Gutierre Tibón. Doctor en Gaya Ciencia

Gutierre Tibón. Doctor en Gaya Ciencia

Otto Cázares
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 48.

Humanista y sensual hasta la médula, Gutierre Tibón practicó las ciencias sociales como quien hablara lenguas maternas. En este ensayo se pasa revista a sus contribuciones y libros aderezados por episodios de su biografía viajera.

Gutierre Tibón, ca. 1970. Archivo General de la Nación, Fondo Hermanos Mayo, Alfabético General, sobre 8962.
Gutierre Tibón, ca. 1970. Archivo General de la Nación, Fondo Hermanos Mayo, Alfabético General, sobre 8962.

El italiano Gutierre Tibón (1905-1999) tomó la determinación de abandonar su vida de industrial en Suiza. Era director de una próspera empresa de máquinas de escribir, circunstancia que lo llevaba a viajar por el mundo entero con el objeto de publicitar la novedad de su propia invención: un precioso modelo de maquinita de escribir compacta y práctica, la bonita Hermes Baby. Sus viajes como industrial ya lo habían traído a México poco antes de la catástrofe bélica de 1938. De aquella visita el industrial había quedado prendado de una linda mexicana de diecisiete años; se fascinó también por la tortilla de maíz lo mismo que por Teotihuacán, donde fue presa de “una de aquellas crisis por las que un hombre normal, sano de espíritu y hasta con tendencias burguesas, se vuelve repentina e irremediablemente arqueólogo”. De México se declaró un “apasionado de la mitología y de las antigüedades mexicanas”. De modo que, decidido a iniciar una Vita Nova en México, descendió en el puerto de Veracruz el primero de febrero de 1940, dos años después de aquel viaje iniciático y dispuesto a clarificar ese ‘algo’ de lo que México significaba. La muchachita no lo esperó: ya estaba casada a su regreso. Pero seis años después de su llegada a tierras mexicanas, Gutierre Tibón escribió: “Sin embargo, yo ya tengo seis hijos. Mis seis libros que son mis primeras criaturas mexicanas”.

Había crecido en Suiza a orillas de ese lago Lugano en el que comenzó a escribir. De los catorce años data su primer título, Il Monte Bre, escrito por aquellos días entrañables en los que entablaba conversaciones con Romain Rolland, amigo de su padre escritor. Antes de llegar a México vivió en la India, donde conoció y admiró a Mahatma Gandhi. Con una estampa de dandi o de aristócrata, y merced a sus relaciones personales y habilidades sociales, podía Tibón acceder a archivos familiares y a valiosísimos documentos vedados a otros estudiosos. Era usual confundir a Tibón con un diplomático. En una ocasión, en la India lo tomaron por un importante embajador y acompañado por los brahmanes de las más altas consideraciones visitó aquellos preciosos templos de Cochín, Malabar y Benarés, inaccesibles a pies profanos. Poseía el más agraciado don de gentes y era este uno de los más acabados de sus talentos que terminaba yendo a impregnar sus páginas teñidas de encanto.

En México trabó profundas amistades con Salvador Novo, Arrigo Coen Anitúa y José Luis Martínez. Fue también cercano al círculo de Diego Rivera. De hecho, fue el responsable de propagar en un artículo del periódico Excélsior aquella leyenda manida, que no es más que una chanza, del supuesto canibalismo que practicaron Diego y Frida: “Ustedes no saben lo rica que es una costilla empanizada de mujer joven —prosiguió el maestro Diego—. No me miren así. Hablo por experiencia y no de oídas. He comido mucha carne humana, y repito, es exquisita. No crean que fue por simple gusto. Fue para servir a la ciencia […]”.  Como quiera que sea, el método del sabio seductor fue dar trato y reconocimiento de príncipes para todos. El Otro era para Tibón una “plenitud de sentido”: desde el artesano de Olinalá o Pinotepa Nacional al monje budista del Tíbet, desde el Brahmán de Bombay hasta sus cultas amigas entrevistadas sobre sueños para su investigación Magia y poder oculto de los dientes. Todos y cada uno, amigos profundos o amigos de ocasión, eran verdaderos príncipes y princesas de sentido.

Filología significa “leer lento”, dijo Nietszche: amor por el estudio naturalmente, pero también leer con lentitud y con pluma en la mano. El método de Gutierre Tibón —como el de todo sabio hebreo, y en su caso, siguiendo una larga tradición de sabiduría familiar— fue el método de la lectura y el comentario. La gens Tibónida fue una de varias generaciones de sabios y traductores judíos; Gutierre, sexto de la estirpe —hijo y nieto de polígrafos, hijos y nietos, a su vez, de otros polígrafos— creció íntimamente familiarizado con la extensa literatura rabínica, la gramática y la etimología hebreas. Guía de Perplejos es uno de los libros fundamentales del espíritu y la inteligencia judías. Fue escrito en lengua árabe durante el siglo XII y en vida de Maimónides fue traducida del árabe al hebreo por Šemuel ibn Tibbón, cuyo nombre significa “hijo del padre o patriarca de los traductores”. Escribió Gutierre acerca de su ilustre antepasado: “Nació el fundador de la dinastía de los tibónidas en Granada el año de 1120, y creció en el tiempo en que los moros erigían en su ciudad el milagro de la Alhambra. Fue médico; tradujo a Avicembron y escribió numerosas obras científicas, testimonios de su cultura universal. Al morir, en 1190, dejó a su hijo, como única riqueza, su biblioteca […]”. Los Tibónidas, hijos engendrados por el “patriarca de los traductores”, fue la estirpe que acometió la salvaguarda y sistematización de la sabiduría dispersa en multiplicidad de lenguas después de la caída de la Torre de Babel.

Las investigaciones de Gutierre Tibón resultan del proceso de leer y comentar, comparar lingüística y etimológicamente. Suman más de cuarenta los títulos de su producción intelectual y los suyos son libros que asemejan pozos de saberes. Poseyó ese “Divino saber” humanista, entre Erasmo y Rabelais, que lo llevaron cultivar las virtudes pantagruélicas. “Con buen vino no se hace mal latín”, se dice en Gargantúa, y Gutierre, refinado personaje gargantuesco, redactó bellas descripciones de culinarias exquisiteces y delicados brebajes en sus Aventuras en México, que me hacen preguntar cómo pudo Gutierre conservar aquella sempiterna fina estampa de aristócrata, saboreando, como saboreó, todas las mieles de un buffet de placeres palatales. Sus Indiscreciones etimológicas así como sus Divertimentos lingüísticos resultan un buffet del que podemos servirnos a discreción: ¡al asalto, pues!

Compartió con el filólogo Arrigo Coen Anitúa y el políglota Ernesto de la Peña la tarea de convertirse en un tejedor de una pedagogía destinada a la vida y dada a conocer a través de irradiaciones radiofónicas, televisivas y prensa escrita. “Qué bueno que existan sabios como Gutierre Tibón y Ernesto de la Peña”, celebró el historiador Álvaro Matute, para que los temas de la sabiduría histórica y por lo tanto, de todo aquello que nos atañe, no muera de frío en los cubículos académicos.

Al cumplir los noventa años, estaba enamorado como muchachito de la talentosa pintora Cristina Cassy, la “niña de sus ojos”, aquella por la que mudó sus colecciones arqueológicas a Cuernavaca, paraíso donde escribió envuelto por el clima amable, la luz almibarada y el amor benevolente.

Para aquella alma grande que habitó en Gutierre, ningún lugar era yermo. Lo que resulta evidente para los lectores de los cientos de páginas que dejó escritas Gutierre Tibón es la devoradora pasión de su inteligencia que nunca resulta violenta. Por el contrario, su amabilidad era abrumadora, picaresca; hubiera, con toda seguridad, conversado con vivo interés contigo, conmigo: recuerdo aquella anécdota contada por él en sus Aventuras de Gog y Magog acerca de una ocasión en que, por una comedia de enredos, fue encerrado en una celda colectiva y, una vez resuelta la comedia y puesto en libertad, Gutierre no podía dejar de pensar en los entrañables amigos que había hecho allí dentro.

Sensual hasta la médula, a través de sus líneas sobre la India nos deja entreverar que, en su larga estadía en el subcontinente indio, fue rival de amores de Jiddu Krishnamurti. Cierto es que la meridiana claridad de sus textos, por más complejos que estos sean, contienen aquella feliz fórmula de Ortega y Gasset: “La cortesía del filósofo es la claridad”, cortesía tierna y que despierta en nosotros esa risita nasal del reconocimiento.

He prestado oídos atentos a los materiales sonoros de Gutierre Tibón que conserva la Fonoteca Nacional entre sus archivos de consulta. Se trata de la serie radiofónica Columnas de Aire que, entre los años 1961-62, acogió las participaciones de Tibón. Algunas de estas crónicas radiofónicas emitidas por la XEW, con las ligeras modificaciones obligadas para el texto escrito, fueron incluidas en diversos libros demostrando que la soltura y la claridad de sus palabras provienen del ensayo radiofónico, género que libera a la palabra de sus ataduras formalistas otorgándoles una inusitada frescura. Así, por ejemplo, sus ensayos radiofónicos sobre la china poblana o sus entrañables encuentros con los mexicanos más longevos con los que pudo conversar en el altiplano central y los estados del norte de nuestro país.

La impresión que nos producen los libros de Gutierre Tibón son los de divertimentos de uno que ha estudiado y se divierte con su sabiduría. La carcajada de un sabio conversador que queda apuntada en páginas lo bastante frescas como para pensar que esas palabras han sido capturadas merced a la habilidad de algún cazador. Como humanista sabía que “la cultura es más radical que la razón” (Jacinto Choza) y a sus horas de estudio en bibliotecas y acervos públicos o privados aunó la sabiduría de las horas de andanzas que adquirió en sus viajes alrededor del orbe. Viajar y hallar ahí donde las cosas se unen y no donde las cosas se distancian; emprender viajes en pos de la ventura de un pensamiento radicalmente antropológico, es decir, ontológico. Comprendió las lógicas espaciales de la geografía y las lógicas temporales de la historia a campo traviesa.  Sorprenden sus métodos directos de escritura y el cotejo de sus documentos, sin por ello olvidar la conversación y la vivencia, logrando una insólita ecuación entre las necesidades de la vida y las necesidades de la curiosidad intelectual. En sus obras, el anticuario de gabinete convive con el cronista vivencial y logra cincelar en sus párrafos un acervo exhaustivo de lenguas, mitologías y leyendas, ritos y mitos, costumbres, historia y geografía, gastronomía, etnología, medicina y herbolaria con énfasis en las plantas alucinógenas sagradas mexicanas, sin olvidar las ciencias ocultas.

Su obra más significativa es Historia del nombre y la fundación de México, libro que publicó el Fondo de Cultura Económica en 1975 y que le tomó cuatro décadas de investigaciones. El capítulo primero, Aventuras de los aztecas en el más allá, fue publicado con posterioridad como un libro independiente debido al vivo interés que suscitó. Gutierre Tibón procedió según el método que había puesto en práctica en América: setenta siglos de la historia de un nombre, esto es, seguir los rastros de las innumerables ramificaciones de sentido ocultas en las palabras y que se revelan merced al análisis de sus sílabas. Pasa revista, sin solución de continuidad, a las variantes del nombre de México en treinta lenguas indígenas (Capítulo cuarto) analizando, con exhaustividad, las complejas implicaciones de los valores simbólicos contenidos en las sílabas Me (Luna), Xi (Ombligo) y Co (En el), así como las modificaciones del sentido de las mismas en distintas regiones del territorio nacional.

Sorprende, divierte e instruye —todo a un tiempo— el espíritu lúdico con el que la erudición lingüística se entremezcla con la historiografía. Puso en acto la hermenéutica y la exégesis de importantes códices y documentos abordando cuestiones de toponimia y sus variantes epónimas, así como los constructos imaginarios de lo escatológico, por ejemplo, en la suscinta descripción de la cartografía del Mictlán. Tibón nunca fue tibónida en mayor grado que en esta obra cumbre. A través de 917 páginas caen cascadas de sentido y la investigación resulta un alegre cofrecillo de maravillas en el que mito y rito, magia y lingüística, emblemas, alegorías y conceptos que de ellos se derivan, mapas y otras fuentes, se trenzan en un finísimo bordado. Impresiona el uso del ensayo breve: pequeñas teorías llenas de erudición, atomizada, por así decirlo, en breves párrafos. El ensayo en Tibón puede entenderse como polen de escritura cuya multiplicidad y continuidad va produciendo “reacciones en cadena” de entendimiento.

Fue autor de la columna Gog y Magog que apareció semanalmente en el periódico Excélsior por cerca de treinta años y que resultó el auténtico registro de sus hallazgos como viajero. Son las suyas páginas pletóricas de “tradiciones olvidadas, poetas indígenas y paisajes interminables”. Una selección de estos artículos fue publicada por la efímera editorial Amexica en el año 1946, editorial que se hizo a la tarea de publicar algunos más de los títulos de su invención, por ejemplo, Origen, vida y milagros de su apellido en dos tomos (semillero de su más tardío Diccionario), Viaje a La India por aire, México 1950: un país en futuro, entre otros libros que el lector interesado habrá de salir en su búsqueda —mejor sería decir, cacería— por las olorosas librerías de viejo de la Ciudad de México. Dentro de su obra de consulta Tibón cinceló a lo largo de dos décadas su Diccionario etimológico comparado de nombres propios de persona. Se trata del estudio comparativo de los onomásticos y escudos familiares hispanoamericanos de apellidos vascos, castellanos, gallegos, catalanes, portugueses y filipinos. En las páginas del Diccionario hallamos las sendas numerosísimas de lo que él llamó “el mundo subterráneo de los nombres”: “Los nombres de persona compendian la historia de la civilización. Su estudio no es sólo deleitoso y rico en sorpresas, sino que se hace imprescindible por sus alcances filológicos, históricos y sociológicos.”

En 1963 gestó el proyecto de fundar el Instituto de la Enciclopedia de México que cristalizaría en la publicación de diez tomos, enciclopedia ilustrada que contendría todos los aspectos de lo mexicano, pero que abandonó a los tres tomos, malquistado con los editores. Completa la cartografía de esa oceánica erudición sus estudios sobre ceremonias rituales de iniciación en comunidades guerrerenses, obras cómicas de divertimentos lingüísticos, notas viajeras y sus importantes trabajos historiográficos y etnológicos sobre Olinalá y Pinotepa Nacional. Por último, está el que yo llamaría “Tibón onfálico”. Las investigaciones en torno al nombre de México (En el ombligo de la luna) lo llevaron a preguntarse por las implicaciones cosmológicas y mitológicas del ombligo como centro (a veces excéntrico). Dio a conocer, entonces, su libro, desprendido de su obra cumbre, El ombligo como centro cósmico, para, más tarde, fiel a su talante picaresco, convertirse en el fundador de la onfalopsia, disciplina que estriba en la atenta observación del hoyuelo umbilical menos con fines místicos que con fines estéticos y eróticos, buscando entre las bellas vacacionistas de Acapulco el summum de la perfección onfálica. Casi aparentemente un divertimento – pero cuyo rigor filológico no está en pugna con el deleite que nos produce— publicó en 1983 el librito El ombligo como centro erótico que fue el número 16 de las Lecturas Mexicanas que coeditó el Fondo de Cultura Económica y la Secretaría de Educación Pública (fueron autores de la colección Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Miguel León-Portilla, Octavio Paz, Rodolfo Usigli, Rosario Castellanos, Alfonso Caso, José Vasconcelos, Alfonso Reyes, entre otros colosos de nuestras letras). Ahí hallamos una sugerente clasificación de los ombligos para las Modernas Onfalias. Está, por ejemplo, el de perfecta redondez y hondura, Ombligo de Venus; o el protuberante, “evocadoramente llamado por los fisiólogos, pezones”  que recibe la denominación Ombligo-botón; o el de corte horizontal que tiene su modelo en el Ombligo de la reina Nefertiti; o aquellos “que parecen miniaturas de sexos depilados”, los llamados por él, Ombligos verticales u Ojos de gato;  o los de párpado que se cierra, Ombligos-ojo; y, finalmente, aquellos “ particularmente sugestivos”, Ombligos-granos de café, que, afirma, “hay quien ve en ellos la perfección onfálica”.

Rabelaisiano primordial también por cuanto toca decir de su Pedagogía radical, a medio camino entre el rabino, el brahmán, el rshi, el sensei y el coach, fue Gutierre Tibón un tibónida erotizado que no pudo morir ni envejecer por su lascivia intelectual. La vida es la acumulación de las horas matutinas, apuntó Lichtenberg, la obra es la acumulación del jugo que se les exprime.

PARA SABER MÁS

  • Muñoz, Miguel Ángel (antologador), Gutierre Tibón. Lo extraño y lo maravilloso. México, CNCA, 2009.
  • Tibón, Guitierre, Diccionario etimológico comparado de los apellidos españoles, hispanoamericanos y filipinos. México, FCE, 1988.
  • Tibón, Guitierre, Historia del nombre y la fundación de México, México, FCE, 1993.

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