De cuando Hidalgo e Iturbide dieron libertad

De cuando Hidalgo e Iturbide dieron libertad

Gustavo Pérez Rodríguez
Seminario de Historia Militar y Naval

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 53.

Los intérpretes políticos de la historia quitaron a Agustín de Iturbide y Arámburu el crédito de consumador de la independencia, para ubicarlo en el espacio singular de los villanos. La pintura que aquí se analiza, sin embargo, lo presenta al lado de Miguel Hidalgo y Costilla como uno de los libertadores: Hidalgo porque inició la rebelión emancipadora e Iturbide porque logró concluirla.

Anónimo, Alegoría de la independencia de México, óleo sobre tela, siglo XIX, Museo Nacional de Arte.

En este bicentenario de la consumación de la independencia mexicana se sigue debatiendo acerca de la supremacía del inicio de aquella revolución por sobre la forma en que esta concluyó. Por ello, resulta difícil que el tradicionalmente llamado “Padre la Patria” pudiera aparecer en una mención o representación conmemorativa al lado de uno de los considerados “villanos” de nuestra historia, aun y cuando este haya sido nada menos que el consumador. De tal forma, el presente texto se ocupará de analizar histórica y estéticamente la pintura del siglo XIX conocida como Alegoría de la independencia, en la cual Miguel Hidalgo y Costilla (1753-1811) y Agustín de Iturbide y Arámburu (1783-1824) tienen el honor de proclamar juntos la independencia. Tras 200 años, es momento de que Hidalgo e Iturbide compartan de nuevo el mérito de haber dado libertad a la patria.

Amor y odio

A pesar de que en el llamado Plan de Iguala aquel coronel vallisoletano se deslindó del movimiento de Hidalgo, iniciado en 1810, se debe recordar que a principios de 1821 Vicente Guerrero Saldaña (1782-1831), representante inequívoco de la insurgencia popular, por un momento hizo a un lado sus ideales para sujetarse a los de Iturbide, aceptando que los planteamientos trigarantes de independencia, religión y unión eran la ruta más viable para obtener el anhelado fin libertador, tras once años de desgastante guerra.

Así, por algún tiempo, se reconoció a Iturbide el crédito de la independencia y ocupó un espacio preponderante en el panteón heroico nacional. Ya desde el mismo año de 1821 circulaban panfletos que lo presentan como el libertador de la América Septentrional, acompañado de un águila arrancando el vuelo como símbolo del nacimiento de una nueva nación. De esa forma inició la tradición de la “imagen oficial de acontecimientos históricos, bañados en su mayoría de tintes alegóricos”, a decir de María José Esparza.

Entre otros, fue el texto de Vicente Rocafuerte, Bosquejo ligerísimo de la revolución de México, de 1822, el que incrustó la visión parcial y perniciosa que ha perdurado sobre Iturbide –cuya crueldad, según el autor, quedó manifiesta desde la infancia–, pues la obra ha servido como base para sustentar otros trabajos de historiadores y novelistas. “El odio y el miedo a su memoria orilló a algunos políticos a oscurecer su figura –opina Guadalupe Jiménez Codinach–. Incluso la legislatura veracruzana de 1824 decretó escribir en letras de oro los nombres de los diputados de Tamaulipas que votaron por la muerte de Iturbide.”

Empero, con el pasar del tiempo volvió a resignificársele como libertador y, hasta 1843, su nombre se escuchaba en una estrofa del himno nacional, además de estar incrustado con letras doradas en el Congreso de la Unión. Y aunque en las llamadas Fiestas del Centenario de 1910 se tuvo presente a Iturbide, las imágenes que más circularon fueron las de Hidalgo y las del propio Porfirio Díaz, en las que se trataba de vincular y equiparar al presidente con el cura de Dolores. Años después, tras la revolución mexicana, surgió un nuevo movimiento contrario a la memoria del vallisoletano y en 1921 su nombre fue retirado de la pared legislativa.

Antagonistas

En el actual imaginario patrio del bicentenario no se percibe ya el rechazo hacia la figura de Iturbide, por lo que resultaría oportuno revisarlo, sin prejuicios, como consumador. No se busca con ello reconciliar al movimiento popular insurgente con el trigarante, sino convocar al reconocimiento de un proceso histórico tal y como fue: irrupción y conclusión alejadas y contradictorias, pero que tuvieron una finalidad libertaria común.

Y es que, en una revisión general, se reconoce que los motivos del cura de Dolores fueron de tinte social, mientras que sus medios fueron violentos, y fue con ellos que la irrupción popular logró “herir de muerte al virreinato”. También resulta cierto que los motivos del coronel trigarante fueron más de tipo político, y que la amenaza militar y el llamado a la unión fueron los medios con los que pudo “desatar el nudo sin romperlo”.

Cabe mencionar que existen pasajes donde ambos personajes están vinculados, a pesar de que estuvieron en bandos contrarios durante la contienda. Se debe recordar que cuando Hidalgo era el líder de la insurrección y salió victorioso de la batalla del Monte de las Cruces, Iturbide era un joven teniente del ejército realista que apenas logró escapar hacia la ciudad de México. También se ha especulado sobre si estos dos criollos eran parientes, por tener una raíz familiar común: la prestigiada familia Villaseñor, fundadora de la ciudad de Valladolid (hoy Morelia, Michoacán), aunque no se ha podido comprobar que estuvieran conscientes de ello.

Alegoría

Existe una alegoría de 1834, que se exhibe en el Museo Casa de Hidalgo, en Dolores Hidalgo, Guanajuato, en la que ambos generalísimos son presentados como los libertadores. Moisés Guzmán Pérez señala que Hidalgo, Allende y Morelos, durante la gesta, e Iturbide, tras la consumación, fueron los únicos líderes reconocidos como generalísimos. Este cargo “era superior a todos los demás –aclara–, pues era el jefe que mandaba al estado militar en paz y en guerra, tenía autoridad sobre todos los militares del ejército y estuvo por encima del teniente general de los ejércitos y capitán general que tenían los virreyes”.

Anónimo, Alegoría de Hidalgo, la Patria e Iturbide, óleo sobre tela, 1834. Museo Casa de Hidalgo. Secretaría de Cultura-INAH-MEX. Reproducción autorizada por el INAH.

En esa pintura, el cura dirige una mirada enérgica al espectador, mientras pisa a un irreconocible Fernando VII, que a su vez es atacado por el águila mexica. Al mismo tiempo, Hidalgo coloca una corona de guirnaldas a una mujer mestiza, antigua representación de la América, resignificada en la patria mexicana, mientras esta levanta el gorro frigio de la libertad con la mano izquierda. La nueva nación mira con agradecimiento a Iturbide, quien le muestra las cadenas rotas como prueba de su recién adquirida emancipación.

Hermanada a la anterior, la obra que nos ocupa es conocida como Alegoría de la independencia y pertenece a la colección de la Galería de Antigüedades La Cartuja; actualmente se encuentra como préstamo permanente en el Museo Nacional de Arte. Se trata de un óleo sobre tela, de 86 × 65 cm, que tiene una factura artística superior a la antes mencionada. Se desconocen el autor y la fecha en que se pintó, aunque se calcula que fue alrededor de 1838, “ya que el discurso se aviene muy bien con los ánimos de restauración y conciliación nacional”, considera Jaime Cuadriello.

La escena, simbólica e idealizada, atrapa el primer instante de la vida independiente de lo que hoy es México. Al parecer rememora el 6 de octubre de 1821, cuando “unas sesenta mil personas participaron en la jura solemne de la independencia –apunta Jiménez Codinach–, llevado a cabo en la Plaza de Armas, es decir, casi una tercera parte de la población capitalina se congregó jubilosa en ese acto”. Es por ello que el espacio está repleto por una masa en júbilo, y aunque la luz del sol irradia la tarde, el humo de los fuegos artificiales la nubla del lado derecho. Iturbide e Hidalgo se encuentran bajo los arcos del Palacio del Ayuntamiento, y tienen como fondo y perspectiva la torre derecha de la Catedral Metropolitana. Se alcanza a apreciar que en el cubo central del edificio ondea la bandera trigarante, con los colores alineados de forma horizontal, los cuales se vinculan simbólicamente con las esculturas de las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad.

En el centro visual se encuentra el deslumbrante blanco libertario del monumento dedicado a la patria, cuyos atributos son reconocibles: diadema-penacho de plumas sobre su cabeza y el carcaj con flechas que carga sobre la espalda. El punto focal del espacio es la mano de la escultura de estilo grecolatina, que apunta hacia el cielo, hacia la gloria, a lo sublime y lo sagrado. La pesada figura de mármol pisa la piel de un león, representación del reino de Castilla, vencido y humillado.

La patria liberada dirige la mirada hacia la figura de Hidalgo, intentando llamar su atención y mostrarle la fama. A unos pasos se encuentra Iturbide, y juntos ocupan un segundo plano en la imagen. El vallisoletano se encuentra de espalda al espectador, pero de frente al pueblo jubiloso, para informarle que ya es libre. De su rostro apenas se observan el cabello rubio, la larga patilla y el oído izquierdo, pero es identificable por sus atributos: el uniforme verde olivo y el cinturón tricolor, no obstante que el verde, blanco y rojo apenas alcanzan a distinguirse con pálidos trazos.

Su pose tiene una actitud heroica. Las piernas abiertas le proporcionan una base amplia para sostenerse erguido, mientras su brazo derecho se levanta para dirigir la mirada hacia la patria, frente a él. A pesar de ser el único personaje que está de espaldas, Iturbide ocupa un lugar prioritario dentro de la escena, por estar colocado a la izquierda, para una primera lectura del espectador. Su espalda ensombrecida contrasta con lo iluminado de su rostro y del ambiente exterior, y ese aspecto oscuro lo vincula cromáticamente con la levita y corbata negras que identifican al cura de Dolores, de quien resalta el cinto azul y blanco, colores que adoptó la insurgencia popular.

Aclamación preocupante

Ahora bien, a pesar de que la obra presenta a Hidalgo e Iturbide como libertadores, existe una clara distancia entre ellos. En esto difiere con la representación clásica del llamado –y quizá inexistente– “Abrazo de Acatempan”, en el que Iturbide y Guerrero aparecen sellando la alianza del movimiento trigarante con la revolución insurgente mediante un efusivo abrazo. Aquí no se manifiesta una significación de acuerdo entre ambos, pero tampoco de sumisión. De hecho, no hay complicidad entre ellos, sino que queda de manifiesto el desinterés del consumador a la inquietud del iniciador, de quien se desentiende.

Así, Iturbide es el héroe aclamado por las multitudes e Hidalgo queda desplazado a la derecha de la escena, pero con el privilegio de aparecer de frente al espectador. Resulta interesante entonces esa dicotomía simbólica de la obra en la cual Iturbide da la espalda al observador, mientras que Hidalgo lo hace a la plaza festiva. La espalda como la negación, desinterés o rechazo: “si no lo veo, no existe”. Así, para Iturbide es prioritaria la aclamación y para Hidalgo el riesgo de una nueva conflagración.

Y es que la actitud del cura contrasta con el jubiloso momento, pues se percibe en su rostro una expresión de angustia mientras voltea hacia su compañero, señalando una estatua de Minerva, diosa de la guerra, de la sabiduría y las artes, caracterizada con su casco bélico, escudo de oropel y lanza; una diosa fundacional de la Hispania, donde se dice que existió un santuario dedicado a ella. En Iturbide hay festejo, en Hidalgo preocupación. El cura, con escaso cabello cano y entrado en años, pero de corpulencia firme, parece estar inquieto porque un querubín sujeta de la pierna a la diosa de la guerra, mientras otro está por quitarle su lanza: el peligro de una nueva conflagración está latente. Es de las pocas imágenes donde Hidalgo tiene un gesto de ansiedad, contrario a su representación frecuente, donde muestra un carácter fuerte y decidido.

Reposando en el suelo, entre ambos criollos, el viejo y barbado Baco luce en estado de ebriedad. Aparece con una copa en la mano derecha y una botella vacía junto a él. Este dios de la fertilidad y el vino también es conocido por llevar al individuo a la libertad, mediante el éxtasis y la bebida. Baco es, pues, capaz de acercar a los contrarios y de presidir la comunicación entre vivos y muertos, la celebración que fusiona al presente con el pasado: el renacimiento de la vida. El personaje también pudiera ser el Padre Tiempo –a decir de Víctor Rodríguez Rangel– que se interpone entre ellos, pero también los vincula.

La atención de este dios grecorromano está sobre otros personajes que se encuentran en un primer plano, pero confinados en la sombra, abriendo el camino para su visualización. Ahí, cuatro querubines, reconocidos como guardianes de la gloria, juegan y posan en el piso, mientras tres hombres aparecen del lado izquierdo. El primero es un chinaco de cabello crespo que quizá representa a Vicente Guerrero y a la última insurgencia, que quedaron relegados del evento y tienen que conformarse con verlo desde las penumbras. Otro individuo es un insurrecto que convalece satisfecho, mientras un soldado trigarante lo auxilia y le describe el momento.

Sobre ellos se percibe una grisácea escultura de Hércules junto a la pilastra que lo identifica con la España peninsular, por las columnas que se dice colocó en los límites de la antigua Iberia, durante su décimo trabajo. Como si cobrara vida, la figura del héroe griego se recarga en su pesado garrote para observar con nostalgia cómo un águila arranca el vuelo pasando sobre Iturbide. Hay entonces un nuevo héroe fundador y Hércules queda relegado. La fama lo anuncia montada en el águila, tocando su trompeta festiva, para irrumpir hacia el enorme espacio de la plaza. También en lo alto, en la intersección de las bóvedas de cañón, aparecen ocho querubines volando divertidos, jugueteando entre los capiteles de las columnas rococó del edificio.

Es interesante la interpretación que encuentra Cuadriello en el manejo del espacio-perspectiva en yuxtaposición del lema trigarante: “la Religión al fondo, representada en la masa pétrea de la Catedral, la Unión es el pueblo mismo que vitorea a los dos más antagónicos caudillos y la Independencia, significada en el ave rapiante que despega”.

Libertadores

Para finalizar, la obra presenta una escena festiva y a la vez preocupante. La pintura podría servir como una visión actual del proceso de independencia: Hidalgo es el responsable de su inicio e Iturbide de su consumación. Ambos son protagonistas, a pesar de que no existe complicidad entre ellos.

De tal forma, es conveniente presentarlos y explicarlos de nuevo. No se debe bajar a Hidalgo del pedestal para enviarlo al sótano del imaginario patrio, resaltando y juzgando detalles de su vida personal. Tampoco se debe ocultar a Iturbide dentro de la historia patria para hacer hincapié sólo en su participación como impecable oficial realista y como malogrado emperador. Sólo así se abandonará la visión que desacredita al “bribón del cura” y al “dragón de fierro”, para presentar a dos hombres que arriesgaron su vida con sus iniciativas. Dos líderes que tuvieron el invaluable crédito de actuar para iniciar uno y concluir otro la revolución de independencia.

Y aunque en este bicentenario no es de esperar el traslado de los restos de Iturbide de la Catedral Metropolitana a la Columna de la Independencia, sería conveniente el reconocimiento innegable de que fue él quien logró dar libertad de Nueva España, para fundar una nueva nación soberana: lo que hoy es México. Se requiere entonces un planteamiento histórico y político de aceptación entre el movimiento popular insurgente y el trigarante, pues su finalidad última fue similar: la independencia de la América Septentrional, para quedar libre de la península y de cualquier otra nación.

Miguel Hidalgo y Agustín de Iturbide, por haber dado libertad a la patria, merecen ocupar un lugar destacado dentro del imaginario nacional y quizá aparecer juntos en nuevas interpretaciones, pues la historia y el arte no pueden entenderse uno sin el otro.

PARA SABER MÁS

  • Cuadriello, Jaime, “Interregno II: el exilio de Agustín I”, El éxodo mexicano. Los héroes en la mirada del arte, México, México, MUNAL, 2010.
  • Esparza Liberal, María José, “La insurgencia de las imágenes y las imágenes de los insurgentes”, Los pinceles de la historia. De la patria criolla a la nación mexicana, México, MUNAL, 2000.
  • Guzmán Pérez, Moisés, “El generalísimo: configuración, prácticas políticas y representación del poder supremo (México, 1810-1822)”, Revista de Indias, 2019, en <https://bit.ly/3sgywYy>.
  • Jiménez Codinach, Guadalupe, México, los proyectos de una nación, 1821-1888, México, Fomento Cultural Banamex, 2001. Rodríguez Rangel, Víctor, “Bajo el signo tricolor. Obras del acervo del Museo Nacional de Arte”, <https://bit.ly/3si8K66>.

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