedé en tercero de primaria. En ese tiempo, en el pueblo ocupaban a los niños para trabajar. Yo quería otra vida, por eso me fui del pueblo a los 13 años.
Mucama en Ocotepec
Mi hermana mayor, Berta, me decía: ¡Ay vive aquí, aquí está muy bonito, no necesitamos nada! Pero mi otra hermana, Natividad, se fue a vivir a Ometepec, y me fui con ella. Nosotros vivíamos en un pueblito chiquito. Ometepec era el pueblo grande, donde se iban a casar las gentes, donde iban a rezar. Ahí había un hotel que se llamaba la Casa Verde. Era un mesón que tenía cine, tienda de corte por metros, tenía para arar la tierra. Era un tendajón que vendía de todo, y tenían cuartos para hotel.
No fui a Ometepec para estar ahí encerrada y hacer mandaditos de a peso. No. En un mandado que me mandó mi hermana, me encuentro a don Fidel. Parece que Dios me lo puso. El dueño de la Casa Verde, un cacique. Entonces le dije: —Ay, don Fidel, ¿qué usted no me daría trabajo en este hotel? No así chica, me dijo. ¿Y tú, qué sabes hacer? ¡Uuy, sé hacer muchas cosas! ¿Sabes barrer?Sí. ¿Sabes tender camas? Sí. ¿Sabes tender esto? Sí. No sabía yo hacer esas cosas, pero a todo decía que sí. Si digo que no, me iba a decir que no y Julia iba a perder. Esas eran ganas de superación. Y me dijo: Bueno, sí, presentate mañana. Y que le digo a mi hermana. Casi me mata: ¿Cómo que te vas a ir a trabajar ahí con don Fidel? Pues sí, me voy a trabajar. ¿Y sabe cuánto me pagaban al mes? 20 pesos. Era en el 50.
Estaba don Miguel Alemán de presidente. Y me fui a trabajar ahí, entonces conocí allí a los viajeros del Nuevo Mundo, del Palacio de Hierro, del D. F. Los valijeros les decíamos nosotros, llevaban todos los perfumes que se usaban en esa época: el Pájaro Azul, unos perfumes que ahora son rarísimos. Los valijeros existen todavía, son los que llevan las cosas que venden las tiendotas grandes para las ciudades chicas o los pueblos pequeños. Entonces, pues, vi a mi comadre, que era la hija de la cocinera de allí. Era una güera casi albina, lindísima, muy linda persona. Yo veía cómo hacía ella y le hacía igual.
Acapulco Fugaz
Rosa, una señora que hacía pan y que trabajaba en la Casa Verde me dijo: Vámonos para Acapulco. Su mamá vivía en Acapulco. Y le dije: Pues vámonos. Y le dije a don Fidel: Don Fidel, pues fíjese que me voy a ir, ya no voy a trabajar. Y nos fuimos a Acapulco. Mi hermana Natividad me fue a llevar. Dice mi mamá que prefiere meterte a la cárcel antes de que te vayas a otro lugar, me dijo. Que me meta a la cárcel. No me interesa que me metan a la cárcel. Me salgo, le dije. Y ya nos fuimos.
Los tíos del actual gobernador, don Ángel Aguirre, eran los que mandaban allí, eran los comisariados, presidentes municipales, y Zaira era esposa de uno de ellos. Zaira venía aquí a México. No estaba mucho tiempo allí. Un día me la encontré, y le dije: Oiga doña Zaira, ¿no necesita usted una compañía? Y volví a pasar por ahí y me dijo: Oye tú, muchacha, ven, pues siempre sí quiero una compañía. Yo me voy tal día a México. Uy, le dije, ahora sí deme un tiempo para decirle a mi familia y a don Fidel para que busque otra gente.
Había una línea de avión que se llamaba Rojas y la señora me dejó para el pasaje. Me había dicho me mandas un telegrama y yo te espero. Así lo hice. Dije: Ahora me voy más lejos, porque más lejos no van a encontrarme. (Risas.) Y ya me vine para acá. Doña Zaira era mi madrina de confirmación.
El descubridor americano
Me vine para acá y le dije: No, no me pague, yo quiero estar aquí en la casa como si fuera de la familia, que no soy, pero supongo que así le ayudo en lo que hace. Y aquí tenía un taller de costura en las calles de Medellín, casi enfrente del estacionamiento de Sears, y en la calle de San Luis Potosí había una escuela para veteranos de la guerra mundial. Entonces llegaban al hotel Roosevelt. Era interesante, yo salía a barrer la calle temprano y temprano iban a dibujar a una mujer oaxaqueña.
Un día me llevó con John Muller, el que me descubrió. Aquella era una mujer hermosa, una señora grande, medio rolliza, con unas trenzas que le arrastraban. Preciosa. Esas imágenes las tengo en mi mente, en mis recuerdos. Y él me dijo: Mira, eso es lo que tú vas a hacer, como la señora de las trenzas ¿no quieres hacerlo? Ay, pues dije: Mira no tengo mucho de haber llegado, y eso no le va a caer nada bien a mi madrina. Y bueno, yo seguí con mi madrina para todos lados. El señor John Muller era un gringo que había ido a la guerra y a todos los mandaba a estudiar pintura, escultura, poesía y todas esas cosas en el museo de la calle más importante de Coyoacán: Francisco Sosa. Allí había otra escuela de veteranos de la guerra. Y entonces, no sí, hubo un lío con mi madrina y tuve que salir. Madrinita, pues muchas gracias por haberme traído. Como mi madrina me mandaba todas las tardes a comprar el pan a la Espiga –ya existía la Espiga–, y pasaba yo y siempre veía a una señora también muy robusta, y me decía: Adiós morena. Era la dueña del edificio Guardiola que está en el Centro
Cada vez que pasaba me decía adiós. Hasta que un día le preguntó su nombre: Josefina Guardiola. Entonces me habla la señora Guardiola: Oye morena, ¿por qué no te vienes aquí a la tienda? Ay, le decía yo, bueno, no sé si pueda manejar esta tienda. Mire, pero si usted me enseña, yo aprendo, tengo mucho interés, yo aprendo.
Allí hacían vestidos de novia, vestidos de coctel, vestidos de noche, vestidos de todo. Entonces sacaban a las Reinas de la Primavera. Y me fui a trabajar con la señora Guardiola. Andaba con un montón de perritos chiquitos como chihuahueños (risas) que les ponía moños, les ponía collares Yo los bañaba y ella los secaba, y andaba yo con ella para todo eso. Aprendí muchas cosas que si te pones a ver son bonitas. Hay que saber de todo, y eso es muy importante en la vida, aprender, porque la vida da muchas vueltas.
Hasta que un día me dijo: Oye, Julia, súbete allí a las mesas porque van a recortar los vestidos de las novias. Me ponían llena de alfileres y cortaban los vestidos con la mano. Eso era lo que hacía y ya, ese era mi trabajo, estar parada y darme vueltas para que me fueran recortando. La cola y el velo, y todo eso. Era muy bonito, tan diferente; en poco tiempo aprendí muchas cosas. Y por mis necesidades y por lo que yo quería hacer, eso me llevó a muchas cosas. Entonces, la señora Guardiola cometió el error de comprarle un coche convertible a su hijo. Pues este chico, ¿qué crees que hizo? Le metió garras hasta donde daba y allí en la Pera que se cae con todo y carro, y se muere. ¡Ay, yo estaba tan triste! ¿Qué voy a hacer ahora? La señora, llora y llora, y yo consolándola. No llore tanto, señora, mire, que esto y el otro. Si no le hubiera comprado ese carro tan lujoso, tan costoso en esa época, pues el muchacho hubiera andado con su coche normal. No soy yo la que tengo que decir, pero para consolarla. Lo que yo le decía, pues, era tan silvestre, que ella lo tomaba de esa manera, ¿no? La hija vivía en Estados Unidos y se fue la señora Guardiola con su hija.
La recomendación de Frida
Me quedé sin trabajo y busqué a John Muller. Le digo: Oye, ahora sí ya le puedo posar allá en la calle de San Luis Potosí. Ah, sí. Ah, bueno. Y allí conocí a un montón de gente que eran amigas, y yo tan silvestre, pues les encantaba que yo anduviera con ellas pa’arriba y pa’abajo.
Ahí conocí a una señora que se llama Carmen Zúñiga, amiga de Aurora Reyes y sobrina de don Alfonso Reyes, el escritor. Vivía acá en Coyoacán, en la calle de Hornos. Carmen era muy amiga de Aurora y Aurora de Frida Kahlo. Entonces, Aurora era muy pachanguera, le gustaban las fiestas, tener siempre mucha gente en su casa. Era muralista y daba clases junto al edificio de Excélsior, en Reforma. Entonces, Aurora le dijo a doña Frida, pues comían cada 15 días en su casa: Oye, tengo una mulata, una modelo mulata preciosa. Te va a fascinar. Entonces llegó el día de la comida y por eso yo conocí a doña Frida.
Estaba yo muy delgada y el pelo lo tenía ensortijado, chino, y me daba hasta la cintura. Se juntaban a pintar, a dibujar, doña Frida y Aurora, en la casa de Aurora. Un día doña Frida sacó una tarjeta, me la dio y me dijo: Con esta tarjeta te presentas en la escuela La Esmeralda y buscas al director que se llama Antonio Ruiz, le dicen el Corcito, preguntas por él. Me fui a la escuela La Esmeralda, don Antonio Ruiz, el Corcito, él me presentó con el maestro Zúñiga, un gran escultor maravilloso, dibujante precioso. El maestro Zúñiga muy atento, muy amable, muy cariñoso. Y entonces en esa época había muchos generales ya retirados que él les daba clases de escultura. Ay, me dijo: Inmediatamente vente al taller de escultura. Y ya me dejaba ahí con los tenientes, capitanes, generales, ya retirados, ya grandes. Y por eso empezamos el maestro Zúñiga y yo, yo a posarles y él era el maestro. Ya de ahí me fue a ver el maestro Carlos Orozco Romero y le fui a posar. Tenía de alumnos a Francisco Corzas, a Rafael Coronel. De estar con el maestro Carlos Orozco Romero me fui al salón de Raúl Anguiano, estaba Lauro López, el que me hizo un retrato. Salieron muchos otros, Mario Orozco Rivera y otros que ya fallecieron. Estaban también los dos Coronel, Pedro y Rafael, los que salieron triunfantes de La Esmeralda. Se hizo muy conocida la escuela, sacó buenos pintores porque los maestros eran muy exigentes.
De a diez centavos
En las clases de acuarela ponían una jarra con flores o frutas abajo o un periquito de esos disecados. Yo modelaba todo el día. De un salón pasaba a otro y a otro. Al acabar nos daban diez minutos de descanso. Era pesado. Pero si usted tiene una meta la tiene que cumplir. Y si no, ¿cmo fuera yo pintora? En esa época daban un quintito, diez centavos para pagar a la modelo. Nada. Pero era un alguito. Estamos hablando del año 52. Duré hasta que tuve a mi hija, Julianita, que vive en Italia, en el 66. Fueron muchos años. Y me fueron recomendando entre ellos, y yo llegué a posar al general [Ignacio M.] Beteta que le gustaba la pintura. El general Beteta tenía el estudio en frente de los juzgados en la colonia de los Doctores. También yo era modelo para hacer escultura, sí. Como modelo era de la Esmeralda y en la Academia de San Carlos también, en los dos lados. Como modelo quedó en una escultura enorme que está en el malecón de Veracruz. Los pescadores. Es del maestro Zúñiga. Soy yo y Melchor, un bailarín contorsionista de un lugar que se llamaba El Tívoli.
Pasar la escoba
También estuve en la Galería Prisse [Londres 163] y estaba allí un ruso, Vlady, que vivía allí, en la parte de atrás. Estaba José Luis Cuevas, estaba el Gallo Gironella que tenía su estudio hasta allá arriba y era un dandy, andaba con gasné y un bastón. Eran los que manejaban la galería. Luego a mí me tocaba barrer la galería, otro día le tocaba a José Luis, otro día le tocaba a la mujer de Vlady, Isabel. Ah, pero el Gallo, no. Era muy catrín, pero debía de haber visto cómo acabó.
Hacían exposiciones de amigos. Allí no era estudio. Era galería. El estudio lo tenían en el cuarto de la azotea y lo rentaban. Como le decía, cuando empiezan a mostrar su obra, pues nadie los conoce, no les compra nadie. Son muchos años de trabajo para que te conozcan.
Otro pintor de entonces era Chucho Reyes. Vivía a un ladito de la Galería de Inés Amor, en frente del Cine Versalles. Era a todo dar, Chucho. Él pintaba con anilina, no pintaba con colores. Los demás pintaban con colores.
Las barrigonas
A más los pintores luego me preguntaban Oye, morena ¿cómo lo ves? Ay, pues mire, aquí está corto, aquí está barrigón, muy barrigona, esos pechos que usted le hizo, no existen. Mire los tengo chiquitos, ¿cómo me hace esos globos tan grandes? Mire, esta pierna está más chica que la otra. Oye, ¡pero cómo encuentras defectos! Ah, pues ¿no me está diciendo usted que le diga yo? Si le digo que está bien, me regaña. Si le digo la verdad, me está diciendo que lo critico. No, pues a mí también me dan ganas de pintar. Y me decían: Te vas a morir de hambre si pintas. Mmm. A lo mejor, a lo mejor. Rompía yo unas bolsas de papel de estraza, donde venía el pan, las estiraba, las ponía debajo del colchón y ya me quedaban lisitas, lisitas. En ellas pintaba santos, caballitos, caballitos de mar. Iba con el maestro Orozco, que era con el que yo posaba mucho y su esposa era cuñada del maestro Diego, se llamaba María Marín.
La pintora
Y luego ya seguí con la pintura. Todos me querían, todos los maestros me querían. Les hacía yo mandaditos y esto y lo otro, me llevaban dulces, paletas y yo les iba a comprar las tortas y entonces dijeron, No, a la prieta le vamos a hacer entre todos una exposición. Y me la hicieron en una galería de la Zona Rosa y fue un éxito lo que había hecho. Esto sería por el año 55. Hice de muchos temas, de diferentes temas. Todos ellos me compraron pintura y bueno, otra gente que no tenía nada que ver con los maestros, también me compraron. Y de ahí pal’ real seguí pintando.
Yo nunca voy a dejar mi estilo. Mi inspiración es el campo, los niños, los cerros, los perros, los gatos, los animalitos, lo que veía yo cuando era chica. No tengo un cuadro favorito. Todos son favoritos, porque si no, los borro. Si no me gusta a mí, ¿cómo le puede gustar a otra persona? No, yo lo borro y a otra cosa.