¿En qué pensabas, Leandro?

¿En qué pensabas, Leandro?

Iván Lópezgallo
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 48

“Me viene la conformidad luego que recuerdo que murió por su patria”. Sra. Ignacia Martínez de Valle.

Dicen que cuando vamos a morir pasa toda nuestra existencia frente a nosotros.

¿Habrá sido así contigo?

Cuando te dijeron que te quedaba media hora de vida, ¿qué fue lo que hiciste?

Sabemos que preguntaste quién ordenó tu ejecución. Y que cuando te respondieron que Márquez, aquel reaccionario mocho y santurrón que lo mismo se daba golpes de pecho que mandaba matar a sus prisioneros, agregaste sereno:

—Hace bien, yo no le hubiera dado ni tres minutos.

Y descendiste de tu caballo San Pedro, un vigoroso alazán tostado, para luego pedirles pluma y papel.

—Deseo escribir a mi familia —le explicaste al jefe de los cangrejos.

¿En qué pensaste mientras esperabas? ¿En tu mamá, doña Ignacia? ¿En Luisa Jáuregui de Cipriani, la mujer que amabas y estabas por desposar, pues a tus 28 años habías decidido formar un hogar? ¿O acaso en tu hermana Agustina, quien de acuerdo con lo que escribiste en esa última carta, fue también como tu madre?

Tal vez recordaste al hombre que te heredó el apellido, un veterano de la lucha por la independencia que muchos años estuvo bajo las órdenes de Juan Álvarez, el caudillo suriano que fue presidente por un corto tiempo y le dejó el poder al poblano Ignacio Comonfort, de quien se decía que por hacerle caso a su madre idolatrada –a la que manipulaba un cura– dio un golpe de Estado contra la Constitución, hizo estallar la Guerra de Reforma y huyó del país cuando perdió el control de los acontecimientos.

Sí, seguramente pensaste en don Rómulo, tu padre, el responsable de que siguieras la carrera de las armas y con quien compartiste peligros y aventuras, como la huida de la Ciudad de México tras la traición de Comonfort y la llegada al poder de los reaccionarios, también llamados restauradores, clericales o conservadores; aunque a ustedes les gustaba más decirles cangrejos por eso de que daban “un paso pa´delante, doscientos para atrás”, como escribió en una popular canción el poeta Guillermo Prieto.

Porque tu padre y tú eran constitucionalistas. Liberales. Y de los duros. De los convencidos. De los que, como dijo Melchor Ocampo, se quiebran, pero no se doblan. De aquellos que usaban una corbata roja para manifestar unos ideales totalmente opuestos a los de quien se convirtió en uno de tus mejores amigos y la figura más importante del partido clerical: Miguel Miramón.

El mismo que era apenas unos meses más grande que tú, con el que compartiste banca en el Colegio Militar – al que entraste a los once años de edad– y quien al encontrarte en el pasillo se cuadraba chocando las botas.

—¡Mi general! —soltaba con voz de trueno.

—¡Ordene, su alteza! —le respondías tú en posición de firmes.

El mismo que poco antes de que escaparas de la capital junto a tu padre, te invitó a comer para ofrecerte honores, grados y riquezas… si luchabas contra la Constitución del 57, aunque al final rechazaste su oferta.

Porque eras liberal, eso ya lo habíamos dicho.

Poco influyeron en tus convicciones las creencias de tu madre, una mujer muy religiosa que nunca se resignó a la vida que tu padre y tú habían escogido, pero que siempre los apoyó. Aunque te pareció verla más preocupada de lo normal cuando la visitaste antes de partir hacia tu última campaña.

—Tal vez no nos veamos más —le dijiste abrazándola con fuerza—. ¡Quién sabe si me ahorquen, madre mía!

Momento que aprovechó para intentar colgarte un relicario del cuello.

—No, no lo quiero —protestaste agarrando su mano—. Dirán que una cosa creo y otra predico.

—Anda, Leandro.

—No, mamá, mejor pónselo a San Pedro —tu caballo.

—Mira, hijo, hazlo por mí.

Así que al final te lo llevaste puesto. Escondido entre la ropa, eso sí, pero colgado del cuello. Y cuando te dijeron que te iban a matar, se lo diste a uno de los reaccionarios.

—Le suplico que entregue usted este relicario a la señora Ignacia Martínez, mi madre —le pediste—. Ya vimos que resultó no ser muy milagroso.

Le confiaste también la carta que escribiste minutos antes y en la que, a diferencia de otros jefes que murieron fusilados, no dejaste lamentos, ruegos o justificaciones, sino la petición a tus padres y hermanos de que no guardaran resentimientos, pues no se hacía contigo más que lo que tú hubieras hecho con ellos en el mismo caso.

Luego se te acercó el capellán de los conservadores, un tal Bandera, si mal no recuerdo.

—Ven, hijo —te dijo—. Dime tus pecados para que puedas entrar en el reino de Dios.

—No –le respondiste—. Yo no me confieso.

Renuente a tu rechazo, el cura trató de hablarte al oído, pero diste un paso atrás.

—Estamos perdiendo el tiempo —le dijiste con firmeza—, ustedes tienen qué hacer.

Así que Bandera se quitó de en medio y te llevaron al lugar en que habrían de matarte, donde un mezquite chueco y enclenque te recordó los árboles que había en Santa Ana Acatlán, pueblo cercano a Guadalajara al que llegaste el 20 de marzo del 58 junto al presidente Juárez, su gabinete, el general Santos Degollado y una muy pequeña escolta.

Don Benito se había salvado de ser asesinado una semana antes en la perla tapatía, gracias a que “algo” –así lo escribió él después– se apoderó de Prieto, un muy cercano colaborador del presidente, quien anticipándose a las órdenes del pelotón que debía fusilarlos, expresó con energía: “levanten esas armas, los valientes no asesinan” y los soldados le hicieron caso, ofrecieron protegerlos y uno que otro hasta lloró; aunque otra versión dice que quien los salvó fue un oficial conservador, mientras don Guillermo estaba bien escondido detrás de una puerta.

Pero bueno, sin importar cómo fue, al final el presidente Juárez y sus colaboradores se salvaron, salieron de Guadalajara y poco después llegaron a Santa Ana Acatlán; pueblo en el que tú, Santos Degollado y los 80 hombres que los escoltaban levantaron enérgicamente sus armas y las dispararon contra los 500 conservadores que les cayeron encima. Ahí demostraste tu valor y Guillermo Prieto escribió tiempo después:

La puerta junto de Iniestra
Santos Degollado cuida,
bravo desafiando el fuego
que en esa puerta llovía.
Bajo el portal está Juárez,
cual siempre, con faz tranquila

Guzmán, Ocampo, Prieto
en serena compañía.
En un ángulo del patio
que atravesaba una viga
que en la azotea descansa,
cabalga, lleno de risa,
con los pies colgando al aire,
Valle, que al combate activa.
Hay granizada de balas […]
Valle alienta, manda, tira,
cura heridos, baja al patio,
suelta donaires y risas.

¿Te acordaste de esto cuando te iban a matar?, ¿de las 15 horas que tú, Degollado, el coronel Francisco Iniestra –tu jefe de entonces– y los valientes soldados –muchos de los cuales resultaron muertos y hoy están en el olvido– mantuvieron a raya a los reaccionarios?

O tal vez de que, al sentirse perdido, el presidente llamó a sus colaboradores.

—La suerte a mí y solo a mí me designa para que perezca —les dijo—. Ustedes sin el título de ministros no tienen motivo particular de encono. Déjenme a mí solo luchar contra la muerte.

Pero Prieto le respondió de inmediato:

—A los hombres como nosotros se les aleja en los festines, se les rechaza en Palacio, entre los honores y el esplendor del mando supremo. Aquí no… ¡y no renunciaremos!

Y junto a él se quedaron. Y en la madrugada te siguieron en silencio para escapar, pasando a un lado de los soldados enemigos que dormían a pierna suelta y jamás se imaginaron lo cerca que sus presas estuvieron de ellos.

¿Te acordaste de esto? ¿De la tensión que sintieron mientras caminaban en la oscuridad? ¿De los árboles tras los que se escondieron y de cómo trataban de hacer el menor ruido posible?

¿O quizás de Melchor Ocampo, uno de los hombres más brillantes de su generación y al que Márquez asesinó 20 días antes de agarrarte prisionero?

¿O de Santos Degollado, El héroe de las derrotas?, quien en realidad se llamaba José Nemesio Francisco Degollado, pero le decían Santos porque cuando trabajó en la catedral de Morelia era el encargado de juntar el diezmo.

A él también lo mató Márquez, cinco días antes que a ti. Por eso te enviaron a combatirlo. Porque había que vengarlos. A los dos. A Ocampo y a Degollado. Pero no tuviste suerte y tras un duro enfrentamiento en el Monte de las Cruces, Lindoro Cajica te capturó y llevó a su campamento entre gritos furiosos de “muera el pelón” y “mátenlo, mátenlo”, mientras tú con calma fumabas un puro.

—Supongo que a este sí lo fusilaremos —le dijo Leonardo Márquez a Félix Zuloaga, el expresidente conservador.

—A este sí —respondió Zuloaga—, porque lo cogimos con las armas en la mano.

Así que Márquez ordenó que te sacrificaran. Y por la espalda, dizque por traidor. Luego te avisaron y escribiste la carta, la entregaste y te dirigiste al lugar en el que habrían de ejecutarte, donde llamaste a Bandera.

—Padre, le regalo mi capa —ofreciste.

Y obsequiaste también tus botas, momento en que se te acercó un oficial a caballo.

—Señor general —expresó descendiendo de su montura—, yo soy Miguel Negrete, por cuya cabeza ofreció usted mil pesos; pero hoy no quiero más que darle un abrazo.

Y se lo diste… extendiéndole además tu reloj.

—Como un recuerdo, general.

Después caminaste sereno al lugar en el que te esperaba la muerte.

¿Pensando en qué?

¿O pensando en quién?

¿En Antonio Bravo?, un andaluz delgadito, moreno, medio greñudo y de bigote delgado –como cola de ratón– que se te acercó recién iniciada la guerra de reforma.

—Usted ha dicho que desconfía de mí —dijo muy serio.

—Sí señor, lo he dicho –respondiste sin quitarle la vista de encima.

—Creo que pedirle una satisfacción sería indigno de dos jefes liberales —argumentó instantes después—. Pero mañana, frente al enemigo, le demostraré que se equivoca.

Llegó el nuevo día, terminó la batalla y lo fuiste a buscar, pues dio tantas muestras de coraje que te disculpaste por haber dudado de él, volviéndose grandes amigos. Hasta que en 1860 una bala se atravesó en su camino cuando, fiel a su costumbre, se lanzó al frente de su columna contra las posiciones conservadoras en Guadalajara.

¿O te acordaste de Miramón, con quien intercambiabas cartas antes de entrar en batalla? Algo que podría verse sospechoso, aunque tus jefes nunca dudaron de ti porque tu valor y compromiso con la causa estaban enteramente probados.

¿Pensaste en él cuando te iban a matar?

Sabemos que sí lo hiciste en los soldados que te fusilaron, pues sacaste el dinero que llevabas y lo entregaste al comandante del pelotón, pidiéndole que lo repartiera entre ellos; solicitándole luego que te dejara dar las órdenes de la ejecución.

—Sí —te respondió—. Pero lo vamos a fusilar por la espalda, general.

—¡Por la espalda! —exclamaste.

—Sí, señor —te confirmó.

—¡Pero no soy un traidor, seguí siempre una bandera! —le reclamaste.

—Pues sí… pero será por la espalda —volvió a decir el comandante—. Son las órdenes que tengo.

Y clavó la mirada en el suelo para dar por terminada la conversación, por lo que giraste y te pusiste frente a un árbol partido por la mitad.

—Bah… lo mismo da morir por delante que por detrás –zanjaste el punto como si nada.

Y recargándote en el árbol te dispusiste a ordenar tu propio fusilamiento, pero te diste cuenta de que un soldado tiró accidentalmente una bala. Así que se lo hiciste notar y, cuando la puso de nuevo en su lugar, te recargaste en el árbol y exclamaste con voz fuerte y clara mientras sonreías:

—¡Preparen!

—¡Apunten!

—¡Fuego!

Y sonó la descarga que terminó con tu vida, tras de la cual Márquez, El chacal de Tacubaya, ordenó que te dejaran en ropa interior y te colgaran de un árbol, dizque como escarmiento para otros como tú.

–Estos jóvenes de valor y talento son los que hay que eliminar –murmuró alejándose de ahí.

Eso pensaba el chacal, pero, ¿y tú? ¿Qué te vino a la mente, Leandro Valle, cuando te fundiste con la eternidad?

Tal vez lo que tu madre notó cuando la viste por última vez: que presentías tu final.

Idea que la acompañó el resto de su existencia.

—Ahí, en ese armario, tengo su camisa —me contó doña Ignacia mucho tiempo después y ya bastante anciana—. Hace más de treinta años que no la veo… no quiero verla.

Se refería a la misma que llevabas puesta el domingo 23 de junio de 1861, cuando al llegar al Monte de las Cruces algo no te gustó –tal vez la lluvia, el silencio o la ausencia de viajeros– y volteaste a ver a tu ayudante, el francés Aquiles Collin.

—Me huele aquí a muerte —le comentaste.

Y al final así fue: olía a muerte. Olía a tu muerte.

¿Pensaste acaso en ello?, ¿en que al final habías tenido razón?