En defensa propia

En defensa propia

Laura Suárez de la Torre
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 53.

Antes de regresar de su breve exilio europeo, Agustín de Iturbide redacta un manifiesto político en el que se defiende y justifica, y da su versión de los días conflictivos que siguieron a la consumación de la independencia. La escritura de esas memorias quedó como un testimonio personal que permite ver su interpretación de momentos definitivos de la historia de México, aunque no le servirían, según su intención, para reinsertarse en la nueva vida política del país.

Anónimo, Proclamación de Agustín de Iturbide como emperador de México, acuarela sobre seda, siglo XIX, Museo Nacional de Historia. Secretaría de Cultura-INAH-MEX. Reproducción autorizada por el INAH.

Agustín de Iturbide es conocido como el jefe realista que combatió con ahínco a los insurgentes. Su nombre fue reconocido durante la guerra de independencia por las acciones que sostuvo en favor de los realistas. Posteriormente, se habló de él con motivo de las acusaciones que pesaban en su contra.

Durante 1821 su nombre fue mencionado con mayor fuerza dado el protagonismo que alcanzó en tanto pieza clave para lograr el término de la guerra y conseguir la independencia. Exonerado de su pasado realista, ya como consumador de la independencia, entró triunfante a la ciudad de México el 27 de septiembre de 1821 al frente del Ejército Trigarante.

Fue vitoreado emperador y, tiempo después, acusado de abusar del poder durante su corto imperio. A los aplausos y reconocimientos de otros momentos, le siguieron las críticas a su desempeño autoritario y los alzamientos en su contra. Más tardó en jurar como emperador que en verse envuelto en la intriga y el contubernio. Al ceñirse la corona, Iturbide pareció olvidar su espíritu conciliador. Disolvió el Congreso y aprehendió a algunos diputados, con lo que selló su caída. Los que otrora le habían reconocido, y quienes votaron a favor de su coronación como emperador, le recriminaron su actuar frente al Congreso. Y ese mismo Iturbide, otrora vitoreado emperador, se vio obligado a abdicar y dejar el país.

Buscó asilo en Europa y, el 11 de mayo de 1823, zarpó de La Antigua a bordo de la fragata Rowllins con destino a Italia. Llegando a Liorna, en la costa oeste de Italia, el 2 de agosto, “habiéndosele mandado hacer una cuarentena de treinta días […], saliendo a tierra el 2 de septiembre”, como señala Lucas Alamán en su Historia de Méjico, se alojó en la villa Guevara, una casa de campo que pertenecía a la princesa Paulina Bonaparte.

Sin dilación se puso a escribir su defensa. Se dio a la tarea de redactar sus memorias que se ocuparían de aquellos años señeros. Páginas escritas de su puño y letra que narraban su versión de los hechos y en las que con argumentos buscaba reivindicar su figura para, en un futuro, lograr reintegrase a la vida política.

Con su Manifiesto al mundo o sea apuntes para la historia, como tituló el escrito, pretendía impactar más allá de sus conciudadanos. En esas páginas buscaba rehacer su reputación. Allí volcaría sus recuerdos, señalaría a los actores que le defraudaron; con ellas justificaría su proceder. Por ello se ocupó de darlas a la luz lo más pronto posible. Dejó la Toscana y se dirigió a Inglaterra, un refugio más seguro, un ambiente más propicio en donde encontraría apoyo.

Los movimientos que hacía en el viejo continente despertaron sospechas y el gobierno mexicano procedió a suspenderle la pensión y a declararlo fuera de la ley. De encontrársele en suelo mexicano, se dispuso que se le pasase sumariamente por las armas. Y sin conocer estas disposiciones, Iturbide se hizo a la mar en mayo de 1824 en el bergantín Spring, pues nunca perdió la esperanza de regresar a México, a donde llegó el 17 de julio al puerto de Soto la Marina. Al desembarcar fue aprehendido por el general Felipe de la Garza y dos días después fusilado en Padilla, Tamaulipas.

Antes de partir hacia México, entregó el manuscrito en Londres a Michael Joseph Quin, quien lo tradujo y lo publicó cuando ya Iturbide estaba a la mar. No obstante, sería hasta 1827 que se publicarían dos ediciones en español. Una corrió a cargo de Pablo de Villavicencio y la otra bajo el sello de la imprenta de Ontiveros, ambas en la ciudad de México.

El siguiente testimonio corresponde a una selección de fragmentos del Manifiesto al mundo… con el fin de que el lector pueda tener una idea de la confesión política de Agustín de Iturbide.


No escribo para ostentar erudición; quiero ser entendido de todas las clases del pueblo […] Mi nombre es bastante conocido; mis acciones lo son también, pero estas tomaron el colorido que les dieron los intereses de los que las transmitieron a regiones distantes. Una nación grande y muchos individuos en particular se vieron ofendidos, y me denigraron: yo diré con la franqueza de un militar lo que fui y lo que soy; lo que hice y porque los imparciales juzgarán mejor aún la posteridad. No conozco otra pasión que el amor de gloria, ni otro interés que el de conservar mi nombre de manera que no se avergüencen mis hijos de llevarle. […]

Di la libertad a la mía, tuve la condescendencia o llámese debilidad de permitir me sentasen en un trono que creé destinándole a los otros, y ya en él tuve valor para oponerme a la intriga y al desorden. Estos son mis delitos; no obstante ellos, ahora y siempre me presentaré con semblante tan sereno a los españoles y a su rey, como a los mexicanos y a sus nuevos jefes; a unos y a otros hice importantes servicios, ni aquellos ni estos supieron aprovecharse de las ventajas que les proporcioné; faltas que ellos cometieron son las mismas con que ellos me acriminan.

En el año de diez era yo un simple subalterno; hizo explosión la revolución proyectada por Miguel Hidalgo, cura de Dolores, quien me ofreció la faja de teniente general; la propuesta era seductora para un joven sin experiencia, y en la edad de ambicionar; la desprecié sin embargo porque me persuadí que los planes del cura estaban mal concebidos; […] El tiempo demostró la certeza de mis predicciones. […]

Si tomé pues las armas en aquella época, no fue por hacer la guerra a los americanos sino a los que infestaban el país […] Siempre fui feliz en la guerra; la victoria fue compañera inseparable de las tropas que mandé; no perdí una acción. […] No tuve otros contrarios que los que lo eran de la causa que defendía, ni más rivales que en lo sucesivo me atrajo la envidia por mi buena suerte: ¿a quién le faltaron cuando le lisonjeó la fortuna? […]

Restablecióse el año de veinte la Constitución en las Españas. El nuevo orden de cosas, el estado de fermentación en que se hallaba la península, las maquinaciones de los descontentos, la falta de moderación en los amantes del nuevo sistema, la indecisión de las autoridades, y la conducta del gobierno de Madrid y de las cortes que parecían empeñadas en perder aquellas posesiones […] avivó en los buenos patriotas el deseo de independencia, en los españoles establecidos en el país el temor de que se repitiesen las horrorosas escenas de la insurrección; […] En tal estado, la más bella y rica parte de la América Septentrional iba a ser despedazada por facciones. Por todas partes se hacían juntas clandestinas en que se trataba el sistema de gobierno que debía adoptarse. […]

Yo tenía amigos en las principales poblaciones que lo eran antiguos de mi casa, o que adquirí en mis viajes y tiempo que mandé; contaba también con el amor de los soldados; todos los que me conocían se apresuraron a darme noticias. Las mejores provincias las había recorrido, tenía ideas exactas del terreno y del carácter de los habitantes, de los puntos fortificables y de los recursos con los que podía contar. Muy pronto debían estallar mil revoluciones, mi patria iba a anegarse en sangre, me creía capaz de salvarla, y corrí por general de los americanos.

Formé mi plan conocido por el de Iguala, mío porque solo lo concebí, lo extendí, lo publiqué y lo ejecuté; me propuse hacer independiente mi patria, porque este era el voto general de los americanos; […] El Plan de Iguala […] a los mexicanos concedía la facultad de darse leyes […] Aseguraba los derechos de igualdad, de propiedad, de libertad […] destruía la odiosa diferencia de castas […] conciliaba las opiniones razonables y oponía un valladar impenetrable a las maquinaciones de los díscolos.

[…] Sin sangre, sin incendios, sin robos, ni depredaciones, sin desgracia y de una vez sin lloros y sin duelos, mi patria fue libre, transformada de colonia en grande imperio. […]

El Tratado de Córdoba me abrió las puertas de la capital […] Entré en México el 27 de septiembre, el mismo día quedó instalada la Junta Gubernativa […] Fue elegida por mí, pero no en su totalidad a mi adbitrio. […]

Hasta aquí todas las determinaciones fueron mías, y todas merecieron la aprobación general y jamás engañé en mis esperanzas; los resultados siempre correspondieron a [mis] deseos. […] a los pocos días de su instalación ya vi cuál había de ser el término de mis sacrificios; desde entonces me compadeció la suerte de mis conciudadanos. […]

Algunos diputados idólatras de su opinión, de aquellos hombres que tienen en poco el bien público cuando se opone a sus intereses, que habían adquirido algún concepto por acciones que parecen generosas a los que reciben el beneficio sin conocer las miras ocultas del bienhechor; que saben intrigar, que tienen la facilidad de humillarse con bajeza cuando les conviene, y de desplegar todo el orgullo de su carácter cuando preponderan, y que me odiaban porque mi reputación hacía sombra a su vanidad, empezaron a fomentar dos partidos irreconciliables que se conocieron después con los nombres de republicanos y borbonistas; unos y otros tenían por objeto principal destruirme. […] Los directores de estas facciones no perdonaban medio de adquirirse prosélitos y encontraron en efecto, muchos que les siguiese; […]

Se verificaron pues las elecciones y resultó un Congreso tal cual se deseaba por los que influyeron en sus nombramientos. Algunos hombres verdaderamente dignos, sabios, virtuosos, de acendrado patriotismo, fueron confundidos con una multitud de ignorantes, presumidos y de intenciones siniestras; aquellos disfrutaban de un concepto tan general que no pudieron las maquinaciones impedir tuviesen muchos sufragios a su favor. No quiero ser creído por mi palabra: Examínese lo que hizo el Congreso en ocho meses que corrieron desde su instalación hasta su reforma; su objeto era formar la Constitución del imperio, ni un solo renglón se escribió de ella. […]

El Congreso depuso a tres regentes dejando sólo uno reputado enemigo mío, para reducir mi voto a la nulidad en el poder ejecutivo; no se atrevieron a deponerme temiendo ser desobedecidos por el ejército y el pueblo entre quienes sabían el concepto que disfrutaba […] Les tenía recelosos tuviese a mi disposición bayonetas; era muy natural el miedo en hombres de su especie;[…] A las diez de la noche de aquel día memorable [18 de mayo de 1822] me aclamó el pueblo de México y su guarnición emperador. Viva Agustín I fue el grito universal que me asombró, siendo la primera vez de mi vida que experimento esta clase de sensación. Inmediatamente, como si en todos obrase un mismo sentimiento, se iluminó aquella gran capital, se adornaron los balcones, se poblaron de gente que respondían llenos de júbilo a las aclamaciones de un pueblo inmenso que ocupaba las calles, especialmente las inmediatas a la casa de mi morada. No hubo un solo ciudadano que manifestase desagrado, prueba de la debilidad de mis contrarios y de lo generalizada que estaba la opinión a mi favor. Ninguna desgracia, ningún desorden, Agustín I llenaba en aquellas horas la imaginación de todos; lo primero que se ofreció a la mía fue salir a manifestar mi repugnancia a admitir una corona cuya pesadumbre ya me oprimía demasiado; si no lo hice fue cediendo a los consejos de un amigo que se hallaba conmigo: lo considerarán un desaire […] y el pueblo es un monstruo cuando creyéndose despreciado se irrita; haga usted este nuevo sacrificio al bien público: la patria peligra: un momento de indecisiones el grito de muerte. […]

Reunióse en efecto el Congreso a la mañana siguiente, el pueblo se agolpaba a las galerías y entrada del salón, no cesaban los aplausos, el alborozo era general, los discursos de los diputados eran interrumpidos por la multitud impaciente. […] Se discutió el punto del nombramiento, y no hubo un solo diputado que se opusiese a mi subida al trono. […]

Se circuló la noticia a las provincias […] y vinieron sucesivamente las contestaciones no sólo aprobando todo lo hecho sin que un solo pueblo desistiese, sino añadiendo que aquel había sido su deseo. […]

He dicho muchas veces antes de ahora y repetiré siempre que admití la corona por hacer a mi patria un servicio y salvarla de la anarquía. Bien persuadido estaba de que mi suerte empeoraba infinitamente, de que me perseguía la envidia, de que a muchos desagradarían las providencias que era indispensable tomar porque es imposible contentar a todos, de que iba a chocar con un cuerpo lleno de ambición y de orgullo, que declamando contra el despotismo trabajaba por reunir en sí todos los poderes dejando al monarca hecho un fantasma, siendo él en la realidad el que hiciese la ley, la ejecutase y juzgase; tiranía más insufrible cuando se ejerce por una corporación numerosa que cuando tal abuso reside en un hombre solo. […]

Con mi subida al trono parecía que se habían calmado las disensiones, pero el fuego quedó encubierto y los partidos continuaban sus maquinaciones; disimularon por un tiempo y volvió a ser la conducta del Congreso el escándalo del pueblo. Tuve denuncias repetidas de juntas clandestinas habidas por varios diputados para formar planes que tenían por objeto trastornar el gobierno […] Bien penetrados estaban los facciosos de que chocaban con la voluntad general y creyeron necesario propagar que yo quería erigirme en monarca absoluto, para tener algún pretexto de seducción […] La verdadera razón de la conducta del Congreso no es otra sino que esta máquina se movía por el impulso que le daban sus directores, y estos miraban con odio que yo hubiese hecho la independencia sin el auxilio de ninguno de ellos, cuando quisieran que todo se lo debiese. […]

Habían llegado a mis manos tantas denuncias, quejas y reclamaciones que ya no pude desentenderme […] Me decidí pues a proceder contra los iniciados de la manera que estaba en mis facultades; si alguno me las disputa que vea el artículo 170 de la Constitución española que en esta parte estaba vigente.

El 26 de agosto mandé proceder a la detención de los diputados comprendidos en las denuncias y contra quienes había datos de ser conspiradores. […] El Congreso reclamó imperiosamente a los detenidos, […] resistí la entrega hasta que se concluyera la sumaria y hasta que se decidiese por quién habían de ser juzgados, pues no podía convenir en que fueran por el citado tribunal individuos del mismo Congreso, sospechosos de estar comprendidos en la conspiración, parciales, miembros de un cuerpo cuya mayoría estaba desacreditada […] se pasó el tiempo […] el descontento del pueblo amenazaba que iba a acabarse su sufrimiento del que se había abusado; […] La representación nacional ya se había hecho despreciable por su apatía en procurar el bien, por su actividad en atraer males, por su insoportable orgullo y porque se había permitido que individuos de su seno sostuvieren en sesiones públicas que ninguna consideración debía tenerse al Plan de Iguala y Tratados de Córdoba, sin embargo que juraron sostener […] A tamaños males ya no bastaban paliativos ni alcanzaban remedios; […]

El 30 de octubre pasé un oficio al presidente del Congreso diciéndole que el cuerpo había concluido […] le substituí […por] una junta que llamé Instituyente, compuesta de individuos de su seno y cuyo número elegido de todas las provincias ascendía a cincuenta y cinco y ocho suplentes. Todos habían sido elegidos por sus respectivas provincias, de todas quedaron representantes. […]

A esta época el Imperio estaba tranquilo, el gobierno trabajaba por consolidar la prosperidad pública […] sólo restaba posesionarnos de San Juan de Ulúa, único punto que ocupaban los españoles. […] El brigadier Santa Anna mandaba la plaza de Veracruz […] Nada bastó para contener a aquel genio volcánico, se dio por ofendido, se propuso vengarse de quien le colmó de beneficios aunque fuera con la ruina de la patria […] Santa Anna proclamó la república, halagó con grados a los oficiales, engañó con promesas a la guarnición, sorprendió a la parte honrada del vecindario e intimidó a los pueblos vecinos de Alvarado y la Antigua. […]

Salí a situarme entre México y los sublevados con el objeto de reducirlos sin violencia, condescendiendo con cuanto no se opusiese a la felicidad pública, decidido a olvidar el pasado […] Quedamos convenidos en que se reuniese un nuevo Congreso cuya convocatoria el ocho de diciembre se vio en la junta instituyente, e impresa inmediatamente ya iba a circular. […]

Dijeron que quería erigirme en absoluto, ya está probada la falsedad de esta acusación; que me había enriquecido con los caudales del Estado, siendo así que hoy no cuento para subsistir sino con la pensión que se me ha asignado, y con los caudales que me debe la nación; y si alguno otro sabe que en cualquiera banco extranjero hay fondos míos, le hago cesión de ellos para que los distribuya a su arbitrio. […]

El suceso de Casa Mata había reunido a los republicanos y borbonistas, que jamás pueden conciliarse, sin otro objeto que el de destruirme; convenía pues cuanto antes se les quitase la máscara y fuesen conocidos, esto no podía verificarse sin mi separación del mando. Volví a reunir el mismo Congreso reformado, abdiqué la corona y solicité expatriarme. […]

El amor a la patria me condujo a Iguala, él me llevó al trono, él me hizo descender de tan peligrosa altura y todavía no me he arrepentido ni de dejar el cetro, ni de haber obrado como obré. […]

Mexicanos: este escrito llegará a vosotros; su principal objeto es manifestaros que el mejor de vuestros amigos jamás desmereció el afecto y confianza que le prodigasteis; mi gratitud se acabará con mi existencia. Cuando instruyáis a vuestros hijos en la historia de la patria inspiradles amor al primer jefe del Ejército Trigarante; y si los míos necesitan alguna vez de vuestra protección, acordaos que su padre empleó el mejor tiempo de su vida en trabajar porque fueseis dichosos, recibid mi último adiós y sed felices.

Casa de campo a las inmediaciones de Liorna, 27 de septiembre de 1823

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